jueves, 25 de agosto de 2016

Qué hacer si gustás de tu amiga

Por Martín Estévez

—¡Andá y metele un beso de una! ¡Y listo!

Gastón lo dice como si fuera fácil, como si no fuera peligroso, como si no corriera el riesgo de comerme un cachetazo tremendo por desubicado. 

Es febrero de 2001 y estamos en Mar del Tuyú. Gastón es novio de mi hermana Gaby, que ya había dado su opinión:

—Tenés que tener paciencia, ir despacio. Si ella te quiere de verdad, al final van a terminar juntos...

Gastón es hombre, Gaby es mujer y sus opiniones son bastante típicas de cada género. De lo que estamos hablando es de Rosana, que es mi amiga pero me gusta. Me di cuenta hace dos meses, en un balcón, y ella ya lo sabe. ¡Fui tan torpe! Le dije que tenía un secreto para contarle y, días después, se lo conté... ¡por teléfono! Torpe no: fui un cobarde. Un cagón. 

Resultó un desastre. Me dijo que sólo quería ser mi amiga y terminé llorando como una rana durante 24 horas. Me acuerdo patente: fue la noche del 11 de enero y pasé el día siguiente deambulando, desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche, por cualquier lugar. Lloré en la calle Colombres, en el Velódromo de Lomas y en su puerta.

Días después, volvimos a hablar y Rosana me pidió tiempo, porque estaba confundida. Y así estamos desde hace un mes. Yo la invité a estas vacaciones, donde estoy con Gaby, Gastón y Tati, pero dijo que no, que mejor no. Será porque le gusta un poco otro (ese tal Hernán) o porque no le gusto tanto yo. No lo sé. La vida es una mierda.

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Hago una pausa para decir que creo en la amistad entre el hombre y la mujer. ¿Sólo en caso de que uno no guste del otro? Todo lo contrario: es necesario que nuestras amigas y amigos nos gusten un poco. Lo digo en serio.

Si pasamos mucho tiempo con una persona, tiene que ser agradable mirarla. Me resulta imposible una amistad sin ese detalle fundamental. No me imagino compartiendo horas, charlas y mates con un tipo al que le salen muchos pelos de la nariz, o con una chica con flequillo. Esa gente no me seduce. Aunque suene superficial, confieso que elijo a mis amistades, primero que nada, por su belleza.

Antes de que algún susceptible empiece a los gritos, aclaro que no considero a la belleza una cualidad física, sino una construcción cultural. Con un cuerpo idéntico, podemos construir a alguien muy feo o a alguien hermoso. Es cuestión de estética, de modales, de vocabulario, de formas, de ideología. Y, especialmente, de gustos personales.

A mí, por ejemplo, Leandro y Andrey me parecen lindos. No tendría relaciones sexuales con ellos ni mamado, pero me gustan un poco. Y todas, pero todas las amigas que he tenido, tuve y tendré, también. Pienso ahora que la lejanía con mi amigo Pablo no comenzó cuando él se fue vivir a Campana; empezó cuando se hizo un peinado aburrido que no me gustó. 

¿Por qué, entonces, no somos pareja de nuestros amigos? Porque nos gustan, pero no lo suficiente. Nos gustan sólo un poco. Con un amigo podemos pasar una tarde, tal vez un fin de semana en carpa, hasta un mes viajando por el corazón de África; pero nos resulta insoportable pensar en dormir todas las noches, y para siempre, al lado de esa persona.

En general, los hombres heterosexuales niegan que sus amigos les parezcan lindos. Lo mismo pasa con las mujeres y sus amigas. Hasta ahí, no surge ningún problema. En cambio, las posibles amistades entre hombre y mujer siempre tienen falsedad o tensión. Existen tres casos.

■ 1) Uno finge ser amigo del otro, pero su deseo es revolcarse entre los yuyos o amarlo para siempre. Ahí hay falsedad.

■ 2) Uno finge ser amigo del otro porque antes compartieron un grupo de amigos. Pero en realidad, como no se gustan, cada vez que se juntan no ven la hora de salir rajando. Otra vez, falsedad.

■ 3) Los dos encuentran algo lindo en el otro, casi siempre están de acuerdo con lo que dicen, hasta consideran divertida la forma de caminar del otro. No soportarían ser pareja, pero tampoco les daría asco darse un beso. Ahí está la tensión. Ahí está la amistad.

Cuando los dos están en pareja, no hay problemas, porque novios y novias suelen derrotar por goleada a los amigos. Una novia acumula requisitos: te calienta, le lavarías las medias sin quejarte y te gusta mirarla cuando está con vos. La mayoría de las personas, en cambio, cumplen uno solo de esos puntos:

si alguien sólo te calienta, lo que querés es manosearlo;

si a alguien sólo le lavarías las medias, es que sos chino y tenés un Lave-Rap;

y si a alguien te gusta mirarlo cuando está con vos (pero no te calienta ni le lavarías las medias), eso es amistad.

