miércoles, 21 de junio de 2023

El pumita de plástico

Pensaba vivir para siempre en la casona de Oliden donde crecí. Con mi primo Matías incluso teníamos dividida la casa: él en la planta alta y yo abajo. Pero los años pasan, a veces cambiamos y nuestros sueños también cambian. Después soñé otra casita con pasto para cortar y una novia que aceptara convivir con mis campañas de Racing y mis 5.500 historietas. Pero los años pasan, a veces cambiamos y nuestras novias también cambian.

Recién a los 25 años asumí que era hora de irme de Oliden, de mi mamá, de mis abuelos, pero mi abuelo se fue antes: un cáncer se le agarró fuerte y se lo llevó de su casa, de nuestra casa, para siempre. Decidí quedarme un tiempo más para compartir ese profundísimo dolor con Fanny y con Tati.

Hoy tengo 27 años y del lugar en el que quiero vivir solo me importan dos cosas: que tenga un balconcito para tomar aire y no tener que alquilar jamás. Lo primero no es tan difícil, y para lo segundo vengo ahorrando desde los 17 años.

Desde chico me obsesionó la idea de no alquilar: me resultaba absurdo pagar todos los meses para vivir en algún lado. Llevo diez años juntando peso por peso, viviendo con austeridad extrema para ganarle a un sistema que me quiere inquilino.

Hace dos años me echaron de la revista Fox Sports y luché una indemnización que me acercó a mi objetivo, pero tampoco alcanzaba. Hasta que el año pasado, gracias a la recomendación de un amigo (dios te salve, Pablo Aro Geraldes) me contrataron de la revista El Gráfico. ¡4.400 pesos de sueldo mensual! Una fortuna inmensa que aumenta mis ahorros superlativamente: ya tengo la mitad de la plata que cuesta un departamento.

Voy a pedir un préstamo al banco para pagar el otro 50% y devolverlo en cómodas cuotas durante diez o veinte años. Todo va bien y empiezo a ver departamentos con balcón. Mi parte soberbia se enorgullece de haberlo logrado sin pedirle un peso a nadie.

Pero ¡ay!: desde el banco me responden que, como tengo poca antigüedad en mi trabajo, no me darán ningún préstamo. ¡Es una burocracia absurda! Averiguo, averiguo y no hay caso: tengo que esperar al menos tres años para que la computadorita de un banco de mierda determine que sí puedo tener casa propia.

Así, como si nada, se me rompió la ilusión. ¿Y ahora qué?, pienso una noche en mi piecita de Oliden, cuando entra Tati y me dice:

–Negrito, escuchame… Averigüé y puedo conseguir que te presten esa plata, pero está difícil: hay que devolver la plata y todos los intereses en tres años. No hay más tiempo que eso. Más no puedo hacer.

–Pero… ¿cómo lo conseguiste?

–No te preocupes por eso –dice Tati, y me la imagino durante un segundo como la reina de la mafia bonaerense, moviendo contactos–. El tema es… ¿vas a poder pagarlo?

Hacemos cuentas, rápido: tengo que pagar 4.000 pesos por mes durante 36 meses. Mi enorme sueldo de 4.400 quedaría reducido a 400 pesos por mes.

–Decí que sí, aceptá el préstamo –le respondo sin dudar.

–Pero Martín… ¿cómo vas a vivir con 400 pesos por mes?

–No te preocupes por eso. La plata va a estar –le digo, y Tati me imagina durante un segundo comiendo pasto todo el día en un departamento.

Consiguiendo ese préstamo y todo, descubro que la plata no alcanza para un departamento con balcón. Se van agregando gastos y gastos de todos lados. Bajo mis pretensiones y encuentro 28 metros cuadrados con dos ventanas grandes que serán suficientes para empezar otra etapa de mi vida.

Llegó el día de juntar la plata, llevarla a la escribanía, firmar. De no alquilar nunca jamás. Mi niño interior me felicita por haberlo logrado. Pero nunca nadie nos explica nada y de golpe hay más honorarios, certificaciones y no sé qué. Sumo, sumo y ni siquiera diez años de ahorros más un préstamo impagable más olvidarme de tener balcón alcanzan. Me falta una fortuna: 8.400 pesos.

Si no consigo la plata en 24 horas se cae todo e incluso voy a perder la seña que ya pagué. Se me ponen los ojos llorosos, pero no me caen las lágrimas. Tengo rabia. Por primera vez entiendo que esos diez años de ahorro y paciencia fueron una pelotudez inmensa. Que el sistema siempre gana.

–Los tengo, Martín.

–¿Qué?

–Tengo esa plata, Martín. Mis ahorros –me dice Tati.

–No, Tati. No. Es tuyo. En serio. Además no te lo voy a poder devolver hasta dentro de tres años, con suerte. Me quedan 400 pesos por mes. No.

–Pero después vemos, negrito, mirá, si vos…

–¡Pará! ¡Sí, sí puedo! ¡El aguinaldo, Tati! El de junio y el de diciembre. En apenas 6 meses te puedo devolver todo! ¡Y hasta me sobran 400 pesos! ¡El aguinaldo, Tatita!

Y nos abrazamos. Y le agradezco.

