sábado, 2 de octubre de 2021

Preguntar en terapia intensiva


“Me quiero ir a casa”, me dice Víctor y se le ponen llorosos sus ojos celestes. Víctor es mi abuelo, tiene 84 años y está acostado en la sala de terapia intensiva del hospital Gandulfo. Yo tengo 25, estoy sentado al lado suyo y le digo que no, que tenemos que pasar la noche ahí, juntos. Son las nueve y media. Mucho más que esta noche larga, me preocupa, me pone nervioso, me hace un monstruo en la panza una pregunta que da vueltas en mi cabeza y no sé si me animaré a preguntarle. 

Nunca en su vida Víctor había pasado una noche en un hospital. Alrededor nuestro hay gemidos de dolor, ruidos de camillas, enfermeras que entran cada tanto. Cuando pasan las horas, las camillas y las enfermeras son menos, pero quedan, incómodos, tensos en el aire, los gemidos de dolor de una decena de personas que no sé si están mejorando, agonizando o muriéndose a centímetros de mí. No me animo a mirarlas. 

Víctor está decidido a no dormir, se queja, amenaza con sacarse el suero y con irse aunque no lo dejen. No entiendo por qué me lo hace tan difícil, no sé qué decirle, le pido que trate de dormir. “No puedo”, me dice. Se quiere levantar al baño y le digo que espere, que le pregunto a una enfermera. No lo dejan. Tenemos que arreglarnos como podamos y con lo que hay. Está haciendo pis en una habitación en la que hay otras personas, tengo que ayudarlo, siente vergüenza. 

Víctor casi se muere hace un rato, cuando estaba en nuestra casa: se desvaneció de pronto y se lo llevó la ambulancia. Nos avisaron que quedaría en terapia intensiva y que era necesario un acompañante. Por eso estoy acá. A Víctor yo le digo “Babu” porque, en Ucrania, abuela se dice Baba. Abuelo no se dice Babu, pero igual le decimos así. Vivo con él desde que tengo memoria y aun así tengo miedo de hacerle la pregunta. 

A eso de la una de la mañana insiste con lo mismo, pero más calmado, o más cansado: 

–No puedo dormir, me quiero ir. No sé qué hacer. 

–Y bueno... charlemos –le respondo. 

–¿De qué? 

–No sé. De nosotros. 

Por primera vez en nuestra vida, Víctor y yo nos miramos fijo. Sostenemos la mirada en silencio. Me parece una eternidad. A los dos se nos humedecen los ojos. 

–Te quiero mucho –le digo despacito para no molestar al resto–. No sé si te lo dije alguna vez, pero sos un buen abuelo para mí. 

Le salió lo más parecido a una sonrisa que le vi esa noche. 

–¿Qué querés hacer cuando te vayas de acá, Babu? –le pregunto. 

–Lo que hago siempre –me responde, también con voz bajita–. Ir al mercado tempranito y estar en casa. Yo quiero dormir en casa. 

–Babu… ¿Tenés miedo? 

–Sí, Martín –me dice–. Menos mal que estás acá. 

Por un rato, tal vez horas, la sala de terapia intensiva desaparece y quedamos él y yo, solos, contándonos nuestras cosas, como si fuéramos viejos amigos. Entiendo ahora que tal vez lo éramos. 

Después de muchas verdades que nos dijimos por primera vez, a Víctor se le empezaron a cerrar los ojos. Por fin. Serían cerca de las cuatro de la mañana. Lo que tanto deseaba, que Babu durmiera un poco, estaba por pasar. Se sentía tan raro todo: estar ahí, hablar con él tan honestamente, el miedo a perderlo, la tranquilidad de estar haciendo todo lo posible. Pero ni siquiera todo eso podía tapar esa pregunta que tenía atragantada desde que empecé a darme cuenta de que Víctor no viviría para siempre.

–Babu, Babu… ¿Te dormiste? –le susurré. 

–Todavía no, pero ya me estoy durmiendo –me respondió. 

–Babu… Vos… –dudé de nuevo, porque me daba miedo su respuesta–. ¿Vos… vos tuviste una buena vida? ¿Babu… vos sos feliz cuando estás en casa con nosotros? 

No sé cuántos segundos duró el silencio, me acuerdo que me corrió un escalofrío por el cuerpo. Había mucho en juego para mí en esa respuesta. Mucho. 

–Sí. Sí, Martín. Me gusta mi vida. Soy feliz con ustedes –me dijo, y se quedó dormido. 

Esa noche de enero de 2010 fue la única que Víctor pasó en terapia intensiva. Cuatro meses después, mi abuelo murió durmiendo en su cama, muy cerca de todes les que lo amamos.

No hay comentarios: