domingo, 12 de agosto de 2012

El que no arriesga, no pierde

Por Martín Estévez

Son las 6:57 del domingo. Todavía es de noche y hace frío. Estoy caminando por calles desiertas buscando un café en el que pasen el partido de básquet entre Argentina y Rusia. Tal vez debería comprarme un televisor, pienso. Hasta hoy, no había dudado del innegable beneficio de no tener tele. Pero pasan las cuadras y lo único que cruzo son borrachines volviendo de bailar.

Encuentro una remisería con un televisor prendido y pienso seriamente en pedir un auto para dos horas después, quedarme a ver el partido y cancelar el auto cuando termine. Pero no: el mejor equipo de la historia argentina define la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos y la señora de anteojos tiene la tele en Crónica. Qué indignante.

Entro en la pizzería donde comíamos con Albert y Mati después de ir a la cancha de Racing y digo con entusiasmo: vengo a ver el partido de básquet. La rubia no entiende de qué le hablo y se encoge de hombros. En silencio, me siento en la mesa más cercana a la televisión. No hay nadie más en Las Carabelas.

El partido ya empezó; pido un café y medialunas sin perder tiempo. La tele es pequeña, está muy arriba y le da el reflejo de las luces, pero el problema es otro: el sonido. No hay sonido, y lo peor es que en la pizzería suena una especie de música funcional espantosa. Nocioni pelea un rebote con ferocidad mientras se escucha Phil Collins, o una porquería así. ¿Se podrá subir un poquito el volumen de la tele?, le pregunto a la rubia con mi mejor tono de súplica. No le ponemos volumen, responde con mala cara. Qué gentil.

Cuando Argentina pasa de ganar 27-21 a perder 27-33, y a la música de dentista barato se suma el ruido de los empleados pegándole a las milanesas, decido irme. Me doy vuelta para cancelar el pedido y ahí viene ella, la desalmada que no le sube el volumen a esta tele de mierda, con el café y las medialunas. Lo tomo rápido y me voy en el entretiempo, pienso.

¿Adónde voy a ir, si no hay nada abierto? La casa más cercana es la de Tati: 25 cuadras. Si espero el 562 un domingo a esta hora, voy a llegar para los Juegos Olímpicos de 2016. Mientras la primera mitad termina 38-40, internamente le agradezco a Tamara por las veces que me prestó su tele en horarios como éste.

Si me voy a quedar, tendré que inventarme una realidad: decido relatar el partido en mi cabeza, con los gritos de las tribunas y todo. No dejo de pensar en Pablo: hago todo esto para que él crea que me gusta el básquet. Ya miraba los partidos de la Selección una década antes de conocerlo, pero era para que la mentira fuera más creíble. Yo me pongo contento al reconocer un triple de Leo Gutiérrez por la posición de sus piernas; Pablo podría reconocer a Hernán Jasen por la posición de sus dientes.

Arranca el segundo tiempo y miro alrededor buscando compañía, una mirada cómplice, pero la indiferencia es avasallante. Recuerdo un texto de Hernán Casciari en el que cuenta que, cuando Racing salió campeón, estaba solo en un bar de España. Era de madrugada y, aunque había esperado ese momento durante una vida, terminó triste. Lo entiendo: yo esperé 11 años que el Piojo López volviera a Racing, y lo hizo horas después de que una novia me dejara para siempre. Otra vez pienso en Pablo: esperó 15 años que Dálmine subiera a Primera B, y horas antes supo que su mamá tenía cáncer. ¿Cómo estará Pato después de la sesión de quimioterapia del jueves?

Cuando Argentina lo empata en 44, mi festejo ya es grotesco. Los empleados notan que están en presencia de un chiflado. Claro que, si detesto el nacionalismo, no debería desear tanto un triunfo argentino. Veo la camiseta rival y entiendo que no es nacionalismo: Rusia me recuerda a mi abuelo Víctor. Jamás le desearía una derrota. Y si jugaran Las Leonas, por ejemplo, me importaría un rábano. Si estoy acá, sufriendo este triple en contra que nos deja 44-47, es porque estos pibes parecen buena gente y juegan como hubiera querido jugar yo. Y por Pablo, claro.