Vamos juntos, firmamos muchos papeles, saludo a los viejos dueños del departamento. Es día de semana: Tati se tiene que ir urgente a trabajar, y yo también debería. Pero me dan las llaves y estoy a solo algunas cuadras. No me puedo resistir: voy caminando rápido, subo escaleras y entro por primera vez a mi departamentito, a mi casa, a mi nuevo hogar.

Sin soberbia porque no pude solo: me ayudaron Tati y miles de obreras y obreros que lucharon por el aguinaldo entre 1910 y 1946. Tampoco tengo balcón, ni nada de nada: todo está vacío, blanco, un mundo nuevo que tengo que empezar a llenar de cero. Lloro tirado en el suelo, salto, miro por las ventanas, entra aire puro. Meto la mano en un bolsillo y encuentro un pumita chiquito de plástico que me guardé hace unos días, cuando había ayudado a una amiga a mudarse.

Entonces antes de irme, dejo al pumita parado arriba de lo único que hay: el portero eléctrico. Pero quiero que esta casa tenga algo mío desde ahora mismo. No sé cómo voy a vivir con 400 pesos por mes ni qué pasará en los próximos años, pero hoy mi vida, otra vez, cambia para siempre. Hoy conseguí el lugar en el que voy a vivir quién sabe cuánto tiempo.

Hoy, 21 de junio de 2011, no tengo ni idea de que, 12 años después, el pumita de plástico seguirá acá y que cada vez que lo vea recordaré, emocionado, que este día existió.

viernes, 30 de diciembre de 2022

La noche en que fui violento


Por Martín Estévez

Hace exactamente 12 años, el 30 de diciembre de 2010, hice lo peor que hice en mi vida: violenté a una mujer. Estábamos en una habitación y, en medio de una discusión, le di una piña a una puerta y la rompí. El texto debería terminar acá, porque todo lo demás va a sonar a justificación, pero nunca hay justificación para las violencias de género. Tampoco para la mía. Entonces, ¿por qué estoy contando esto? Por muchos motivos mezclados. Tal vez porque a la verdad está bien decirla aunque duela. Tal vez para aliviar un poco la culpa que, 12 años después, todavía siento. Pero quisiera pensar que el motivo principal es la esperanza de que le sirva a algún hombre para reconocer algún síntoma y no llegar al extremo violento al que llegué. 

Contar que escribo temblando y con dolor de panza sería una forma de buscar una compasión que la violencia de género nunca merece. Pero igual lo cuento: me escondo en esta angustia que siento ahora para que no me odien. Pero… ¿y yo no me odiaría? ¿Qué pensaría yo de un hombre que le pega una piña a una puerta mientras discute con una mujer? 

No es la primera vez que lo cuento. Muchas mujeres de mi vida saben lo que hice: es justo advertirles que se relacionan con alguien que fue violento. ¿”Fue” violento o “es” violento? ¿“Fui” violento o “soy” violento? ¿Acaso tienen fecha de vencimiento las violencias? Si un hombre que mata a una mujer es un femicida para siempre… ¿alguien que violentó a una mujer no debería ser llamado violento para siempre? Me lo vengo preguntando, con muchísimo miedo, desde hace 12 años. 

Este texto no va a tener prolijidad, ni detalles literarios, ni le voy a calcular caracteres para que entre bien en Instagram. Nomás quiero contar crudamente como un hombre que nunca (ni antes ni después) le pegó a nadie, que ni siquiera le había gritado a una mujer, pudo convertirse en un violento. Me lo recuerdo a mí mismo: no tengo que justificarme. Tengo que contar qué cosas me llevaron hasta lo peor de mí. 

El 30 de diciembre de 2010 había citado a mi papá para, por primera vez en la vida, hablar de temas tabú: por qué me había abandonado durante algún tiempo, por qué nunca pudimos tener una relación profunda, qué poco nos conocíamos el uno al otro. Yo (recién ahora lo entiendo) estaba haciendo un intento desesperado para salvar ese vínculo. Para no quedarme sin papá. 

Esa charla fue triste y frustrante: mi papá y yo hablamos (como casi siempre) en distintos idiomas. Éramos personas demasiado diferentes. Hubo una barrera infranqueable en la conversación que me llenó de angustia, y también de mucho enojo. Mi papá no me pudo dar las respuestas que esperaba, o necesitaba, o deseaba. Pero yo estaba muy vulnerable para decírselo, para enojarme con él. Me guardé todo para adentro, salí del café y empecé a caminar. 

Cometí el error de ir a una fiesta en la que estaba mi pareja. Le había contado que me iba a juntar con mi papá, pero (como solemos hacer los hombres, como suelo hacer yo) le resté importancia sentimental, nunca le conté todo lo que me jugaba en ese encuentro. Cuando llegué, la fiesta estaba avanzada y ella estaba un poco efusiva por el alcohol. Yo, para evadir mi angustia, intenté hacer lo mismo, pero no me sirvió. Entonces, al rato le empecé a pedir que nos fuéramos, sumando otro error: no le expliqué el motivo. Solo le pedía que nos fuéramos. Ella, en todo su derecho, no accedió a mi casi caprichoso pedido. 

