martes, 16 de febrero de 2016

Mi papá (por fin me animo)

Por Martín Estévez

Es 16 de mayo de 1999. Racing, que hace días estuvo a punto de desaparecer, pierde 1-0 contra Argentinos Juniors en cancha de Deportivo Español. Perico Ojeda, un grandote torpe pero querible, lucha por la pelota como un condenado, y la hinchada de Racing lo aplaude. Pero yo no miro a Ojeda. Me quedo mirando a Juanca, que aplaude al lado mío. Y sigo sin entender.

Juanca es mi papá, y también el problema más largo de mi vida. Si lo nombré muy poco en este blog es porque hubo épocas en las que estuvo ausente, pero también porque me cuesta mucho escribir (y hablar) sobre él. Me duele. Pensé mucho si tenía derecho a contar lo que voy a contar ahora, y no llegué a ninguna conclusión. Pero acá estoy.

El primer recuerdo de mi vida, aunque medio borroso, es mi cumpleaños de 5. Tati y Juanca se habían separado y yo vivía con ella en lo de mis abuelos. Me habían regalado una camiseta de Racing (todavía la tengo) y, a la noche, llegó Juanca para saludarme. Cuando vio mi camiseta, le chifló el moño, le saltó la térmica, enloqueció: empezó a insultar desde la calle, no recuerdo si a mí, a mis familiares o al mundo. Se puso violento. Se colgó de las rejas. Me dio miedo.

No estoy juzgando, sólo cuento. Tampoco quiero juzgar la decisión de alguien (no sé quién) de llamar a la policía en ese momento. Ni la de Tatiana, que me tapaba los oídos para que no oyera los gritos. Sólo cuento.

Yo ahora podré ser un hijo de puta, pero esa noche era un inocente de 5 años al que, minutos después, lo hacían salir a una vereda oscura para darle un beso a un señor que tenía los ojos desorbitados, que estaba escoltado por dos policías, y que antes había insultado fuerte. Ese señor era mi papá.

Los años siguientes fueron difíciles para mí y para mi hermana Gabriela. Imagino que para él también. Juanca se volvió un tema tabú. Nadie lo nombraba. Él había decidido “desaparecer”, y en mi casa no se volvió a hablar de aquella noche.

En primer grado, cuando la maestra preguntaba de qué trabajaban los papás, yo decía que Juanca era sodero. No mentía a propósito: no tenía idea de qué era él. De quién era él. No tenía ningún recuerdo que no fuera el del monstruo colgado de las rejas.

El mito del monstruo fue creciendo. Durante el par de años que no supe nada de él, una persona (otro día les digo quién) se encargó de contarme, una y otra vez, que Tati y Juanca se habían separado porque él “la había engañado tres veces, y ella lo vio”. Yo no entendía qué era “engañar” a alguien, pero me parecía terrible, especialmente porque ella lo había visto.

Juanca quiso volver a vernos cuando yo tenía 7 años. A Gaby y a mí. Pero la idea nos aterraba. Le teníamos miedo al monstruo. A que gritara. A que no le gustara mi remera. A que volviera a desaparecer.

Las primeras salidas fueron cortas y con escolta: a él no lo escoltaba la policía, pero Tati nos acompañaba a nosotros. Me acuerdo y me duele la panza. Sufríamos mucho, probablemente todos.

Después empezamos a verlo solos, domingo por medio. Pero el miedo no se iba. Yo soñaba que él nos pasaba a buscar, arrancaba el auto y no frenaba nunca, nos llevaba y nos llevaba, lejos de mi casa. No podía contárselo a nadie. Hasta los 15 años, de hecho, no pude mencionar en voz alta aquel cumpleaños de 5. No me animaba.

El problema, igual, no fue esa noche. El problema fue el silencio posterior. Ni Juanca ni nadie, en ningún momento, se sentó a decirnos “esa noche pasó esto, esto y esto, pero no tengan miedo: no va a volver a suceder”. En ningún momento se dieron cuenta de que nosotros habíamos estado ahí, de que nos acordábamos y de que no entendíamos el porqué de la violencia. Hicieron como que no había pasado nada, seguro pensando que era lo mejor para nosotros. Pero se equivocaron. Se equivocaron mucho. Y ahora sí estoy juzgando.

Me costó asumirlo, pero lo asumí: si alguna vez en mi vida fui víctima de algo, fue en ese momento. En esa noche de miedo, en esos años de silencio, en esas pesadillas. No debe ser fácil ser padre, pero es una elección. Una responsabilidad enorme. Y hay que hacerse cargo. Si yo tengo 31 años y todavía no tuve hijos es porque sigo pensando qué le diría si un día lo veo con una remera que diga “Macri presidente”. Cómo hago para explicarle que algo me duele mucho sin gritar y sin colgarme de las rejas.

Entre 1993 y 1999, luchamos contra esa noche, contra ese silencio. Gaby, Juanca, yo. Nos veíamos, con bastante regularidad, cada dos semanas. Él nos trataba bien, nos compraba cosas y también iba a algunos actos de la escuela. En el 95 tuve una hermana, Victoria, a la que quise enseguida. Y en el 99, días después del Argentinos-Racing, nacería Federico. No era la relación perfecta, pero las pesadillas habían desaparecido.

No sé si ya se los dije, pero Juanca es de River. Y River, desde mi cumpleaños de 5, había ganado 9 títulos. Era el mejor equipo de Argentina. Yo soy de Racing. Y Racing, desde mi cumpleaños de 5, no había ganado nada. 

El 21 de marzo del 99, perdió 2-0 el clásico contra Independiente y quedó último en la tabla. Vi el partido en la casa de Juanca, en silencio, sin berrinches infantiles, con un dolor hondo (y silencioso) que a él lo habrá conmovido. Intuyo que la idea de acompañarme a la cancha nació en ese momento.

Ya contaré lo que pasó en los años siguientes, que fue mucho, pero por ahora quiero frenar acá, en la mañana del 16 de mayo de 1999, en esa tribuna del Deportivo Español. Quiero que se pongan en mi lugar, en ese pibe de 15 años que mira a su papá aplaudir a Perico Ojeda y no entiende. No está triste, ni contento, ni enojado: está confundido. Se pregunta, mientras lo mira, lo mismo que me pregunto todavía hoy. Todavía ahora. Se pregunta, si el problema aquella noche no había sido la camiseta, cuál había sido.