martes, 31 de diciembre de 2013

Esquinas

Por Martín Estévez

A los seres humanos nos adjudican un montón de pavadas como propias: un número de documento, título secundario, grupo sanguíneo, antecedentes penales, la tarjeta SUBE, y hasta nombre y apellido. Pero hay algo mucho más importante que no figura en ningún registro civil: nuestras esquinas.

Todos tenemos esquinas propias, que nadie nos puede robar, que marcaron nuestras vidas más que las vacunas que nos inyectaron. Mi primera esquina la conseguí en 1996: es la intersección de Molina Arrotea y 24 de Mayo, en un barrio (parecido a todos los barrios) de Lomas de Zamora.

Ahí quedaba la Escuela 29, en la que hice de 1º a 9º grado, pero no me apropié de esa esquina hasta 7º, cuando al salir de clase nos sentábamos con Mauro (el mismo que nombro en “Y él respondía nada”) a ser amigos. Hay personas que se juntan para conversar sobre programas de televisión, para tomar café, para contarlo en Facebook, para desahogarse. A mí me gusta juntarme con las personas para ser amigos.

La orden en mi casa era no volver de noche, así que en verano me sentaba unas cuantas horas sin problemas. Pero en invierno, como salíamos a las 17:30, anochecía enseguida y yo terminaba corriendo las diez cuadras que separaban a la escuela del caserón de Oliden.

En Molina Arrotea y 24 de Mayo di mi primer beso, me puse de novio, bailé el vals en Navidad, me junté con amigos hasta los 17 años y esperé a una morocha para abrazarla hasta los 22.

Mi segunda esquina tardó en aparecer. Para los que estén interesados en adquirirla, es la de Darregueyra y Santa Fe, en Palermo. La hice mía entre 2007 y 2009: todas las noches salíamos con Pablo de la revista Fox Sports y caminábamos hasta ahí. Él, porque por esa esquina pasaba el micro Chevallier que lo llevaba a Campana, donde cenaba, dormía y hacía el amor con Marina. Yo, porque ya no tenía morocha que abrazar y, especialmente, porque me gustaba juntarme con Pablo para ser amigos.

Mientras esperábamos que llegara el diferencial, hablábamos de nuestros problemas más catastróficos y de las pelotudeces más atómicas. Y siempre que él se ponía contento, porque asomaba el Chevallier, yo me ponía triste, porque asomaba un regreso de dos horas en absoluta soledad.

¿Qué otra esquina me cambió la vida? Ya sé: la de Kurth y Polonia. A dos cuadras, en un barrio de Llavallol al que los GPS llamarían “zona peligrosa”, vivió una de mis mejores novias. Yo me tomaba el 562 y tenía que bajarme ahí. Y, si era de noche, caminar lo más rápido posible para que no me afanaran hasta llegar a su calle de tierra, hasta su puerta, hasta sus brazos.

Lo mejor pasaba a las siete de la mañana del día siguiente: nos despertábamos por culpa del motor del auto de un vecino, tomábamos unos mates y nos íbamos, claro, hasta Kurth y Polonia, a esperar un colectivo que la acercaría a ella hasta el trabajo. A esa hora, ya sonaba cumbia en los monoblocks de enfrente. Nunca se lo dije, pero me encantaban esas mañanas de 2010, tan barriales, tan Llavallol, tan nosotros. Cuando Tamara tomaba el colectivo, yo cruzaba y, también en Kurth y Polonia, esperaba el 562 que me llevaría de vuelta a casa.

En los últimos tres años conseguí tres nuevas esquinas que quisiera que figuraran en el libro azul de mi vida. Y, si no hay un libro azul con todas las verdades del Universo, al menos nombrarlas en este blog.

En 2011 me volví fanático de Las Piedras y Luján, callecitas de Lanús. Casi no hacía otra cosa que tomarme el 74 y espiar la numeración de Luján, porque tenía que bajarme al 2200 para ir a la casa de Eugenia o Melisa, compañeras de teatro a las que nunca me pude sacar de encima. De hecho, como tengo mala memoria, durante años Melisa figuró en mi celular como ‘Meli 2200’ para saber dónde bajarme.

La casa de Eugenia era el punto de reunión antes de alguna salida, para merendar escones, soñar con nuestra compañía de teatro o contar tristezas. Ir a lo de Melisa sigue siendo una salvajada emocional: casi no hay vez en la que, al irme de ahí, alguno de los dos no sienta que le cambió la vida para siempre.

Mi esquina favorita en 2012 fue la de Sirito y Palos Borrachos, donde vive la gloriosa familia de Leandro, una de las cinco personas que más quiero. La casa es tan chica y tan grande a la vez: entran ahí una farmacia enorme, un piano que el adolescente hermano de Leandro toca con maestría, decenas de plantas, centenas de libros, un garage, un padre que lee esos libros en el garage, comidas que no probé en ningún otro lugar y un televisor.

El dato del televisor no es menor: como yo no tengo, cada vez que hay un evento deportivo que me interesa, la familia de Leandro se agarra la cabeza. Sabe que a las 8 de la mañana yo tocaré timbre, él preparará té de manzanilla y nos dispondremos a ver Federer-Del Potro como si estuviéramos en las tribunas de Wimbledon.

Ya sé que, mientras leen, todos están pensando en cuáles son las esquinas importantes de su vida, pero déjenme terminar. La sexta y última que quisiera que filmaran si alguna vez me hacen un homenaje en televisión es la de Alsina y Fonrouge. Como vivo a dos cuadras de esa esquina, por la que pasan el tren y un montón de colectivos, este año pasé más tiempo ahí que durmiendo. De verdad, hice la cuenta.