Pasé un rato largo sin saber qué hacer, hasta que me acerqué y le dije que me iría sin ella. Se enojó y decidió irse conmigo, probablemente para no tener que volverse sola. Caminamos en tenso silencio y llegamos a su casa. Nos sentamos en su cama, cada uno en una punta. Yo estaba furiosísimo y no sabía por qué. Ella me reprochó pensando que yo había tenido un ataque de celos: que porque hablaba con otros hombres yo sentí golpeada mi masculinidad. 

Yo seguí mi cadena de errores y, en vez de explicarle que eso no era cierto, me enojé todavía más y me quedé callado. Ella siguió diciendo que no podía creer una reacción tan celosa e infantil de mi parte, y eso me hizo sentir humillado. No quiero justificarme: ella no me estaba humillando. Yo me estaba sintiendo humillado, que es diferente. Bastaron una mueca y algunas palabras más (que sin querer me tocaron una fibra íntima) para que yo cometiera la peor acción de mi vida: pegarle una piña a la puerta de su habitación hasta astillarla. 

Ella me gritó: “¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿Estás loco?!”. Yo me miré los nudillos ensangrentados, salí corriendo al comedor y me senté en el suelo a llorar. No siento compasión de mí: le había pegado a un objeto estando solo con una mujer. Eso, aunque no haya sido mi intención, siempre puede entenderse como “mirá qué fuerte te puedo pegar”. Es terrible, es gravísimo lo que hice. Fui culpable de un acto horroroso. 

Mi pareja podría haber quedado traumada para siempre: podría haber arruinado parte de su vida. Pero tuve mucha, muchísima suerte: ella tenía una personalidad muy fuerte y no sintió miedo. Nos quedamos un rato en silencio, en habitaciones separadas. Imposible saber si fueron 5 minutos o una hora. Hasta que de pronto se acercó despacio, me levantó la cara y me dijo: 

–Ay, Martín… ¡hoy te juntabas con tu papá! 

Y me abrazó fuerte. Y lloramos juntes. 

Le pedí perdón millones de veces, ella me perdonó a la primera. Les dos entendimos que eso no alcanzaba, que el hecho era grave y que yo tenía que trabajar para que no volviera a ocurrir. Empecé a formarme en género y a repensar todas mis acciones como hombre. También acordamos algo: yo tendría que arreglar la puerta cuando ella no me viera porque el daño generado era únicamente mi responsabilidad. El trabajo recién estaría terminado cuando a ella le resultara imposible encontrar el lugar en el que yo la había roto. 

Fuimos pareja durante un año y dos meses más. Luego nos separamos cariñosa y cordialmente por otros motivos. Pero en ese tiempo, y tras varios intentos, yo no había logrado ocultar perfectamente la marca. Así que incluso estando separades, nuestro acuerdo siguió: ella me dio copias de su llave y, cuando ella no estaba, yo intentaba reparar la marca de mi violencia en su puerta. Me fue difícil imitar el veteado de la madera, hasta que un día ella me mandó un mensaje diciéndome que ya era imposible ver dónde había sido el golpe. Que la puerta estaba sanada. Y que me quería. Le respondí que yo también. 

Si piensan que terminé contando una historia de amor, o de aprendizaje, para tratar de atenuar que ejercí violencia de género, tal vez tengan razón. No voy a discutirlo, sería otra violencia más. Pero aunque es posible que este texto tenga el objetivo nefasto de lavar mi culpa, aun así les puede servir a otros hombres para no cometer las mismas violencias. 

Yo tuve montones de chances de no llegar a eso. Podría haber caminado hacia otro lado después de hablar con mi papá. Podría haber descargado mi angustia contra él. Podría haberme ido de la fiesta al ver que no me sentía cómodo. Podría no haber tomado alcohol estando inestable emocionalmente. Podría haber entendido lo que me pasaba antes de pedirle a mi pareja que se fuera de un lugar donde la estaba pasando bien. Podría haberme ido de su casa cuando me sentí humillado. Pero no. Hice todo mal. Fui acumulando errores, tensiones, violencias dentro mío. Y, sin medir consecuencias, las liberé frente a alguien que no tenía nada que ver con todo eso. Violenté a la mujer que amaba. 

Doce años después, sigo trabajando todos los días para nunca más cometer algo así. Y sigo agradeciendo que quien era mi pareja no haya sentido miedo y haya dejado atrás la situación rápidamente. Pero no alcanza con todo eso, tal vez no alcance con nada, y está bien: mientras haya patriarcado, mientras sigamos oprimiendo a mujeres y disidencias sexo-genéricas, estará bien que los hombres nos avergoncemos, nos lamentemos, nos arrepintamos y nos duela cada violencia de género que hayamos cometido. Que cualquiera de nosotros cometa. Ese infierno interno sigue siendo poco comparado con el infierno que resulta para cada mujer este mundo machista. 

