martes, 13 de marzo de 2012

Cuadras y barquitos

Por Martín Estévez

Acá me duele. Acá y no quiero decírselo a nadie, ni quejarme, ni gritar. Acá, en las cuadras que caminamos los dos, en las noches que no perdimos, en tus tristezas. Me duele el momento en que algo empezó a salir mal y no supimos cambiarlo. Me duele tu voz tan neutral, me duele este viento que no nos silba ninguna canción. Me duele este segundo, y éste, y éste.

Me duele que esto no salga, me duele que escribir ya no me alivie. No sé si llorar con nadie es más verdad, pero debería serlo. Ver la pantalla borrosa de horror, de sonrisas humilladas por la realidad, de inmensa falta de consuelo. Desmoronado de a poquito, roto, destripado mi mundo y lo que tenía y lo que quería tener. Solo y pesado y apático, despreciable, gris.

Tantas palabras de mierda y tan inútiles, tantas palabras que no sirven para vivir. Tanto cemento, tanta pretensión y tanta nada. El cuchillazo de querer abrazarte. Pero vos allá, y yo acá. Todo tan mal. Hice un barquito para vos, y es de papel, y no navega, y se rompe. Lo hice para vos y me duele no dártelo, me duele verlo, me duele haberlo hecho.

Me duele no saber cómo empezar de nuevo, me duele no querer empezar. Encadenado a repetirme, a arruinarme, a insultarme de nuevo. Divorciado de mí. Áspero. Estúpido egocéntrico, lleno de violencia reprimida, y tan pero tan pero tan vulgarmente triste: no sos mucho más que nada. Corré a abrazarla o tené la humildad suficiente para aprender de este dolor tan insoportable, de estas lágrimas espesas, de este ahogo perpetuo. Y hacelo en silencio.

sábado, 10 de marzo de 2012

Vivir solo

Por Martín Estévez

Nunca pensé que iba a vivir solo. De chico me parecía algo inútil y aburrido. Mi plan era quedarme en casa hasta que me fuera a vivir con alguna novia y recién ahí transportar los siete mil comics a otra parte. Si eso no ocurría, manejaba dos opciones. Una era irme algún tiempo con mi primo Matías para compartir noches de fútbol, videojuegos y debates sobre dibujantes. La otra, construir otro piso más sobre la casa de Oliden y vivir ahí para siempre. Cualquier psicólogo barato podía darse cuenta, con esa referencia, de que mi salida exogámica (o sea, irme de una puta vez de la casa de mi mamá, y de mis tíos, y de mis abuelos, y de mis primos) tardaría bastante en llegar. Pero llegó. Y acá estoy. Viviendo solo.

Podría estar paseando desnudo por mi nueva casa. Podría salir ahora mismo, en pantuflas, y volver cuando se me cante. Podría llorar, o cantar canciones de Iván Noble. O mejor: canciones de Zambayonny, enteras y sin censurar ninguna puteada. Podría abrir un paraguas, decir víbora-víbora-víbora e insultar a Dios sin que nadie me lo reproche. Podría leer a Dolina o a Casciari hasta las seis de la mañana. Podría morirme ahora y nadie se enteraría, con suerte, hasta mañana a la noche. Sin embargo, estoy haciendo una de las pocas cosas que las personas hacemos estando solas para estar con los demás. Estoy escribiendo.

Si a los 16 años me hubieran mostrado el futuro y me hubiera visto así, exactamente como estoy ahora, me habría asustado. ¿Dónde están los hijos, dónde está la estabilidad? Y especialmente, ¿dónde están los siete mil comics?, me preguntaría a mí mismo. Tranquilo, Martín adolescente: no es para tanto. Es cierto que, a primera vista, esto impresiona un poco. Que en mi casita de 30 metros cuadrados no hay televisión, ni sillas presentables, ni lavarropas. Apenas esta vieja computadora sin Internet, un horno que se prende cuando quiere y mucho silencio. Muchísimo. Pero, con excepción del silencio, lo demás lo elegí yo.

Es espantoso ver cómo el tiempo te revuelve las ideas. Cómo un día te despertás con la necesidad imperiosa y sincera de ganar espacio, de decidir tus cosas, de irte a la mierda. La mejor frase que escuché sobre mí la dijo mi abuela Fanny, haciendo referencia a mi infancia: “Martín estaba siempre con alguien, pero siempre estaba solo”. Qué genia. Y a los 27 años, a decir verdad, las cosas no cambiaron demasiado. A los 27 años, creo, todos estamos juntando los pedacitos que quedaron de nuestros sueños para ver si alguno se acomoda a nuestro nuevo mapa, a nuestras nuevas rutinas, a ese ser adulto y un poco odioso en el que nos convertimos. A los 27 años todos estamos un poco desesperados; no tanto porque no encontramos lo que buscamos, sino porque no sabemos qué buscar.

Este silencio que me envuelve ahora, que me avasalla y por momentos me da escalofríos, me recuerda lo mucho que me gustaba cuando en casa se cortaba la luz. Era un momento en el que el mundo artificial, lleno de luces, de ruido y de imágenes televisadas, quedaba desnudo ante nosotros. Cuando se cortaba la luz a la noche, todos nos sentábamos alrededor de la única vela encendida y nos quedábamos en silencio. Un silencio que solo se rompía cuando alguien susurraba algo, siempre muy despacito, como si temiéramos despertar a los monstruos de la oscuridad.

Créanme que no tengo ganas de decir algo optimista, no hoy: no son días optimistas para mí. Pero me parece que, en algún momento de nuestra vida, todos necesitamos que se corte la luz, que se apague el mundo. Necesitamos quedarnos solos para darnos cuenta de que el monstruo en la oscuridad al que no queremos despertar en realidad somos nosotros mismos. Que casi siempre es nuestra voz tapada por la televisión y los ruidos, es nuestra sombra oculta debajo de bombitas de 60 kilowatts que no nos permiten susurrarnos una verdad en la oscuridad. Incluso en estos días tristes en las que no me conviene desafiar a mis sentimientos, sigo prefiriendo enfrentarme conmigo, con este ser odioso en el que me convertí, antes que gritar mentiras para no escuchar las cosas que me duelen. No hay hijos ni estabilidad, Martín adolescente, pero, si vos querés, los siete mil comics vamos a ir trayéndolos de a poco. Y por lo demás, no te preocupes, que, como le dijo Huck a Tom Sawyer, no vale nada lo que no nos cueste un poco conseguir.