Por Martín Estévez
La vista iba camino a ser uno de
los grandes traumas de mi vida. Hacía bastante tiempo que no veía el pizarrón
desde lejos, así que a los 13 años empecé a usar anteojos. Nada liviano: 1.5
grados de aumento.
Tati decía que a mi edad la vista
se corregía, que por ahí los usaba un tiempo y no los necesitaba más, pero yo
ya sospechaba que mi nariz nunca más iba a estar libre. Lo peor llegó meses
después. Cuando volví al oculista (o al oftalmólogo, como se llame), un hombre
frío y cruel, el doctor Amenta, me dijo con cara de nada:
-Esto
empeoró mucho. Te fuiste a 2.5 en cada ojo. Y tendrías que haber venido antes:
el control es cada tres meses y pasaron nueve. Acá está la receta para los
anteojos nuevos.
“Esto”, cínico doctor,
eran mis ojos, uno de los tres sentidos más importantes que tenemos los seres
humanos. Me contuve y cuando salimos del consultorio, frente a Tati y Gaby, me
largué a llorar.
-Ya
está, negrito –me decía Tati con tristeza-. El
hijo de Isabel tiene ocho en cada ojo y es más chico que vos, así que lo tuyo
no es tanto.
-No
lloro por eso –le dije-. Lloro porque el forro
del doctor tenía razón: ¡tendría que haber venido hace seis meses!
Hoy entiendo que, aunque tal vez
Amenta tenía razón, con la razón no alcanza: hay que tener algo más en la vida.
Sensibilidad, tacto, dedicación por lo que hacemos, ¡compasión al menos! Todo
eso que le faltaba al tibio de Amenta, le sobraría después al doctor Moldes.
Volví al oculista a los tres
meses. Amenta estaba de vacaciones y me atendió otro tipo. Alto, algo amanerado, con poco pelo y bigotes: el doctor Juan Antonio Moldes.
¡Ay, dios, escucho su nombre y ya se me llena el corazón!
Moldes era oftalmólogo, pero si
hubiera sido motivador de personas condenadas a muerte también le habría ido
bien. En diez minutos de visita me cambió la cabeza:
-¡Pero
qué bien están estos ojos, Martincito! –gritó después del control de
rutina-. ¡Perfecto, la miopía no avanzó
ni un centímetro! ¡Tenemos que seguir así, Martincito! ¡Tenemos que seguir así,
eh!
“Tenemos”, dijo Moldes. El tipo
vio en mis ojos no sólo el nivel de enfermedad, sino también el terror que tenía a una mala noticia. Se puso la camiseta del paciente, se puso mi camiseta
y gritó con euforia: “¡Tenemos que seguir así!”.
-La
última vez empeoré mucho –le conté-, así que
ahora estoy comiendo más zanahoria y viendo menos televisión a la noche.
-No la
fuerces, Martincito –me dijo bajando la voz y se acercó-. Lo que tenés que hacer es no forzar la vista. Cuando la sientas
cansada, dejala descansar. Ah: y volvé dentro de tres meses.
Salí del centro de ojos (queda en
Alsina al 200, Banfield, por si alguno lo conoce) sonriendo y cantando Fito
Páez. Y a partir de ahí comenzó una constante: cada vez que iba, el doctor
Moldes me decía cuándo volver, pero yo aparecía antes. Si me pedía “vení en
tres meses”, yo volvía en dos. Si me decía que lo visitara en seis, yo estaba
ahí en apenas cuatro. Es que visitar a Moldes me encantaba, me levantaba el ánimo. Incluso
trataba de ir cerca de Navidad para desearle felices fiestas y darle un abrazo.
Casualidad o no, durante más de diez años mi vista casi no empeoró. No sé cuántas veces habré ido a verlo, pero
seguro fueron más de cuarenta. Durante el control me hacía leer números, aunque en un momento ya no me hacía falta mirar: me los sabía de memoria. De hecho,
todavía los sé. Las dos últimas líneas, por ejemplo, eran:
9 6 7 6
7 4 2 9
Se los juro. Igual, jamás le
mentía. Si veía borroso, le aclaraba: “Sé que dice 7-4-2-9, pero no lo veo
bien”. Entonces Moldes usaba otra forma de examinarme.
Fuimos perdiendo la formalidad y
nos contábamos cosas de nuestra vida. Hasta me enteré de que tenía un hijo hincha del
Valencia de España, como yo. Me gustaba pensar que me trataba así porque era su
paciente preferido, pero sabía que no. Sabía que trataba así a todos, que no lo
hacía por favoritismo sino por generosidad: el doctor Moldes deseaba que las
personas fueran más felices y hacía lo que estaba a su alcance por
lograrlo.
Cuando yo tenía unos 24 años, dejó
de atender a pacientes que tenían OSDE. Fue un golpe duro, pero lo tomé
como el fin de una etapa. Como homenaje, decidí comprarme lentes de contacto,
algo con lo que él siempre me insistía y a lo que yo me negaba.
Ahora que soy profesor, me doy
cuenta de que lo más importante para entusiasmar a los chicos de la secundaria
lo aprendí del doctor Moldes. Me enseñó que jamás hay que decirles “esto
empeoró mucho” señalando sus faltas de ortografía; ni preguntarles “¿esto es lo
mejor que se les ocurrió?” cuando presentan una idea para un cortometraje. Hay que poner en juego la
sensibilidad, el tacto, la compasión. ¡El alma hay que poner!
-Sí,
tenés setecientos errores de ortografía, como elejir, que se escribe con “G” –le decía a Facu
Szeinkop en El Rancho, escuela de Turdera-. ¡Pero
qué hermosa te sale la jota! ¡Es la mejor jota que vi!
Y Facundo, en vez de frustrarse
porque lo llenaba de reproches, al siguiente trabajo se la pasaba buscando
palabras con jota para lucirse. Y eso no sólo servía para motivarlo, sino que
lo obligaba a pensar bien qué palabras usar. Se me ocurren pocas formas mejores
que esa para sumar herramientas literarias.
-La
verdad es que este grupo funciona bastante mal, no se juntan nunca y siempre se
quejan de todo –les remarqué anteayer a Brenda y Sofía en la Escuela 37 de Lomas-. Pero ustedes vinieron a la reunión un día de
lluvia a las ocho de la mañana. ¡Son unas genias!
Hace bastante quería escribir
sobre el doctor Moldes, pero lo hago justo hoy, minutos después de una derrota de Racing: 1-3 contra Lanús en Avellaneda. ¿Qué tiene que ver esto? Que pensé en él
durante el retorno hasta mi casa. Intenté pensar como él para aliviarme.
-Sí,
perdimos otra vez y el árbitro nos afanó de nuevo, Martincito –imaginé su voz en
mi cabeza-. ¡Pero qué golazo hizo
Centurión! ¡Cuánta gente fue a la cancha! ¡Qué noble es ser de Racing,
Martincito, qué noble!
Después me acomodé los anteojos y, la
verdad, me sentí menos triste.
Si este mundo tuviera muchos Juan Antonio Moldes –pienso ahora- no harían falta antidepresivos, interconsultas
médicas ni renuncias de directores técnicos. Yo no sé qué será de su vida, de
hecho ni siquiera sé si está vivo, pero si alguno de ustedes lo conoce o se
atiende con él, le pido que la próxima vez que lo vea le dé un abrazo sentido y
lleno de cariño. Y no le digan que es de mi parte, eh, nada de eso: díganle que
es de parte de la humanidad.