No quiero terminar este texto con una frase grandilocuente o que intente lavar mi violencia. Ya bastante sospechoso de querer justificarme es todo esto que escribí. Lo que quiero es volver a ponerme en la cara y en la conciencia lo que hice, para que me impulse a disminuir cada vez más las posibilidades de volver a hacerlo. No quiero contar qué a partir de entonces mis formas cambiaron, que mis reacciones son más lentas y meditadas. Quiero asumir que todos los hombres somos (en mayor o menor medida) violentos, y que no es excusa ni argumento que así fuimos criados: es nuestra responsabilidad aprender, reflexionar y trabajar todos los días, en cada lugar y situación en la que estemos, para ser cada vez un poquito menos violentos de lo que yo fui aquella noche.

viernes, 23 de septiembre de 2022

No me avergüenza decir que llegué a amarlo

Por Martín Estévez

Está sentado solo en un rincón del aula, lee un libro de Lovecraft en inglés, jamás lo escuché hablar pero me gusta cómo esquiva los bancos de la universidad para sentarse en ese rincón. Siento que camino parecido. Me acerco como si no me diera nervios y le digo “¿Te molesta si te hablo?” sin intuir que está amaneciendo la amistad más importante de mi vida. 
 
Es miércoles 8 de septiembre de 2010 y empiezo a querer a Leandro como me gustan los amores: progresivos y constantes y suaves y tranquilitos. Tengo 26 años, él 18, y todo lo demás que escriba no puede transmitir eso que tiene la amistad: sentir que no estamos tan solos en el mundo. 

Me sentía aislado en la universidad pero también en mi forma de existir. Y Leandro era un poco Borges, un poco palta y un poco jugar. Y era todo austeridad. Era lo que hubiera querido ser a los 18: una persona que sabía escuchar y que sabía, a secas. Había sentido y pensado cosas que yo todavía no. 

No me avergüenza decir que llegué a amarlo. 

Después de 33 meses recorriendo ferias, libros, plazas y autogestiones, nos juntamos una noche larguísima y hermosa, y creamos con descaro una organización social a la que en los siguientes nueve años se sumarían más de 100 personas. 

Me llevó a andar en bicicleta y dormir en carpa, me presentó a mis siguientes amigos, me enseñó a jugar al ping-pong, me cocinó cosas riquísimas. Aunque el mundo cambia y nos cambia, y crecieron diferencias que nos dolían, las pudimos mirar con un poco de verdad y un poco de sarcasmo. Fuimos sobreviviendo a nuestras crisis de amor. Crecimos juntos. 

Siguió pasando la vida, las amistades, el capitalismo y el mundo. Nos fuimos alejando, acercando y alejando otra vez. Hoy no sé si lo conozco, pero al Leandro que conocí no le gustaba que ventilara intimidades, así que escribo contenido: el amor es también (y esencialmente) respetar el deseo del otro. Ojalá él también entienda que no escribo esto por impúdico, sino por necesidad. 

Y escribo sensible, porque la amistad es tal vez la más importante de las relaciones humanas, y nunca se habla lo suficiente sobre ella. ¡Cuántas cosas tengo para decir! Que para conocer amigues hay que andar con el alma un poco desabrigada, que cuando muere una amistad a veces necesitamos un tiempo de duelo, y que aunque la amistad es una magia tan pasajera como todas las magias y todos los sentimientos y todos los mundos, es también una de las pocas ilusiones que hacen que esta vida sin sentido tenga sentido al menos por un rato. 

Gracias a vos, Leandro de mi alma, durante vaya a saber cuántos años mi vida tuvo sentidos y risas y palíndromos y amor, y Federer y asambleas y Etiopías y obsesión, y gracias a nuestra amistad hasta que me muera caminaré la vida con la esperanza de que, mágica, nazca otra amistad como la que nació ese 8 de septiembre de 2010.

viernes, 16 de septiembre de 2022

¿Qué onda, che, cómo se lee este blog?

► Cuento mi vida en orden cronológico en estos textos:

• Burum bum bum (1990)
• Walter Castaño (1990)
• El amigo que perdí (1990)
• El peso de la langosta (1991)
• Violeta (1991)
• 1992 (1992)
• La edad de mis preocupaciones (1992)
• Apenas algo de Tavárez (1992)
• Y él respondía "nada" (1993)
• La culpa la tiene Casciari (1993)
• El Mundial '93 (1993)
• Terapia infantil (1994)
• Rodolfito (1994)
• Ir a la cancha es una mierda (1994)
• ¡Soy varón, la puta madre! (1995)
• Martín Estévez en wikipedia (1995)
• La esperanza no desciende (1995)
• Duhalde, mi buen amigo (1996)
• Esquinas (1996)
• Hoy maté al Piojo López (1996)
• El doctor Moldes (1997)
• Mi problema con Milito (1997)
• Los Chakales 1 - Borges 0 (1997)
• Verano del '98 (1998)
• No terminé el colegio (en serio) [1998]
• Mi mentira tiene patas largas (1998)
• El día que salvamos a Racing (1999)
• Mi papá (por fin me animo) [1999]
• Rencorito (1999)
• Me cortaron el pene (2000)
• Lo que me enseñó Marisa (2000)
• Los Andes es sólo una cordillera (2000)
• La basquetbolista más linda (2000)
• El Asesino Anónimo (2000)
• Lo que aprendí en un balcón (2000)
• Qué hacer si gustás de tu amiga (2001)
• Por qué odio Bariloche (2001)
• Tan cerca del dolor y de la fiesta (2001)
• La mentira del periodismo deportivo (2002)
• ¿Y vos de qué trabajaste? (2002)
• Yo fui eyaculador precoz (2002)
• La revista más pobre del mundo (2003)
• La agenda de la vergüenza (2003)
• Mi primera muerte virtual (2003)
• ¿Quién es el presidente de tus amigos? (2003)
• Estoy enfermo (2004)
• En paz descanses, e-mail (2004)
• Clarín me genera orgullo (2004)
Dejame en paz, Lisandro (2004)
• Los milagros son apenas matemáticas (2005)
• Yo fui impotente (2005)
Choriplanero, tibio y globoludo (2005)
Homenaje en vida (2005)
Me cago en mis promesas (2006)
Soy rasca (2006)
Conocí a Messi de chiquito (2006)
El Día del Fin del Mundo (2007)
Del 0 al 37 (2007)

