lunes, 25 de octubre de 2010

El amigo que perdí

Por Martín Estévez

Ya en primer grado supe que me esperaba una vida llena de vacíos y silencios, de miradas desconfiadas, de miedo. A los 6 años, me refugiaba en mi casa y no iba a ningún lugar que no fuera la escuela. Y encima, en la escuela, dos grandotes de segundo me cagaban a trompadas todos los días. Primer grado habría sido una mierda si no hubiera estado David.

No nos parecíamos en nada. David era más sociable, menos tímido, más normal. No sé cómo nos encontramos. Hay personas que nos caen bien enseguida, al ver sus gestos, sus movimientos, su forma de hablar. A las que, con sólo escucharlas quejarse de su psicóloga, ya las queremos. David fue uno de ésos.

A los 6 años yo me dedicaba a ser prolijo, a pasar desapercibido, a no dar indicios de psicótico. Excepto con David. Con él, en cada recreo, nos convertíamos en enemigos. A las 13:50, 14:50 y 15:50, ayudados por una bola de papel y cinta scotch, y por los banquitos de cemento del patio, nos entregábamos a un duelo de penales visceral y terminante: no valía empatar.

Hoy no puedo entender cómo nos animábamos, pero David y yo (angelitos el resto del día) ignorábamos los reclamos de la maestra cuando íbamos empatados. Ni siquiera la mirábamos. Pateábamos penales hasta que la balanza se desequilibraba hacia algún lado. Ganaba él o ganaba yo. Sin concesiones.

Al final de un recreo de mayo, cansada de nosotros, la señorita Liliana intentó hacer valer su autoridad. Se acercó con cara de mala, caminando casi agachada para quedarse con nuestra pelota. Pero, justo antes de que la tocara, David gritó, con los ojos inyectados de sangre: la miró fijo, con los ojos un poco rojos. 

¡Noooooooooo!  ¿Qué haceeeee?

—¡Bueno, bueno! retrocedió ella asustada. Pero cuando terminen, entren rapidito.

Y nunca volvió a molestarnos.

Con David no hablábamos sobre chicas ni sobre nuestros papás. Ni sobre nada que no fueran los penales. Adivinábamos el estado de ánimo del otro por el modo en que pateaba: si él despedazaba la pelota de papel de un derechazo, yo sabía que lo habían retado en casa; si yo apenas movía el pie por las ganas de llorar, él se dejaba ganar para no profundizar la herida.

La primera vez que hablamos sobre otra cosa fue un jueves de noviembre, me re acuerdo. Todos se arremangaban el guardapolvo por el calor y Adrián Tedeschi lloraba, como casi siempre. Mientras formábamos para entrar, David dijo: 

Me cambio de escuela.

Nos despedimos el viernes 7 de diciembre de 1990. Resistí todo el acto de fin de año con un nudo en la garganta y, cuando terminó, aprendí un saludo que repetiría muchas veces durante mi vida. Le apreté fuerte la mano derecha y le dije “fue un placer”. No me lo olvido más: me respondió con la mirada.

Las vacaciones fueron un calvario por culpa de Flavia Palmiero. Yo no pensaba en David hasta que Chuna o Gaby, sin sospechar nada, ponían el cassette de La ola está de fiesta. Estúpido cassette. Lo odié con toda mi alma. 

Cuando pasen muchos años y lleguemos a ser grandes me gustaría que sigamos como hoy...

... desafinaba Flavia en Somos amigos, y a mí se me rompía el corazón. No es que me ponía un poco triste: tenía que esconderme en la pieza porque lloraba a lo bestia, inconsciente de cómo dañaba mi hombría en ese acto. Fue la primera cosa que los homofóbicos llamarían de puto que hice. Más adelante escucharía discos de Alejandro Sanz, sería vegetariano e iría a un taller de teatro.

Tiempo después, confié en Gaby, le conté mi secreto y le pedí que nunca más pusiera esa canción. Fue un error: Somos amigos se repitió infinitamente en casa, a todo volumen, con risas de fondo. Una y otra vez. 

Hasta que, de tanto enfermarme, me curé. Y, como casi todo, David pasó al olvido.

