Me llamo Silvia, tengo 46 años, soy maestra. Recién escuché en la tele que alguien decía “los maestros no quieren trabajar”. Sonreí. Sonreí pese a mi cadera.
Soy maestra pese a que mi mamá quería que fuera contadora, o algo relacionado con los números. Soy maestra porque así lo soñé desde muy chica. Soy maestra porque no deseo ser otra cosa.
Soy maestra aunque podría ser secretaria (de hecho lo fui), aunque podría ser directora (de hecho lo fui), aunque podría ser inspectora (de hecho pude haberlo intentado). Soy maestra porque quiero que me quieran.
Empecé con los grados más chicos, de 1º a 3º, y luego decidí trabajar en jardín de infantes. Recuerdo, lo juro, cada uno de los grados y salitas que tuve. Y los informes que recibía del director antes de tomar un grado, como aquel 2ºC: “Acá hay uno que lee interpretativo y una que lee corriente; con el resto, hacé lo que puedas”. Ése año logré que los 26 terminaran leyendo.
Juro que cuando algún grupo quiere escaparse de mi memoria cierro los ojos y los veo formados en el patio o sentados en el aula. Recuerdo la timidez de Yanina, la historia de Moisés, la sonrisa dulce de Violeta. Recuerdo a muchos de sus padres, y que al conocerlos entendía por qué ellos eran como eran. Ellos: Violeta, Moisés, Yanina. Ellos.
La vida no me pareció fácil. Bastante cruel, en realidad: mis padres murieron jóvenes, mi marido sufrió una enfermedad complicada y me costó muchísimo tener hijos. Justo a mí, que sólo sé quererlos y enseñarles y extrañarlos. Adopté a Candela y hoy, cuando la veo crecida y hermosa, entiendo que por algo, por algún extraño motivo, las cosas suceden, incluso pese a tanto dolor. Y no me refiero a mi cadera.
Sufrí mi historia familiar y también sufrí cuando fui designada directora. No porque no me hayan pagado durante ocho meses por cuestiones burocráticas: sufrí porque creía que si tenía más responsabilidades iba a poder cambiar las cosas. Pero me sentí presa de una política educativa que no existe, supe que tendría que seguir lineamientos con los que no estaba de acuerdo y además estaba un poco más lejos de ellos: de Violeta, de Moisés, de Yanina.
Estar lejos de ellos, de lo que deseo hacer, me duele. Desde marzo, esta maldita cadera no me deja en paz. “Licencia médica”, me dijeron. Entonces comenzaron los masajes que cubre la ART, y masajes que me pago yo, y cuidados, y el deseo de volver pronto, de volver ya. Tanto levantarlos, tanto agacharme para estar más cerquita de ellos, tanto quererlos tuvo un precio. Y ahora, mientras limpio mi casa con movimientos casi robóticos para curarme pronto, mientras ayudo a Candela a estudiar, mientras me siento culpable porque el Estado me paga un sueldo sin que yo haga nada, mientras deseo rabiosamente volver a ponerme el delantal, escucho a alguien que dice en la tele “los maestros no quieren trabajar”. Y sonrío. Porque pese a mi cadera, pese a tanto dolor, volvería, una y doce mil veces, a ser maestra.
(Publicado en http://www.campananoticias.com durante octubre de 2009)
jueves, 21 de enero de 2010
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