La Gira del Desamor (2007)
Flashear amor (2008)
Mis noches en el infierno (2008)
Héroes por un día (2008)
• La psicóloga que no me entendía (2008)
Abrazame hasta que termine la pandemia (2008)
Vanina (parte 1) [2008]
• Vanina (parte 2) [2009]
• Mi novia flogger (2009)
37 (2009)
 Ojalá te pase (2009)
• La noche en que fui violento (2010)

► Textos "personales" pero sin orden de tiempo:


• Vanina (escrito en 2009)
• Tamara (aunque ella prefiera otro título) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (I) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (II) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (III) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (I) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (II) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (III) [2010]
• Quería llamarme Javier (2010)
• El último clásico (2011)
• Vivir solo (2012)
• Cuadras y barquitos (2012)
• Yo también soy Damián Toledo (2012)
• El que no arriesga, no pierde (2012)
Perdió Racing y estoy feliz (2015)
• Primeros años sin mi abuelo (2015)
• El pelotudo de la mesa 51 (2016)
• Los orgasmos de mi abuela (2016)
• El asesinato de mi tía-abuela (2017)
El cierre de El Gráfico, desde adentro (2018)
Ningún pibe nace macrista (2018)
Ellas (2018)
Mentir, la obligación docente (2018)
Voy a ser papá (2019)

Se me murió una vida (2019)
¿Y ahora cuál es el enemigo? (2019)
¿Por qué hay que hablar sobre Braian Toledo? (2020)
El día después de la pandemia (2020)

► Otros textos:

• Ausencias (escrito en 2006)
• Imposibles (2006)
• Soy maestra (2009)
 Soy ladrón (2009)
• Soy boliviano (2010)
• Los cedros (2011)
• Historias de sueños (2012)

► Poesías viejas que me avergüenzan pero las dejo porque perdí una apuesta: 

Y siempre (escrita en 1998)
 Historias secretas (1999)
 Te sigo perdiendo (2000)
 Acariciando tus manos (2001)
 Sueño de una noche de invierno (2002)
 El día que fui silencio (2003)
 Una fresia por cada sonrisa (2005)
 Neuquén (2007)
 Tu voz sin barniz (2007)
 La peor parte de Arjona (2007)
 Lo que queda de vos (2007)
 El vals de los milagros (2008)
 El secreto que ya sé (2008)
 Micaela (2009)
 Soneto para los que luchan (2016)

► Textos que fingen ser sobre deportes pero hablan de otra cosa: 

 Mundo Messi (2006)
 Cuentos asombrosos (2011)

martes, 31 de mayo de 2022

Primera película con mi abuelo


Por Martín Estévez 

Hoy se cumplen 12 años desde la muerte de mi abuelo Víctor. El 31 de mayo de 2010 fue la primera (y única) vez en la que murió alguien que vivía conmigo, luego de atravesar en nuestra casa cinco meses de un cáncer brutal que lo fue apagando de a poco. Escribí un montón sobre él, sobre su enfermedad, sobre su vida y su muerte, y probablemente gracias a eso hoy puedo recordarlo con alegría y sin dolor. 

Mi relación con Víctor no era la habitual entre abuelo y nieto: era la dificultosa de personas que conviven. Me molestaban cosas suyas. Hacía mucho ruido para comer, tomaba del pico de las botellas y no me dejaba insultar, pero cuando le daba comida a los perros se escuchaba siempre por la ventana: “¡Ayy! Me lastimaste, puta que te parió”. 

Sin embargo (para qué mentir), lo quise desde siempre y sin muchos problemas: a los dos nos gustaba el fútbol, jugar en la pileta y estar en silencio sin que nos rompieran las guinditas. Tenía un oficio hermoso (carpintero) y cumplía mis caprichos de madera. Todavía guardo arcos que hizo para que mis muñequitos hicieran goles, y una vez me ayudó a tallar un pedacito de árbol para una chica que me gustaba. 

Uno de mis primeros trabajos (y de los más lindos) lo hice con él: juntábamos papel y cartón, cargábamos la carretilla y los vendíamos cerca de casa. Esa plata (terrible año 2002) servía para pagarme los viajes a la facultad. 

Le sostuve una oreja ensangrentada que le colgaba hasta que se la cosieron, lo acompañé en su única noche en un hospital, hice una biografía sobre su vida cuando cumplió 80 años, me enseñó palabras en ucraniano. Vivimos juntos durante 22 años. 

