lunes, 31 de agosto de 2020

Mi novia flogger

Por Martín Estévez 

Existió una novia que nadie supo que tuve. Ni mis amigues, ni mi familia, nadie la conoció. No es un chiste, un truco, ni una mentira: oculté mi segundo noviazgo al mundo entero. No por olvido ni por discreción: la vergüenza me llevó a negar esa historia hasta esta noche en que la pandemia y el vino, o tal vez el amor por la verdad, me impulsan a contarla: la historia de mi novia flogger. 

Estamos en febrero de 2009 e invaden Buenos Aires chicas y chicos con flequillos extraños, colores estridentes, chupines ajustados: los floggers. Adolescentes que se comunican a través de una cosa rara llamada Fotolog, en la que pueden subir una foto por día. El sueño de todo flogger es tener miles de personas que los pongan en “Favoritos” (“¡Effeameee!”, rogaban) para llegar a la gloria: ser “Flogger Gold” (o sea, publicar seis fotos por día en lugar de una). 

Yo tengo 24 años, quince días de vacaciones y no sé qué hacer con mi vida. No quiero pasar dos semanas solo y triste, así que decido darle una última oportunidad a la relación con mi papá, y una de las primeras oportunidades a la relación con mis hermanes, y viajo a la costa a pasar mis vacaciones con elles. 

Enseguida entiendo que con Juanca la cosa saldrá mal, y con Vicky y Fede, muy bien. Pero elles tienen 13 y 10 años, y yo tengo 24 y estoy desesperado por sentir emoción en mi vida. Desesperado en serio: una noche agarro una botella de Frizze, un libro de mil páginas llamado Los Miserables y me dispongo a pasar la noche en una plaza desconocida. No tengo idea de por qué: nomás me siento en una hamaca y leo, entonado por el alcohol, un libro francés de 1862. Para peor, mientras tanto me saco selfies, también sin saber por qué. 

Estoy en pose, eso sí lo sé. Quiero fingir algo que no soy. Quiero que pase algo en esta vida infame que es una meseta absurda en la que extraño a alguien a quien ya casi no recuerdo: a mi primera novia. En la que extraño, en realidad, una vida emocionante que tal vez nunca tuve y que ni siquiera sé si existe. Estoy sentado en una plaza con un libro terriblemente cruel en la mano, sin saber por qué. 

A las 4 de la mañana veo una mancha fucsia en la oscuridad. Alguien se acerca muy rápido, como si me conociera. 

–Qué divertido que estés con ese libro grandote. ¿No sos de acá, no? ¿Qué estás haciendo? –me dice. 

–No… No sé… Yo… –balbuceo, porque no sé qué estoy haciendo. 

–¡Daleeeee, reinaaaa! –le gritan desde la esquina. 

–Me tengo que ir, vení conmigo –me dice, y me arranca de la hamaca. 

Caminamos cinco cuadras en las que no digo ni una palabra. Ella no para de hablar de cualquier cosa. De golpe frena y me dice: 

–Vivo ahí, ¿ves? En esa casita. Vení mañana a la tarde y charlamos. A las cinco. 

Estoy por decirle que mejor no, pero no me da tiempo. 

–Antes saquémonos una foto para el flog –me dice. 

Y en menos de dos segundos quedo retratado para siempre en esa esquina, en esa noche, en esa vida. 

Al otro día, a las cinco, estoy ahí. No sé por qué. Entro a su casa. Me siento en un sillón. 

–¿En serio te llamás Reina? –le digo. 

–No –responde–, es mi fotolog: reinadelflog. Cuando puedas effeame. 

Quince minutos después, estamos besándonos. Tengo 24 años y ella es la segunda persona en la vida a la que le doy un beso en la boca. No sé por qué. 

Veintiséis minutos después, estamos en una cama. El sexo para mí es un trauma. Ella no lo sabe, pero se da cuenta enseguida. 

–¿Qué pasa? –me dice. 

Pienso en inventar una mentira, pero digo una oración larguísima de golpe. 

–No me sale coger, no tengo ganas de molestarte, me dijiste que venga y vine, perdoname, no sé qué hago acá y tampoco sé qué hago con mi vida. 

La imagen es patética. Yo estoy desnudo, desprotegido y frágil. Hablo sin fuerzas. 

–Vestite –me dice, y se va a la cocina. 

Tengo una nebulosa en el cerebro. No estoy triste: estoy extraviado. Me visto mecánicamente y agarro el buzo antes de irme. Ella me frena. 

–¿Querés ser mi novio? –me dice. 

–¿Qué? –respondo atontado–. En 6 días me voy. A Lomas. Vivo en Lomas. 

–Seamos novios seis días. Mañana pasá a buscarme a las tres –dice, y me empuja hasta la puerta–. Si vas a ser mi novio, te tengo que presentar a mi mamá. ¡No llegues tarde! 

