sábado, 10 de enero de 2015

Los Chakales 1 - Borges 0

Por Martín Estévez

No digo nada. Cierro la boca. No opino. Y, si estoy forzado a opinar, tiro una evasiva. Me refiero a las adolescentes fanáticas de One Direction, Justin Bieber o La Piedra Urbana. De los pibes que se la pasan jugando a la PlayStation, aprendiéndose letras de reggaeton o formando club de fans ridículos. No es que no piense nada sobre ellos, pero estoy obligado a callarme. ¿Qué quieren que diga? ¿Que son tontos? ¿Que pierden el tiempo? ¿Que así nunca van a llegar a nada? ¿Cómo carajo puedo criticarlos si yo... si yo...? Ay, dios mío... Si yo era fanático de Los Chakales.

Supongo que ustedes no saben cómo funciona este blog, pero mi idea es contar tres historias de cada año de mi vida. Este texto corresponde a 1997, año para el cual tenía una sola palabra anotada en la puerta de la heladera: "Borges". Yo quería contar con orgullo que a los 13 años ya había leído Ficciones y El Aleph, libros que le había pedido especialmente a Tati. No sólo que los había leído: que se los había recomendado a mi primo Matías, y que a él también le gustaron, y que terminé regalándole uno de los dos.

Quería contar que leía a Borges, pero es mentira. La verdad es que si en 1997 estuve, con suerte, diez horas leyendo a Borges, le dediqué veinte veces más tiempo a Los Chakales. ¡Ay, carajo! No era sólo ver Tropicalísima y TropiHits los fines de semana, o comprar revistas sobre cumbia (¡revistas sobre cumbia!) cada mes: todos los días, al mediodía y a las siete de la tarde, por un canal que ya no existe llamado TVA, miraba una hora de un programa intragable para esperar los dos minutos y medio por reloj (cortaban los temas donde fuera) que les dedicaban a Los Chakales. Y encima los grababa.

No tenía gollete, en serio: ni siquiera tocaban en vivo. Hacían playback, siempre en el mismo estudio, siempre de las mismas canciones y, como los Simpsons, siempre con la misma ropa. ¡¿Para qué los grababa, la puta que me parió?! Me acuerdo y me quiero pegar un fierrazo en la cabeza. ¡Horas de tu vida, Martín! ¡Horas de tu vida perdiste en esa pelotudez!

Me sabía los pasos de cada canción, el autor de cada letra, ¡hasta me hice trencitas en el pelo como el cantante! Déjenme, déjenme seguir contando, tengo que sacarme todo esto de encima: firmaba en el colegio como el Chakal de Lomas y pedía que me llamaran "Julito", como el líder de la banda. 

En el cumpleaños de 15 de Gaby me comporté como debe comportarse un hermano de 13 años: conversé sobre fútbol y no bailé ningún tema. Hasta que pusieron Vete de mi lado: entonces, mi torpe cuerpo no evitó la tentación, en camisa, corbata y frente a cien invitados, de bailar como un poseído. Por suerte, como en TVA, la canción se cortó a los dos minutos y medio y volví avergonzado a la mesa.

No exagero: los habré visto unas trescientas veces (sí: trescientas veces) hacer lo mismo. Un conductor ignoto gritaba: "Con ustedees... ¡Loos Chaaakalessss!"; ponían algunas de sus tres o cuatro canciones conocidas; ellos fingían que tocaban; las chicas de la tribuna coreaban "¡Y dale dale dale dale Cha-ka-les!"; y todo terminaba. Yo apretaba stop en la videocassetera y me quedaba lo más tranquilo. Lo más emocionante que podía pasar, se lo comentaba a Gaby:

-¡Mirá, hoy Toto salió con una guitarra de juguete en vez de una de verdad!

O tal vez:

-Qué raro que no está Juampi... ¿se habrá ido de la banda?

"Toto" y "Juampi", la puta que me parió. Me acuerdo los apodos de dos pibes que tocaban (¿tocaban?) hace 17 años en Los Chakales, pero no me acuerdo el día del cumpleaños de Lucía, y muchísimo menos de los títulos de los cuentos de Borges.

¿Y saben qué es lo peor de esto? Que no estoy arrepentido. Que no creo que ser un fanático descerebrado de Los Chakales me haya atrofiado el cerebro. Es más: creo que, a los 13 años, era una de las mejores cosas que podía hacer.

Si hubiera leído doscientas horas a Borges, y hubiera visto diez de programas de cumbia, creo que estaría asfixiado de literatura, harto de sobriedad, o peor: me creería superior al resto. Pero no: por suerte fui un pelotudo, como hay que serlo un poco a los 13 años, y soñaba con verlos en alguna de esas bailantas que, en aquel momento, me parecían tan peligrosas como el infierno. Pero, por escuchar Ay de mí en vivo, hubiera soportado los pinchazos de algún demonio de segundo orden.

Hoy, a escondidas, escucho a Los Chakales de vez en cuando, y me alegra haber vivido esa etapa tan ridícula. Ojalá hubiera hecho lo mismo después. Porque a los 17, 18 años ya me volví serio, correcto, aburrido. Si hubiera hecho lo que correspondía, si me hubiera comportado conforme a mi edad, hoy no estaría vestido como adolescente, no trataría a los adolescentes como iguales y, especialmente, no estaría a punto de irme con dos semi-adolescentes a andar en bicicleta hasta cualquier lugar con un casco parecido al de los Power Rangers para armar una carpa, dormir a la intemperie y contarnos cosas que nos duelen.

Así que ya saben: a mí no me rompan las pelotas con que ahora los adolescentes son estúpidos, ni me pidan que les aconseje un libro de Nietzsche para leer. A los adolescentes hay que dejarlos equivocarse, ser fanáticos, rebeldes y molestos. Hay que dejarlos vivir. Y, cada tanto, preguntarles por algún tema bueno de One Direction, pedirles que nos presten la Play o por ahí que nos canten un reggaeton. No sea cosa que, por hacernos tanto los adultos, nos estemos perdiendo algo bueno.