Cuando le detectaron el cáncer cambió mi vida y también mi forma de escribir: de poemitas románticos o fríos cuentos de ficción, empecé a contar (por necesidad) lo que me pasaba. “Se está muriendo mi abuelo y me duele mucho”, decían mis textos, sin decirlo, una y otra vez. 

“Últimos días con mi abuelo”, “Primeras tardes sin mi abuelo”, “El último clásico”. Necesité montones de textos para liberar la angustia de haberlo visto morir de a poco durante cinco meses. Tal vez quienes me leían en ese momento se habrán fastidiado un poco: ¿taaanto por la muerte de un abuelo, Martín? 

Sí, tanto. 

Gracias a Borges, siempre fui hincha de la muerte porque nos evita la peor de las torturas: una vida infinita. Pero a veces la muerte llega temprana, injusta, de formas imprevistas o demasiado filosas para soportarlas. Entonces hay que hacer lo que podamos, lo que nos salga, para ir sanándola de a poco. Los duelos son una enorme piñata dentro del cuerpo, que se infla y desinfla, y nos aprieta la garganta, el estómago, los ojos. Los duelos son piñatas imposibles de explotar: solo podemos sacarles el aire de a poco, muy de a poco, haciendo montones de cosas, hasta que un día ya no están más. 

Hoy, al borde de la falta de respeto, pero lleno de amor por lo que mi abuelo hizo en mi vida, me animo a conmemorar su muerte con una buena noticia: gracias a Víctor participaré en una película sobre su hermana, Basilicia. 

Cuando escribí su biografía, mi abuelo contó (por única vez) que a su hermana de 14 años la había asesinado la policía de Misiones en una manifestación de campesinas y campesinos. A mi abuelo, por miedo, le pidieron que nunca hablara de eso, pero él (70 años después) se animó. Y su testimonio fue importante para avanzar en la investigación y el pedido de memoria y justicia para ella. 

En pocos días viajaré a Oberá, pueblo de Misiones en el que mi abuelo pasó su infancia, para ser parte de Basilicia, película que denunciará y exigirá memoria y justicia para la terrible Masacre de Oberá, ocurrida en 1936. No seré el único representante de la familia que estará ahí para honrar la lucha y valentía de Basilicia: estoy seguro de que mi abuelo Víctor también estará conmigo.

sábado, 23 de octubre de 2021

El título imperfecto


Por Martín Estévez

Siempre quise que el día en que terminara mi carrera hubiera montones de personas esperándome para abrazarme, tirarme de todo, celebrar eufóricamente conmigo. Ayer, después de 11 años de estudiar como un chancho, me recibí de profesor y licenciado en Letras. Elegí un lugar bien grande, la plaza de Lomas, para que me esperara la multitud. Pero fueron a saludarme solamente cinco personas. Cinco. A la noche, mientras miraba, vacías, las sillas que había preparado en mi casa para la multitudinaria fiesta, tomé una decisión importante para mi vida. Una decisión que quiero contarles. 

••••• 

En el año 2010, cuando empecé la carrera, quería que mi abuelo me viera terminarla, pero ese año Víctor se murió. 

En el 2011 quería hacer la carrera en cinco años, pero la superposición de horarios de mi trabajo y las clases evidenció que serían muchos más. 

En el 2013 quería seguir haciendo la carrera con mi mejor amigo Leandro, pero mientras él avanzaba a lo bestia yo cursaba una materia por cuatrimestre. 

En el 2014 quería terminar la carrera sin desaprobar finales, pero me clavaron un 2 en Gramática Española. 

En el 2016 quería ser un escritor famoso en Latinoamérica, pero me hice famoso por mis fracasos y angustias para aprobar Latín. 

En el 2018 quería que mi abuela (que en el 2010 me acompañaba a esperar el colectivo a la mañana) me viera terminar la carrera, pero ese año Fanny se murió. 

En el 2020 quería que mi último día de clases fuera rodeado de gente querida en la universidad, pero lo pasé solo, frente a una computadora, y en medio de una pandemia. 

••••• 

En mi carrera me enseñaron casi nada que me sirva para ser profesor o para ser feliz, pero en pocos lugares aprendí tanto como en la universidad que el mundo casi nunca es como lo queremos, que a veces ni se parece a lo que esperábamos. 

Que, hagamos lo que hagamos, aunque sea con constancia ordenada o con obsesiva dedicación, las cosas pueden salir muy mal. Que nos podemos hacer mierda contra el vacío, que el mundo vino fallado o tal vez nuestras expectativas son muy grandes, que todos los lugares a los que nos lleva el capitalismo son siempre limítrofes con la angustia más atroz. 

La carrera no duró cinco años, hasta me saqué un 1 y muchas veces me sentí solo en un aula con 30 personas. Durante todo este tiempo me pasaron cosas hermosas y terribles. Ayer, como en los 11 años de carrera y como todos los días, el mundo no fue como hubiera querido: a veces me lastima de tan imperfecto, a veces siento que soy una versión fallada de lo que pude ser. 

Pero ayer, pese a que mi plan no salió como esperaba, me sentí contento, acompañado. Sentí que había algo verdadero en ese festejo austero. Y pasó algo incluso mejor: me sentí cómodo en el mundo imperfecto que pude construir alrededor mío. Ayer hubo cinco personas esperándome bajo la lluvia, pero otras me abrazaron más tarde hasta llenar mi casa, otras me saludaron a sus maneras, casi todas saben que recibirme no me importa, sino todas las magias que pasan hasta llegar hasta el final de un camino. 