Lo divertido de esas amistades ocurre cuando ambos están solteros; el fin de esas amistades suele llegar cuando uno está en pareja y el otro no. Pero de esos temas hablaré en otra ocasión. Fin de la pausa.

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Conocí a Rosana el año pasado. En realidad los dos fuimos a la Escuela N°29 (en distintos turnos) y somos compañeros en el Instituto Lomas desde 1999, pero no me llamó la atención hasta octubre del 2000, cuando, después de un monólogo que hice sobre el color ideal para las toallas, me envió un papelito en el que me preguntaba: ¿De qué color es el cielo?

Empezamos un intercambio de cartas, primero; de llamadas telefónicas, después; y de encuentros en la vereda, más tarde. Rosana fue mi primera amiga mujer y puedo jurar que, al principio, fue sincero. No me parecía linda, pero era ingeniosa, canchera y, especialmente, cocinaba: todos los días, a los 16 años, preparaba plato para cinco en su casa. Yo no lo supe hasta que me lo contó en una carta, en una de esas extensísimas cartas que me escribe. Algunas llegan a tener más de veinte páginas, como ésta:




El problema, como ya conté, es que una noche de diciembre supe que estaba enamorado de ella y todo se fue al diablo. Yo también tengo 16 años, pero no cocino y nunca le di un beso a una chica. Jamás. Ni siquiera estuve cerca.

El romance, a mí, me esquivó a lo bruto. Lo más cerca que estuve de saberme deseado fue un rumor en la primaria ("Yanina dice que no sos tan feo") y un mensaje que leí sobre mi banco ("Martín Estévez y Maira"), escrito por una chica que me daba miedo porque podía cagarme a trompadas con una mano atada. Si recuerdo esos dos casos es porque, de verdad, siempre fui indeseable

Nunca jugué al semáforo o a la botellita por temor a que, si a alguna chica le tocaba besarme, saliera corriendo. Ella, yo, los dos. Y para que no se burlaran de mí había inventado una mentira humilde y creíble: que mi primer beso había sido con mi vecina Carolina, mi novia durante unas semanas. En realidad, no fuimos novios, ni nos dimos un beso. En realidad, nunca tuve una vecina llamada Carolina.

Durante las vacaciones en Mar del Tuyú la pasé muy bien, aunque casi no hice otra cosa que hablar de Rosana. Tati, Gastón y Gaby no me aguantan más. Le busqué regalos, saqué fotos para ella, le escribí cartas. Rosana, Rosana, Rosana. 

¿Qué es, entonces, lo que tenés que hacer cuando una amiga te gusta? ¿Hacerte el boludo, tirar la amistad a la basura, pedir perdón, irte del país? ¿Qué es lo que tengo que hacer?, me pregunté una y otra vez desde aquella noche del 11 de enero y me lo pregunto también hoy, la tarde del 26 de febrero de 2001, en la que por fin volví a verla.

Y acá estamos los dos, desde hace horas en la vereda. Ya le regalé un caracol de peluche, una foto, un gancho de pelo, una carta. Las mujeres saben más de estas cosas, así que, como dijo Gaby, tendré paciencia, iré despacio porque, si ella me quiere, alguna vez terminaremos juntos. No importa el tiempo que haya que esperar.

Es la hora de volver a nuestras casas, me acerco y, como si fuera fácil, como si no fuera peligroso, como si no corriera el riesgo de comerme un cachetazo tremendo por desubicado, le doy un beso en los labios. Uno solo. 

Mil ochocientos treinta y tres días después, Rosana y yo celebraremos, lejos de esta vereda, el quinto aniversario de nuestro noviazgo.

jueves, 11 de agosto de 2016

Lo que aprendí en un balcón

Por Martín Estévez  ¤¤¤  Ilustración: Leandro Ramos

Es 21 de diciembre del 2000 y estoy nervioso. Tengo 16 años y desde hace nueve espero una noche como ésta. No es la fiesta de egresados de mi hermana Gaby lo que me tiene así, si no lo que va a pasar en esa fiesta: estará, invitada por mí, la chica más linda de todos los barrios. No tengo chances con ella: está de novia y no le gusto. El deseo es verla, por una vez, fuera del colegio. Charlar cinco minutos con ella. Sólo eso. Yo no lo sé, pero al final de la noche me llevaré una grandísima sorpresa.

Estoy enamorado de Violeta desde los 7 años. Siempre fui feo, gordo y torpe, pero empecé a cambiar hace poco. Crecí, adelgacé, tomé confianza. Me siento otro: hasta tengo amigos. Y ellos forman parte del plan. La idea es juntarme con Marcelo y Juan Manuel, pasar a buscar a Rosana, e ir todos juntos a la fiesta. Tres de mis cinco amigos estarán ahí para ayudarme a soportar los nervios hasta que llegue ella. Ella.