No sé por qué, pero al otro día, a las 3, estoy ahí. Me agarra del brazo y empezamos a caminar. A las personas que la conocen les dice “él es Martín, mi novio”, y todes me saludan como si nada. Vamos por una peatonal, se frena y le pide una papa frita a alguien que come un paquete. El chico la mira extrañado, le ofrece una papa, y de golpe, lo juro, ella le saca todo el paquete de la mano y le dice “mejor dame todas”. 

En una mano se lleva el paquete enorme de papas fritas y en la otra me lleva a mí. Siento que me van a cagar a piñas por su culpa. Miro para atrás para pedir perdón y el pibe, tres veces más grandote que yo, mira con cara de sorpresa. Tampoco sabe qué hacer. 

–¿Qué hacés? –le digo. 

–Lo que me da la gana. No te conozco, pero es obvio que a vos te falta esto: hacer lo que te da la gana. Así que te enseño. Ah: dame un beso. 

–¿Qué? 

–Que me des un beso. Si vas a ser mi novio, nos tenemos que besar. 

Y nos ponemos a transar enfrente de un vendedor de churros. 

En los siguientes seis días, no solo me lleva a conocer a su mamá, sino que me muestra los secretos de su vida: su infancia, el rincón donde va cuando quiere estar sola, la angustia de una ciudad tan llena en verano y tan vacía en invierno. Me cuenta que ella tampoco sabe qué hacer con su vida, pero que mientras tanto hace lo que quiere. Me dice que eso tengo que hacer yo. 

Lo peor, lo mejor, o lo más inolvidable sucede cuando me lleva a un cyber. Un cyber es el lugar donde podés usar internet en 2009. 

–Tengo que revisar el flog –me dice. 

Lo que veo en los siguientes 30 minutos no lo voy a olvidar jamás. Ella sube una foto y de golpe empieza a abrir ventanitas. Una, dos, tres. Diez, quince, treinta. De pronto hay alrededor de cincuenta chats simultáneos en los que intercambia diálogos absurdos con cincuenta personas a la vez. Cincuenta personas no: cincuenta floggers.  

–Gracsssss, gooooorrrr…… 
–Lindoo vosssssssss
–que haces santiiiii!!!!!
–amigaaaaa
–ay k divinoooo
–¡effeame de reverseeeeeeeeeeeee! 

Escribe así, en velocidad infinita, abriendo y cerrando ventanitas, el teclado parece una ametralladora, es imposible que realmente esté leyendo lo que esas personas dicen, que esté entendiendo algo de lo que está pasando. Por momentos siento que no puede ser real que ella esté sentada sosteniendo cincuenta conversaciones simultáneas durante 30 minutos con gente que se llama [[[€r®®®iiiiiii ]]] o {{rayitodesooooool :) }}. Que no puede ser real que un hombre serio de 24 años esté parado en un cyber de la costa, una tarde de febrero, siendo novio de una verdadera e hiperquinética flogger. 

En el quinto atardecer de nuestro noviazgo, nos sentamos en un edificio abandonado a medio construir. La vista es hermosa. Por primera vez, hay silencio: ella no habla. 

–Por ahí no es que no me animo, sino que no sé lo que quiero hacer –le digo. 

–Sos lindo –dice ella sin hablar tan rápido–. Decís cosas lindas. Yo soy rara, tengo un montón de problemas, pero vos estás acá conmigo. Todo el tiempo estás tratando de ayudarme. Por ahí lo que querés hacer es esto: estar acá, pensando qué querés hacer algún día. 

–¿No te molesta que no hayamos podido coger? –le digo con culpa. 

–No, prefiero estar acá hablando con vos. Vos hablás de verdad. 

El sexto y último día nos dedicamos a caminar durante horas. Nos contamos cosas de verdad. Cerca de las 8 me llaman desde mi trabajo, ella me saca el celular y dice: “Soy la novia de Martín, no puede hablar ahora, está de vacaciones”. Y corta. Le sonrío. Nos abrazamos. Tengo ganas de llorar, no sé por qué, pero me aguanto el nudo en la garganta. Al otro día, nos separamos para siempre. La historia termina ahí. 

Mentiría si digo que la recuerdo seguido, pero sí cada vez que escucho Mil Horas, de los Abuelos de la Nada. Como era una de las dos o tres canciones que tenía en su celular, cuando estábamos juntes sonaba mil veces. Me hace acordar de lo raro de aquel viaje, de mí, sentado en una hamaca leyendo Los Miserables, de lo lejos y cerca que estaba de saber qué demonios quería en la vida. Pero me acuerdo, más que nada y especialmente, de la risa espontánea que le salía cada vez que cantaba la versión que había inventado para ella:

“La otra noche estuve devolviendo firmas dos horas… Mil firmas por posteo…
Y cuando firmaste, vos posteaste y me dijiste: flogger, vos effeame, y yo te effeo…”. 

Me hace recordar con cariño esa risa que se le escapaba sin querer y que, en un mundo superficial, mezclado y enfermo, me gritaba que ella, y todes les floggers, eran inocentes de todas las catástrofes del universo.

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