Ayer a la noche, mientras miraba las sillas que había preparado en mi casa, sillas que quedaron vacías luego de que las muchas personas que me visitaron se fueron, tomé una decisión importante en mi vida: empezar a aceptar la imperfección. No, aceptarla no: incorporarla, entenderla, abrazarla. Ayer entendí, por fin entendí, que la felicidad no necesita que ser como la planeamos: solo tiene que ser felicidad. 

Ahora sí: díganme palabras de amor, que las estoy esperando. No importa que no escriban todes les que quiero, no importa que no digan lo que espero. Porque, después de 11 años, la universidad me enseñó que las cosas imperfectas también pueden ser felices.

sábado, 2 de octubre de 2021

Preguntar en terapia intensiva


“Me quiero ir a casa”, me dice Víctor y se le ponen llorosos sus ojos celestes. Víctor es mi abuelo, tiene 84 años y está acostado en la sala de terapia intensiva del hospital Gandulfo. Yo tengo 25, estoy sentado al lado suyo y le digo que no, que tenemos que pasar la noche ahí, juntos. Son las nueve y media. Mucho más que esta noche larga, me preocupa, me pone nervioso, me hace un monstruo en la panza una pregunta que da vueltas en mi cabeza y no sé si me animaré a preguntarle. 

Nunca en su vida Víctor había pasado una noche en un hospital. Alrededor nuestro hay gemidos de dolor, ruidos de camillas, enfermeras que entran cada tanto. Cuando pasan las horas, las camillas y las enfermeras son menos, pero quedan, incómodos, tensos en el aire, los gemidos de dolor de una decena de personas que no sé si están mejorando, agonizando o muriéndose a centímetros de mí. No me animo a mirarlas. 

Víctor está decidido a no dormir, se queja, amenaza con sacarse el suero y con irse aunque no lo dejen. No entiendo por qué me lo hace tan difícil, no sé qué decirle, le pido que trate de dormir. “No puedo”, me dice. Se quiere levantar al baño y le digo que espere, que le pregunto a una enfermera. No lo dejan. Tenemos que arreglarnos como podamos y con lo que hay. Está haciendo pis en una habitación en la que hay otras personas, tengo que ayudarlo, siente vergüenza. 

Víctor casi se muere hace un rato, cuando estaba en nuestra casa: se desvaneció de pronto y se lo llevó la ambulancia. Nos avisaron que quedaría en terapia intensiva y que era necesario un acompañante. Por eso estoy acá. A Víctor yo le digo “Babu” porque, en Ucrania, abuela se dice Baba. Abuelo no se dice Babu, pero igual le decimos así. Vivo con él desde que tengo memoria y aun así tengo miedo de hacerle la pregunta. 

A eso de la una de la mañana insiste con lo mismo, pero más calmado, o más cansado: 

–No puedo dormir, me quiero ir. No sé qué hacer. 

–Y bueno... charlemos –le respondo. 

–¿De qué? 

–No sé. De nosotros. 

Por primera vez en nuestra vida, Víctor y yo nos miramos fijo. Sostenemos la mirada en silencio. Me parece una eternidad. A los dos se nos humedecen los ojos. 

–Te quiero mucho –le digo despacito para no molestar al resto–. No sé si te lo dije alguna vez, pero sos un buen abuelo para mí. 

Le salió lo más parecido a una sonrisa que le vi esa noche. 

–¿Qué querés hacer cuando te vayas de acá, Babu? –le pregunto. 

–Lo que hago siempre –me responde, también con voz bajita–. Ir al mercado tempranito y estar en casa. Yo quiero dormir en casa. 

–Babu… ¿Tenés miedo? 

–Sí, Martín –me dice–. Menos mal que estás acá. 

Por un rato, tal vez horas, la sala de terapia intensiva desaparece y quedamos él y yo, solos, contándonos nuestras cosas, como si fuéramos viejos amigos. Entiendo ahora que tal vez lo éramos. 

Después de muchas verdades que nos dijimos por primera vez, a Víctor se le empezaron a cerrar los ojos. Por fin. Serían cerca de las cuatro de la mañana. Lo que tanto deseaba, que Babu durmiera un poco, estaba por pasar. Se sentía tan raro todo: estar ahí, hablar con él tan honestamente, el miedo a perderlo, la tranquilidad de estar haciendo todo lo posible. Pero ni siquiera todo eso podía tapar esa pregunta que tenía atragantada desde que empecé a darme cuenta de que Víctor no viviría para siempre.

–Babu, Babu… ¿Te dormiste? –le susurré. 

–Todavía no, pero ya me estoy durmiendo –me respondió. 

–Babu… Vos… –dudé de nuevo, porque me daba miedo su respuesta–. ¿Vos… vos tuviste una buena vida? ¿Babu… vos sos feliz cuando estás en casa con nosotros? 

No sé cuántos segundos duró el silencio, me acuerdo que me corrió un escalofrío por el cuerpo. Había mucho en juego para mí en esa respuesta. Mucho. 