Marcelo y Juan fueron los intermediarios en la invitación, porque son amigos de Violeta. Yo no: yo sólo la amo. La amo en larguísimo silencio. El plan comienza bien pero sufre un imperfecto cuando pasamos a buscar a Rosana.


No puedo, no puedo ir me dice en la puerta de su casa, con los ojos medio llorososDespués te explico, quedate tranquilo.


Sé lo que pasa: Rosana está con problemas importantes. Su papá tiene problemas de salud; y ella, su mamá y sus hermanos no pueden pensar en otra cosa. Dudo un segundo sobre qué decir, qué hacer. Ella me salva.


Andá, Mar me dice. Es una noche importante para vos. Va a salir todo bien, vas a ver. Mañana me contás todo.


Las palabras de Rosana me tranquilizan. Si ella, en esa situación, tiene la generosidad de desearme el bien, tengo que responder con valentía. Vivir la noche en serio, disfrutar de Violeta sin profesores, guardapolvos ni horarios en el medio. Aprender a decirle "hola, gracias por venir" sin temblar como una hoja.


La fiesta avanza rápido. A Gaby la quiero, pero casi no presto atención. Hay cena, música, palabras emotivas. Eso que hay siempre. Yo sólo espero que nada raro pase, que todo siga su curso, que no se arrepienta: que Violeta entre, a la hora pactada, por la puerta principal del salón Torre del Sol.


Termina la parte formal de la fiesta y se acerca el momento esperado. Me siento más raro de lo que pensaba. Más incómodo de lo que pensaba. La noche, la música fuerte, las risas artificiales siempre fueron mis enemigas, pero eso no debería pasar hoy. No esta noche. Pienso por qué, por qué estoy tan raro, hasta que la veo. La veo. Ella.


Guau.


La había visto ciento ochenta veces por año. Tal vez mil ochocientas veces desde que la conocí en sala verde. Pero nunca así: con un vestido hermoso, los ojos delineados, sin tiza alrededor. Ay, Violeta, de dónde saliste, quién te trajo al mundo, quién me dio el derecho a conocerte. Qué se hace, cómo se hace, cómo te arranco de donde nunca estuviste. Ay, Violeta. Ay.



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Después de la conmoción inicial, todo vuelve a la normalidad. Violeta está simpática y conversa cosas triviales con nosotros. La música aturde, algunos gritan y circulan jarras con alcohol que no acepto. Estoy bastante callado y termino alejándome para deambular por el inmenso salón. No sé qué me pasa. No sé qué otra cosa esperaba.

Ya son casi las tres de la mañana y necesito aire. Salgo a un balcón lujoso que muestra casi toda la ciudad de Banfield y me siento en un escaloncito. Por primera vez hay luz nítida, y me miro: tengo una camisa arremangada, un jean canchero, el pelo corto. Después de mucho tiempo, no me siento feo. Pero me siento raro.

—¿Puedo? me pregunta Violeta y se sienta al lado mío con dos (dos) copas de algo. Sonríe. Me da una.

Son las tres de la mañana de una noche del mundo en la que no me siento feo y en la que Violeta se sienta al lado mío y me da una copa. Sopla un viento veraniego, siento su perfume, estamos en un balcón hermoso, con unas luces hermosas, con copas en la mano, ella tiene un vestido y yo tengo una camisa. Si hubiera imaginado algo para esta noche no habría sido tan perfecto como este momento. Si tuviera que guardarme una sola imagen de mi vida, un solo momento, sería este, este instante, esta noche, este silencio y est...

—¿Por qué estás triste? me dice ella. No entiendo lo que me me pregunta.

—¿Qué? le respondo.

—Si no querés no me digas, pero estás triste. Se te nota.

—No... No sé... —titubeo.

—¿Pero en qué pensás? me pregunta con vos suave, y me mira.

—No, que iba a venir Rosana, también... Pero tiene problemas en la casa, medio complicados... Ojalá esté bien.

—Es lindo que te preocupes por ella me sonrió. Va a salir todo bien, vas a ver. Mañana la llamás y listo... ¿Pero igual hubieras querido que venga, no?

—Y sí... La verdad que sí.

Nos quedamos en silencio, viendo la luna, durante varios minutos. Largos, pacíficos, enormes minutos. Minutos de verdad. Después aparecen Marcelo y Juan, un poco excitados, y se llevan a Violeta hacia otra parte. Yo me quedo solo, sentado, mirándome las zapatillas, con una copa en la mano, pensando, mirando, entendiendo, preguntándome, razonando y volviendo a entender. A entender.

Ay, la puta madre que me parió: estoy enamorado de Rosana.