Terminé el café y las medialunas hace una eternidad. La emoción aumenta gracias al falso relato. Mi sensibilidad está en llamas y un simple rebote ganado por Argentina impulsa pensamientos existenciales: debería escribir más, debería hacer cosas que me gusten.

De golpe, el desarrollo del partido empieza a influir en mi vida. Cuando Scola mete un doble que nos deja 48-49, decido pedirme una semana de vacaciones para el mes que viene. Al ver a Prigioni defender con el corazón, me prometo no hacerme mala sangre por pavadas. Alguno postulará que este partido es una pavada. Ja. Puede ser que me importe por motivos ajenos al básquet, por problemas ocultos que no puedo resolver desde hace años. Lo que quieran. Pero no es una pavada, señora de anteojos de la remisería. De ninguna manera es una pavada.

Un tal Sasha Kaun les da tres de ventaja a ellos; mi abuela me explicó que tanto Sasha como Shura, en ruso, significan Alejandro. Nunca entendí cómo es que se traduce un nombre, pero cuando Mati dibujó a un luchador ruso le pusimos ese nombre, que en alfabeto cirílico se escribe muy parecido a wypa. Está claro: no me puedo concentrar en el partido.

Cuando los rusos clavan el 48-56 y Ginóbili pierde una pelota innecesariamente, descubro que tengo las manos como si estuviera rezando y las bajo rápido. ¿Habré estado mucho tiempo así? En un partido como éste, sería bueno creer en un Dios. O podría empezar, al menos, por creer en mí. En la pizzería suena una canción odiosa de Mandy Moore, una rubia que me gustaba cuando era chico. Había conseguido anular la música en mi cerebro, pero el resultado y mis recuerdos no ayudan. Me gustaría que mi vida fuera distinta, pienso porque sí y me angustio.

Scola pelea y consigue el 50-56, entonces decido que pelearé yo también para cambiar mi rumbo. Rusia saca once de ventaja: 50-61. Se nos está yendo la medalla de las manos. Y tal vez yo nunca pueda cambiar. Odio este lugar, esta mañana, odio mi vida.

Queda 1:16 para el final del tercer cuarto y Julio Lamas, que con esos anteojos se parece a Quino, arenga a sus muchachos. En mi imaginación, el entrenador cita a Dolina y les dice:

-Muchachos, el Universo es una organización perversa donde siempre ocurre lo que uno no desea y donde todo acaba siempre en tragedia. Las fuerzas del bien son minoría y el destino apoya descaradamente a los malvados. Así que no se preocupen, porque toda victoria es una traición.

En realidad, probablemente haya dicho:

-¡Marquen a Kirilenko, carajo!

Los instantes siguientes son casi un tratado filosófico. Con la rápida jugada de tres puntos de Manu, comprendo que en la vida no hay que dejar pasar el tiempo e intentar todo lo antes posible. Cuando Scola falla un tiro libre y Nocioni recupera la pelota con un rebote colosal, confirmo que los buenos amigos pueden ser nuestros salvadores. Facu Campazzo clava un triple tremendo a tres segundos del cierre y se me revela que la esperanza no es un artificio inútil, sino la fotosíntesis del alma.

Antes del último cuarto, Tati se despierta a 25 cuadras de distancia y me manda un mensaje para saber si estoy viendo. No sé qué le escribí, pero me respondió “tranquilo, che”. Exactamente dos segundos después, un mozo pasa cerca y me repite: “Tranquilo, muchacho”. Las manchas que me aparecen cuando me pongo nervioso deben estar pintando murales en mi cara.

La bandeja de Scola gira sobre el aro y entra. Nos ponemos 60-61 y siento que se viene otro triunfo épico. Ellos tiran libres que no pasan ni cerca, y entre Manu y Delfino empatan el partido en 64. ¡Ya los tenemos! De pronto, a 4:16 del final, Rusia toma ventaja de cinco: 66-71. ¡Marquen a Kirilenko, carajo!