De hecho, mientras escribo este texto, estoy esperando un mensaje que diga: “Estoy yendo para allá”. Eso significa que por milésima vez tengo que ponerme las ojotas y caminar hasta Alsina y Fonrouge, donde un colectivo o el tren depositarán a alguna chica linda que no quiere caminar sola, o a algún chico lindo que no conoce el barrio. Es más: “Te espero en Alsina y Fonrouge” es el único mensaje predeterminado que tengo en el celular.

Perdonen que termine este texto de golpe, pero acaba de llegar el mensaje y tengo que salir corriendo para la esquina. No sea cosa que, por llegar tarde, me pierda mi primer beso, un abrazo de Pablo o al hermano de Leandro dando un concierto de piano debajo del semáforo.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Duhalde, mi buen amigo

Por Martín Estévez

Esta historia, como todas las que escribo, es verdadera. Por suerte existen varios testigos, porque un texto en el que converso personalmente con Eduardo Duhalde invita a la sospecha de que les estoy mintiendo a todos. Pero insisto: esta historia es verdadera.

Es el año 1996, tengo 12 años y, después de la clase de educación física (de 8 a 9 de la mañana, en contraturno) con los pibes nos vamos a jugar a la pelota al parque de Lomas. En esos años, en la pista de atletismo del parque aterrizaba una vez por semana un helicóptero que transportaba a Duhalde.

(Duhalde, para los que no lo saben, fue gobernador de Buenos Aires en los peores años de Buenos Aires, que son casi todos. Y presidente argentino en 2002 y 2003. Duhalde era malo en serio: corrupción, narcotráfico, cosas que casi todos sabemos pero no podemos denunciar por falta de pruebas).

Nosotros, más por aburrimiento que por convicción política, nos colgábamos del alambrado que rodeaba a la pista y empezábamos a insultar a ese señor cabezón. Sí: una vez por semana, cinco o seis pibes de 12 años cantábamos canciones para faltarle el respeto al gobernador de la provincia.

Uno de esos miércoles, ya cerca del mediodía, mientras entonábamos “¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”, una persona se acercó por nuestro costado ciego. “¿Hay algún problema?”, preguntó enojado. Era uno de los hombres de seguridad del gobernador y tenía un bastón en la mano.

Lautaro, Claudio y el resto se quedaron mudos. Yo respondí lo primero que se me ocurrió: “Es que estamos enojados, señor –le dije con cara de nomepegue, porque si en nuestra escuela no hacen aulas, todos nosotros vamos a tener que separarnos”.

No se entendió mucho, pero el tipo nos miró interesado. Eso me envalentonó: “El año que viene deberíamos ir a octavo grado, pero en nuestra escuela nunca hicieron aulas y ya nos dijeron que nos busquemos otra porque todos no entramos”.

El hombre guardó el bastón y nos dijo que escribiéramos una carta para “el señor Duhalde” contándole el problema, y que él mismo se comprometía a alcanzársela durante el miércoles siguiente para ver si “se podía hacer algo”.

Nosotros estábamos tan contentos por no haber terminado presos que esa misma tarde le contamos la historia a la señorita Gladys (sin la parte en que nos colgábamos a insultar, claro). Ella propuso que todo el grado escribiera la carta. Una semana después, estábamos de nuevo en el parque, sin insultos pero con un sobre en las manos. El guardia nos reconoció enseguida y se acercó a buscar la carta. Lo vimos: luego fue caminando directo hacia Duhalde y conversó con él.

-Dice el gobernador que vengan el miércoles que viene con la directora de su escuela. Quiere hablar con ella –nos pidió.

Dos semanas después de putear desde el alambrado, la directora, la vicedirectora y cinco de nosotros estábamos parados al lado del helicóptero, frente a Duhalde. El tipo, lo juro, era más bajo que yo, que tenía 12 años. Un enano con cara de hijo de puta que enseguida nos prometió que en los próximos días iba a ordenar la construcción de aulas nuevas en la Escuela Nº29.

El día que llegó la confirmación a través de un comunicado del Ministerio de Educación, juntaron a los estudiantes de la escuela y les contaron que, gracias a nuestra “preocupación y esfuerzo”, todos podrían terminar los nueve años de la primaria en la 29. El patio entero estalló en aplausos. La secretaria, María Ángela, nos miraba emocionada, como diciendo: “Con chicos así, el mundo tiene esperanzas”.

Empezamos octavo grado en la biblioteca, claro. Las obras se demoraron y recién para mitad de 1997 terminó la construcción de las aulas. Al final egresé de la Escuela 29 sin pena ni gloria, sin viaje de egresados ni amigos para siempre.

La historia no parece tener moraleja, aunque podemos inventarle tres. La primera es que muchos de los aplausos más efusivos que recibimos en la vida no los merecemos. O los merecemos por otros motivos: fue injusto que nos aplaudieran por una “preocupación” y un “esfuerzo” que nunca demostramos; pero tal vez merecimos los aplausos por la creatividad en un momento complicado; y por seguir la historia hasta el final, como siempre hay que seguir las historias.

La segunda moraleja es que, aunque Duhalde puede ser confundido en este relato como un político sensible y solidario, en realidad reafirma sus peores cualidades: la 29 se salvó porque a un tipo de seguridad le caímos bien, pero muchas escuelas terminaron sin aulas y devastadas por un sistema educativo nefasto impulsado por él.

Y la última conclusión es que, desde los 12 a los 29 años, de tanto cambiar no cambié más: este año, en otro parque, con otros pibes, cantamos una canción mientras pedíamos justicia para Darío Santillán y Maxi Kosteki, luchadores asesinados durante la presidencia de Duhalde  en 2002:

–“¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”.