jueves, 31 de diciembre de 2015

El día que salvamos a Racing

Por Martín Estévez

Las personas necesitamos grupos de pertenencia. Sentir que somos parte de algo. Es una de las ideas básicas de la psicología. Los amigos, la escuela, el trabajo, el barrio o hasta nuestro signo del zodiaco nos hacen creer que tenemos puntos en común con otros y nos evitan la tristeza de estar solos. Mi principal problema en 1999 era que tenía un solo grupo de pertenencia: Racing. No, no. Miento: el principal problema era que Racing había dejado de existir.

Era gordo, anteojudo, usaba aparatos fijos y pelo largo. No tenía amigos. Había terminado 9° grado y empezaría el Polimodal en otra escuela. Mi primo Matías ya tenía 19 años e iniciaba su vida de adulto. Yo estaba solo. Por eso Racing era tan importante para mí: ocupaba mi tiempo libre, me permitía escapar mentalmente de mi habitación y pensar en Avellaneda, compartía con un millón de personas el deseo de que once tipos patearan bien. Hoy puedo explicarlo, así que cuidado los que estén orgullosos de que su hijo es fanático de un club: lo está usando para tapar vacíos.

En aquellos tiempos, Racing venía para la mierda: 33 años sin ser campeón y muchos problemas económicos. El cuchillazo llegó el 4 de marzo. Liliana Ripoll, que manejaba las cuentas del club, dijo ante las cámaras “Racing Club Asociación Civil ha dejado de existir”. Ay ay ay, pensé yo. ¿Y ahora?

Lo que siguió fueron días legendarios: conmoción en distintos sectores sociales, hinchas llenando un estadio en donde nadie jugaba y presión hasta que reabrieron el club. El problema era que Racing debía 32 millones de dólares y, de algún lado, esa plata tenía que salir.

Yo, que había viajado hasta Rosario para acompañar al equipo cuando volvió a jugar, no podía quedarme de brazos cruzados. Y enseguida entendí cómo ayudaría.

Se había abierto una cuenta bancaria para depositar plata y ayudar a pagar las deudas. Como ningún dirigente era confiable, se hizo a nombre de dos ídolos del club: Gustavo Costas y “Teté” Quiroz. No solamente decidí invertir casi todo mi capital ($10), sino que, durante varios días, me acerqué uno por uno a mis nuevos compañeros de escuela para explicarles la situación y pedirles una colaboración.

Tuve buena recepción: entre moneda y moneda, juntamos $9,66. Para que tengan una idea, con esa plata podrían haber comprado 96 bolsas de palitos salados, que salían $0,10. Pero apostaron por Racing. Sinceramente, me sentí un poco conmovido.

El 23 de abril entré por primera vez a un banco, encaré al cajero del Bank Boston y le dije:

Vengo a depositar esto a la cuenta 012-02766705.

“Esto” eran 133 monedas, incluyendo las 56 de un centavo que donó Marcelo. El  cajero puso mala cara.

Es para Racing –le dije.
¿Cuánto hay? –me preguntó.
Diecinueve con sesenta y seis.

Ni las contó. Sonrió, llenó un formulario, me dio el comprobante y me deseó buen día.

Aquel año de Racing no fue sencillo: en los siguientes siete meses perdió 3-0 contra Estudiantes, 4-0 contra Boca, 4-0 contra San Lorenzo, 4-0 contra River, 4-0 contra Cruzeiro y 7-0 contra Palmeiras. Sí: 7 a 0.

Para no aburrirlos más, les resumo: la historia tuvo doble final feliz. Racing tardó doce años, pero en 2010 terminó de pagar su deuda y su existencia dejó de correr peligro. Y yo, durante aquel 1999, conocí a Nicolás, Lucas, Marcelo y Juan Manuel, y formé mi primer grupo de amigos.

¿Por qué cuento todo esto? Porque soy agradecido; y creo que este es el mejor homenaje que puedo hacerles a esos compañeros, casi todos hinchas de otros clubes, que vieron en mis ojos una súplica irresistible. Que entendieron que, si moría Racing, ese chico de 14 años se quedaba sin grupo de pertenencia.

Estoy seguro, segurísimo, que sin esos $19,66 que juntamos, Racing no hubiera subsistido. Que la situación, en un momento, era angustiante. Muy angustiante. Que los números no cerraban por ninguna parte y que todo dependía de la palabra del juez que llevaba la causa. Que el juez dependía de un contador. Que lo que el contador le dijera al juez dependía de la cantidad de plata que hubiera en esa cuenta. Y que, cuando el contador pidió el saldo, gracias a nosotros, en vez de ver la pequeñísima suma de “$1.999.980,34”, vio un inmenso “$2.000.000”, llamó al juez y le dijo:

Tranquilo, doctor: Racing Club Asociación Civil puede seguir existiendo.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Primeros años sin mi abuelo

Por Martín Estévez

Mi abuelo era una persona bastante normal, lleno de cosas buenas y de cosas malas. Hoy cumpliría 90, pero a los 84 se me murió entre las manos. Se me murió durante seis meses. 

Mi abuelo se llamaba Víctor y su nombre me dolía, porque se me murió y yo no sabía qué era la muerte. La aprendí toda entera, toda junta, cursé las 30 materias de la muerte en un semestre al lado suyo. Pensé que sólo lloraba por su muerte yo, que era todo Víctor. Pero no, por suerte no. 

Lloraba por otras cosas, porque me dolía mi vida, y encima ahora era mi vida sin él y con la muerte. Pero ya no me duele. Ya no me duele mi vida, porque la encontré. 

Lo lagrimeo, sí, ahora mismo. Si le miro los ojos en las fotos me los acuerdo tan fuerte, tan raro, tan Víctor. Tan callado y tan europeo, un poco polaco y un poco ucraniano, tan difícil y con esa risa tan risa. Tan normal, tan persona, tan lleno de buenas y de malas, con casi nada especial. 

Sólo tal vez haber construido una casa entera con sus manos, una casa y media con sus manos, durante años y fríos y lastimaduras y hambre y barcos y nieve. Toda una casa y media con sus manos para que yo pudiera acomodar ahí mi infancia, mis historietas, mis diarios de Racing, mis desamores.

Tan humilde (lamento que esas cosas no se hereden) para hacerme sentir que ese mundo que se había construido escapando del dolor, del autoritarismo y de las hermanas muertas por defender ideales, que esa casa a la que le metió tanto ladrillo, cemento y amor, era también mi casa. 

Te guardo acá, gordito lindo. En mi memoria.