Chapu Nocioni acierta un triple bestial y Manu, con 2:44 en el reloj, nos pone 72-71. Ya estoy sobre el mostrador, pegado a la tele. Me alegra haberme levantado temprano, y haber venido acá, y que los mozos estén al lado mío, un poco por interés en el resultado y otro poco para entender por qué alguien está gritando en una pizzería un domingo a la mañana.

Ellos empatan y Delfino tiene dos tiros libres infernales en sus manos. Por un momento, el juego de equipo se transforma en individual. Comprendo que aunque debemos agruparnos para cambiar el mundo a través organizaciones sociales y etcétera etcétera, a veces nuestras decisiones personales también son importantes. Dale, Cabeza, metelos porque si no el capitalismo no se acaba más. Adentro: 74-72 arriba. ¡Vamos la revolución!

Mi relato ya es en voz alta. Faltan 54 segundos y Rusia gana 76-75. Prometo cosas improbables en nombre del triunfo: olvidar viejos rencores, desencadenar a mi sombra, comprarme un cepillo de dientes nuevo. Ginóbili hace una jugada valiente, desprolija, y tira de espaldas al aro. Hay que tirar en la vida, viejo. Hay que poner el pecho como Manu. La pelota entra con suspenso y el mozo lo grita conmigo. Quedan 43 segundos y ganamos 77-76. ¡Por favor, Dios!

Pero, como sabemos todos, Dios no existe: en una ráfaga criminal Rusia mete cinco puntos y gana el partido 81-77. Así, como una cachetada invisible, sin pedir perdón y sin pagarme el café. Así, como esas felicidades que extrañamos sin haberlas sentido nunca.

Tal vez perder no esté tan mal, después de todo. Los que dicen que ése es el consuelo de los mediocres, no entienden nada. Los grandes derrotados no participan: arriesgan lo que tienen, se juegan los dientes para cambiar una realidad, exponen su piel ante los rayos ultravioletas del fracaso. Si alguien perdió mucho es porque apostó mucho y lo hizo sin promesas de éxito, sin el conformismo de los indeseables ni la resignación de los cobardes.

Son las 9 de la mañana de este domingo, que puede ser un domingo cualquiera o el domingo en el que arriesguemos el pellejo por un fin noble. Podría ser un lunes de lluvia, un martes ocupado, el jueves en que te despidieron del trabajo: cualquier día es el indicado para empezar a hacer lo que tenemos que hacer.

No esperemos señales cósmicas, tener más plata, que llegue el verano. No esperemos hasta las seis y media, hasta que ella nos quiera, hasta que él nos llame. No esperemos un momento mejor, porque no hay momento mejor que ahora. Cuando podamos hacer lo que queremos, tal vez ya no queramos hacerlo. Entonces, quedémonos con la tranquilidad de haberlo intentado a tiempo.

Caminemos a horarios extraños hasta encontrar lo que buscamos. Si no nos ayudan a hacerlo, hagámoslo nosotros mismos. Relatemos nuestra vida con ganas y sin miedo al ridículo. Las medallas y los resultados sólo les importan a los ganadores de siempre, a los que dibujaron esta realidad de injusticias justificadas y de personas durmiendo en la calle. Los que ganaron crearon un mundo triunfal pero lleno de sufrimiento y soledad.

Sólo una cosa más: los que pierden muchas veces ya no le tienen miedo a la derrota. Los ganadores, en cambio, andan con el maletín lleno, mirando con desconfianza, temiendo que la buena racha se acabe. Y ya se sabe que el miedo y la felicidad nunca juegan en el mismo equipo. Si alguien nos pide todos nuestros triunfos de cotillón, nuestros festejos pasajeros, las medallitas que acumulamos para satisfacer nuestro ego a cambio de un rato, un instante, un segundo de felicidad libre y valiente, aceptemos sin dudar. Seguro, pero seguro, salimos ganando.