El único motivo por el que escribo esto, ahora lo descubro, es porque la amistad con David fue cortada de golpe, serruchada sin prolijidad, arrancada de la lógica. 

Si David hubiera seguido en la Escuela 29, nos habríamos peleado en quinto grado. O sería policía, como Diego, y nos alejaríamos por decantación. Pero no: David es siempre un niño de 6 años que no creció, no engordó, no se volvió un adolescente idiota. David es el Che Guevara de mi infancia.

Me tiene harto, David. 

Yo, antes que por los amigos que se alejan llenos de gloria, por los jóvenes que se retiran campeones, por las novias que nos dejan y por las cosas que podrían haber sido, brindo por otra cosa.

Brindo por los que se quedan a remar conmigo, por los que juegan a ganar hasta los 84 años. 

Brindo por las mujeres que nos quieren hoy, por las cosas que sí fueron y (aunque no sean de miel) son nuestras. 

Brindo por amigos imperfectos que me esperan aunque haga frío, por los que saben que voy a perder pero igual sostienen mi esperanza. 

Brindo por todos los que, en el medio de mis catástrofes y hasta que me muera viejo, siguen leyendo estas palabras aunque nunca signifiquen nada.


• La ilustración fue un regalo que me hizo Valeria Macchia.
• En la foto, David es el quinto de la segunda fila.
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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Walter Castaño

Por Martín Estévez

Mi primer ídolo fue Walter Castaño. Jugaba en Racing y era un terremoto de habilidad, un genio de multitudes, un rubiecito que levantaba aplausos con sus lujos y goles, un crack. Un dato más: Walter Castaño nunca existió.

Tenía 6 años, fue un miércoles a la tarde. Mati bajó las escaleras y en el patio, mientras yo pasaba el secador para no mojar la pelota, estiró sus brazos y me dijo: “No me entra más, así que es para vos”. No podía creerlo: una camiseta de Racing con una palabra (Nashua) en el pecho y un número (11) en la espalda. “Es la de Castaño”, me dijo. Y marcó mi infancia para siempre.

Yo no sabía que Nashua era una empresa que pagaba para aparecer en la camiseta. Y mi desconocimiento sobre el funcionamiento del mundo era aplicable al fútbol: jamás había visto un partido de Racing.

El fútbol, en 1990, era para mí tres cosas: lo que me había permitido faltar a la escuela durante el Mundial, lo que jugaba con mis primos y un póster en la pieza de Mati. El póster era rarísimo: un montón de remeritas celestes y blancas, y, debajo, líneas punteadas para escribir el nombre de los jugadores. Solo recuerdo a tres: Roa, Vivalda y Castaño. Roa y Vivalda eran los arqueros. ¿Castaño? Castaño era mi nuevo ídolo.

El conocimiento, a los 6 años, se parece a un rompecabezas. Un niño (como dice el sociólogo Edgar Morin sobre la humanidad) navega entre archipiélagos de certezas sobre un océano de incertidumbres. Y yo, como a un rompecabezas, fui armando a Castaño. Lo convertí en mi héroe.

Alguna vez mi tío Alberto dijo que era habilidoso. Por algún comentario de Mati lo intuí rubio, con el pelo algo largo, parecido a He-Man. También me pareció entender que se llamaba Walter; deduje que llevaba más de 200 goles en el patio de su casa, y algunos más en cancha de Racing. También me gustaba pensar que le encantaban las milanesas, como a mí.

Mi idolatría por Walter Castaño fue creciendo, pero yo también: empecé a ver fútbol por la tele y descubrí que Castaño no jugaba más en Racing. Adopté nuevos ídolos, pero guardé un rincón para él en mi corazón. Quizás algún día consiguiera un video con sus goles y entendiera el valor de la camiseta que Mati me había regalado.

Años después, ya grande, decidí retomar mi fanatismo por Walter, su melena rubia y sus goles. Investigué sobre él y llegué a un dramático descubrimiento: no se llamaba Walter, no era rubio y jamás hizo un gol.

John Edison Castaño fue un colombiano irregular que jugó apenas 11 partidos en Racing. Casi nadie lo recuerda. La imaginación de un niño de 6 años (yo) lo transformó en un crack inenarrable llamado Walter.