–Sí. Sí, Martín. Me gusta mi vida. Soy feliz con ustedes –me dijo, y se quedó dormido. 

Esa noche de enero de 2010 fue la única que Víctor pasó en terapia intensiva. Cuatro meses después, mi abuelo murió durmiendo en su cama, muy cerca de todes les que lo amamos.

viernes, 6 de agosto de 2021

"Tengo que abortar", me dijo

Por Martín Estévez

Tardecita hermosa, miércoles de noviembre con tanto sol. Es una de mis primeras citas con Tamara, creo que ya somos novios. Nos sentamos en las sillas de afuera de un café. Acaba de aprobar Sociología y está contenta. Me encanta que esté contenta. Me encanta que estudie Trabajo social. Me encanta cómo le queda ese pañuelo en la cabeza. Me encanta esta tardecita, hasta que llega un mensaje: “Necesito verte lo antes posible”. 

Veinticinco minutos después, no estoy con Tamara: estoy en la misma mesita con una de las personas más importantes de mi vida. “Tengo que abortar”, me dice. Aunque estamos en 2009, no tardo en opinar que está bien, que su cuerpo es suyo, que en algunos países es legal, que… “No lo estoy eligiendo, Martín: si no aborto me puedo morir”, me dice. Y se me queman los discursos. 

Hay un embarazo no deseado, peligroso, que si sigue adelante puede matarla. Hay un médico (¿responsable, cómplice?) que le dijo que legalmente no puede inducir el aborto, pero que “conoce a alguien”. Hay un hombre que (oh, sorpresa) no se hace cargo de su responsabilidad. “No tengo plata –me dice ella– y tiene que ser urgente”. 

Qué sé yo qué se siente. Nunca voy a poder saberlo. Sé que agradecí por dentro haberme animado a hablar tantas veces de aborto, eutanasia, piquetes, verdades. Lo supe rápido: ella no estaba ahí porque no tenía plata, sino porque sabía que no la juzgaría. 

Pasan poquísimos días y estamos en una esquina que no conozco de Capital. No quiere que entre con ella. “Son solo unas horas”, me dice. Tengo que mirar todo el tiempo la puertita y esperarla en el café de la esquina. Si no sale en el tiempo estipulado, el plan es torpe: ir a tocar la puerta. Y no avisarle a nadie a menos que sea urgentemente necesario. 

¿Cuántas cosas podés pensar cuando una de las personas que más querés está encerrada con personas desconocidas en una clínica ilegal en la que le están practicando un aborto para salvarle la vida? ¿Cuántas cosas habrá pensado ella antes, durante, después? Nunca voy a poder saberlo. 

La crueldad a la que la sociedad, a la que este sistema de mierda la somete no termina después de esas horas de angustia. El post-aborto exige ciertos cuidados que tendrá que soportar sin que nadie lo sepa, sin que nadie se dé cuenta. Se siente obligada a ocultarse, como si fuera una criminal. Pero es una víctima. Una víctima que podría haber aumentado el número de muertes por abortos clandestinos. Pero está acá, al lado mío. 

Luego vinieron años en los que casi no tocamos el tema, en los que la vida nos acercó y alejó, en los que nuestras diferencias políticas continuaron, en los que los feminismos enseñaron cuan revolucionario puede ser un movimiento horizontal, organizado y apasionado. Ella decidió no sumarse a ese movimiento. Muchas veces me pregunté, con un poco de miedo, qué pensaba sobre esas luchas. ¿Y si creía que abortar estaba mal, si estaba en contra de la legalización, tenía derecho a juzgarla? Claro que no. Pero igual, dentro mío, pensaba que ojalá. Ojalá. 

El 30 de diciembre de 2020 se legalizó la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina. Décadas de esfuerzo, estrategia y dolor de mujeres y disidencias sexuales, décadas transformando a la sociedad desde las entrañas para sacudirle ese putrefacto olor a hombre violento, meses eternos de pañuelos verdes multiplicándose por nuestros barrios tuvieron, por fin, impacto jurídico. Los papeles empezaron a decir lo que millones de cuerpos exigían.

Estaba solo en mi casa esa madrugada. Y pensé en tantas cosas. En las mujeres que amé, en las compañeras que celebraban en las calles, en las que murieron fuera de la ley. También pensé en ella. En qué estaría pensando. En que me parecía lógico y justo que mis argumentos jamás la hubieran convencido: después de todo, soy un hombre heterosexual. Lo que realmente me atravesaba (y nunca me hubiera animado a preguntarle) era qué pensaba ella sobre las millones de mujeres que se habían puesto en peligro para evitar que otras siguieran muriendo. Pensaba que ojalá ellas sí la hubieran podido conmover. Pensaba que ellas sí merecen ser escuchadas. 

En medio de esas emociones, escribí un texto en el que recordé aquella tarde y aquella puertita de Capital. Quería, de alguna manera, acercarme también a ella. Abrí el Instagram para publicarlo y entonces vi, en su muro, en sus fotos, algo verde, todo verde: “Legal, seguro, gratuito”, celebraba ella y, seguramente, también lloraba. Y entonces yo también lloré. Y celebré que, esta vez, no estuviera obligada a llorar en silencio.