John Edison Castaño y mi ídolo no se parecían en nada. Mi ídolo, la puta madre, nunca había existido.

Hoy, a los 26 años, me pregunto cuántos de los ídolos que tengo en realidad no existen. Cuántos de mis principios, cuántos de mis sueños, cuántas de mis alegrías están basadas en cosas que entendí mal, en historias que no me contaron, en maravillas que nunca existieron. 

Me pregunto con angustia en la garganta cuántas personas fundamentales de mi vida son en realidad una mentira, un engaño, waltercastaños esperando para apuñalarme con la verdad. Mientras sufro imaginando la respuesta, atesoro la camiseta 11. Lujosa, heroica, imperturbable. Como Walter lo hubiera querido.


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sábado, 2 de octubre de 2010

Burum bum bum

Por Martín Estévez

Quería en este texto contar mi primer recuerdo, y enseguida me di cuenta de algo: no sé cuál es mi primer recuerdo. A eso le llamo una pésima manera de arrancar un texto.

Lo que pasa es que es difícil saber exactamente qué recordamos. A veces nos parece que sabemos cosas de cuando éramos muy chicos, pero en realidad nos las contaron. O creemos no recordar nada de nuestra infancia, hasta que de pronto aparece una historia que "no recordábamos recordar". Para peor, la edad no tiene nada que ver: mi hermana Gaby dice que recuerda cosas que le pasaron a los 2 años; y mi prima Chuna no tiene la menor idea de qué le pasó antes de cumplir 13.

Yo tengo imágenes borrosas de cuando tenía 4, 5 años: rezar el padre nuestro arrodillado al borde de una cama o cagarme encima en prescolar. Creo recordar la sonrisa dulce de una compañera de jardín, tal vez llamada Fabiana, y las cucarachas que reinaban en mi casa de la calle Sarandí. O ir a visitar a mis abuelos, sin saber que estaba yéndome a vivir con ellos.  También guardé fragmentos de mi cumpleaños de 5, especialmente la parte en que la policía se llevó a mi papá, justo después de que él había descubierto que yo era de Racing. 

Sin embargo, el primer recuerdo nítido, las primeras fotos en buena resolución de mi memoria, se remontan a un partido de fútbol: Argentina-Camerún del Mundial '90. Más precisamente, a un grito:  

—¡¿Por qué él puede faltar a la escuela y yo no?! –se quejó Gaby. 

—Porque es su primer Mundial –le respondió Tati, que además de ser mi mamá ya entendía todo. 

El que no entendía era yo: no sabía qué era un Mundial. Antes de aquel mediodía, a mí me gustaban los Superamigos y los Autos Locos. El fútbol era algo que sólo había escuchado nombrar y que, si alguna vez había visto en televisión, no me había llamado la atención. Pero ahí estaban Diego y Matías, primos dirigentes de mi masculinidad, para hacerme entender que lo que estaba por venir era importante. 

Camerún me sonaba más a una golosina rara que a un país, y en eso pensaba mientras mi abuelo Víctor cantaba “Burum bum bum, burum bum bum, yo soy el hincha de Camerún” y sonreía esperando complicidad. Hacía referencia a unos chistes de Clemente publicados durante el Mundial ’82, de los que yo tampoco tenía ni idea. 

De pronto, mirando la tele, Camerún empezó a ser algo más para mí: una camiseta verde y hermosa; y un tipo con un peinado increíble llamado Makanaky. Pero yo tenía 6 años y me costaba concentrarme en el partido; me distraía comiendo galletitas y pensando en qué lindo era pasar una tarde de viernes en casa. 

En ese momento no supe que estaba viviendo lo que sería, para siempre, mi primer recuerdo. No podía imaginarme que, a partir de ahí, cada vez que yo apuntara hacia el pasado, mi memoria llegaría como límite a la canción de aquel Mundial, a la televisión en el rincón, a mi abuelo cantando burum bum bum

Y menos todavía podía saber que ese partido, en el que todo estaba preparado para una fiesta celeste y blanca, reflejaría tan pero tan bien lo que pasaría en los siguientes años de mi vida. Porque ese mediodía, la puta madre, Argentina perdió 1 a 0.


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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran