sábado, 23 de octubre de 2021

El título imperfecto


Por Martín Estévez

Siempre quise que el día en que terminara mi carrera hubiera montones de personas esperándome para abrazarme, tirarme de todo, celebrar eufóricamente conmigo. Ayer, después de 11 años de estudiar como un chancho, me recibí de profesor y licenciado en Letras. Elegí un lugar bien grande, la plaza de Lomas, para que me esperara la multitud. Pero fueron a saludarme solamente cinco personas. Cinco. A la noche, mientras miraba, vacías, las sillas que había preparado en mi casa para la multitudinaria fiesta, tomé una decisión importante para mi vida. Una decisión que quiero contarles. 

••••• 

En el año 2010, cuando empecé la carrera, quería que mi abuelo me viera terminarla, pero ese año Víctor se murió. 

En el 2011 quería hacer la carrera en cinco años, pero la superposición de horarios de mi trabajo y las clases evidenció que serían muchos más. 

En el 2013 quería seguir haciendo la carrera con mi mejor amigo Leandro, pero mientras él avanzaba a lo bestia yo cursaba una materia por cuatrimestre. 

En el 2014 quería terminar la carrera sin desaprobar finales, pero me clavaron un 2 en Gramática Española. 

En el 2016 quería ser un escritor famoso en Latinoamérica, pero me hice famoso por mis fracasos y angustias para aprobar Latín. 

En el 2018 quería que mi abuela (que en el 2010 me acompañaba a esperar el colectivo a la mañana) me viera terminar la carrera, pero ese año Fanny se murió. 

En el 2020 quería que mi último día de clases fuera rodeado de gente querida en la universidad, pero lo pasé solo, frente a una computadora, y en medio de una pandemia. 

••••• 

En mi carrera me enseñaron casi nada que me sirva para ser profesor o para ser feliz, pero en pocos lugares aprendí tanto como en la universidad que el mundo casi nunca es como lo queremos, que a veces ni se parece a lo que esperábamos. 

Que, hagamos lo que hagamos, aunque sea con constancia ordenada o con obsesiva dedicación, las cosas pueden salir muy mal. Que nos podemos hacer mierda contra el vacío, que el mundo vino fallado o tal vez nuestras expectativas son muy grandes, que todos los lugares a los que nos lleva el capitalismo son siempre limítrofes con la angustia más atroz. 

La carrera no duró cinco años, hasta me saqué un 1 y muchas veces me sentí solo en un aula con 30 personas. Durante todo este tiempo me pasaron cosas hermosas y terribles. Ayer, como en los 11 años de carrera y como todos los días, el mundo no fue como hubiera querido: a veces me lastima de tan imperfecto, a veces siento que soy una versión fallada de lo que pude ser. 

Pero ayer, pese a que mi plan no salió como esperaba, me sentí contento, acompañado. Sentí que había algo verdadero en ese festejo austero. Y pasó algo incluso mejor: me sentí cómodo en el mundo imperfecto que pude construir alrededor mío. Ayer hubo cinco personas esperándome bajo la lluvia, pero otras me abrazaron más tarde hasta llenar mi casa, otras me saludaron a sus maneras, casi todas saben que recibirme no me importa, sino todas las magias que pasan hasta llegar hasta el final de un camino. 

Ayer a la noche, mientras miraba las sillas que había preparado en mi casa, sillas que quedaron vacías luego de que las muchas personas que me visitaron se fueron, tomé una decisión importante en mi vida: empezar a aceptar la imperfección. No, aceptarla no: incorporarla, entenderla, abrazarla. Ayer entendí, por fin entendí, que la felicidad no necesita que ser como la planeamos: solo tiene que ser felicidad. 

Ahora sí: díganme palabras de amor, que las estoy esperando. No importa que no escriban todes les que quiero, no importa que no digan lo que espero. Porque, después de 11 años, la universidad me enseñó que las cosas imperfectas también pueden ser felices.

sábado, 2 de octubre de 2021

Preguntar en terapia intensiva


“Me quiero ir a casa”, me dice Víctor y se le ponen llorosos sus ojos celestes. Víctor es mi abuelo, tiene 84 años y está acostado en la sala de terapia intensiva del hospital Gandulfo. Yo tengo 25, estoy sentado al lado suyo y le digo que no, que tenemos que pasar la noche ahí, juntos. Son las nueve y media. Mucho más que esta noche larga, me preocupa, me pone nervioso, me hace un monstruo en la panza una pregunta que da vueltas en mi cabeza y no sé si me animaré a preguntarle. 

Nunca en su vida Víctor había pasado una noche en un hospital. Alrededor nuestro hay gemidos de dolor, ruidos de camillas, enfermeras que entran cada tanto. Cuando pasan las horas, las camillas y las enfermeras son menos, pero quedan, incómodos, tensos en el aire, los gemidos de dolor de una decena de personas que no sé si están mejorando, agonizando o muriéndose a centímetros de mí. No me animo a mirarlas. 

Víctor está decidido a no dormir, se queja, amenaza con sacarse el suero y con irse aunque no lo dejen. No entiendo por qué me lo hace tan difícil, no sé qué decirle, le pido que trate de dormir. “No puedo”, me dice. Se quiere levantar al baño y le digo que espere, que le pregunto a una enfermera. No lo dejan. Tenemos que arreglarnos como podamos y con lo que hay. Está haciendo pis en una habitación en la que hay otras personas, tengo que ayudarlo, siente vergüenza. 

Víctor casi se muere hace un rato, cuando estaba en nuestra casa: se desvaneció de pronto y se lo llevó la ambulancia. Nos avisaron que quedaría en terapia intensiva y que era necesario un acompañante. Por eso estoy acá. A Víctor yo le digo “Babu” porque, en Ucrania, abuela se dice Baba. Abuelo no se dice Babu, pero igual le decimos así. Vivo con él desde que tengo memoria y aun así tengo miedo de hacerle la pregunta. 

A eso de la una de la mañana insiste con lo mismo, pero más calmado, o más cansado: 

–No puedo dormir, me quiero ir. No sé qué hacer. 

–Y bueno... charlemos –le respondo. 

–¿De qué? 

–No sé. De nosotros. 

Por primera vez en nuestra vida, Víctor y yo nos miramos fijo. Sostenemos la mirada en silencio. Me parece una eternidad. A los dos se nos humedecen los ojos. 

–Te quiero mucho –le digo despacito para no molestar al resto–. No sé si te lo dije alguna vez, pero sos un buen abuelo para mí. 

Le salió lo más parecido a una sonrisa que le vi esa noche. 

–¿Qué querés hacer cuando te vayas de acá, Babu? –le pregunto. 

–Lo que hago siempre –me responde, también con voz bajita–. Ir al mercado tempranito y estar en casa. Yo quiero dormir en casa. 

–Babu… ¿Tenés miedo? 

–Sí, Martín –me dice–. Menos mal que estás acá. 

Por un rato, tal vez horas, la sala de terapia intensiva desaparece y quedamos él y yo, solos, contándonos nuestras cosas, como si fuéramos viejos amigos. Entiendo ahora que tal vez lo éramos. 

Después de muchas verdades que nos dijimos por primera vez, a Víctor se le empezaron a cerrar los ojos. Por fin. Serían cerca de las cuatro de la mañana. Lo que tanto deseaba, que Babu durmiera un poco, estaba por pasar. Se sentía tan raro todo: estar ahí, hablar con él tan honestamente, el miedo a perderlo, la tranquilidad de estar haciendo todo lo posible. Pero ni siquiera todo eso podía tapar esa pregunta que tenía atragantada desde que empecé a darme cuenta de que Víctor no viviría para siempre.

–Babu, Babu… ¿Te dormiste? –le susurré. 

–Todavía no, pero ya me estoy durmiendo –me respondió. 

–Babu… Vos… –dudé de nuevo, porque me daba miedo su respuesta–. ¿Vos… vos tuviste una buena vida? ¿Babu… vos sos feliz cuando estás en casa con nosotros? 

No sé cuántos segundos duró el silencio, me acuerdo que me corrió un escalofrío por el cuerpo. Había mucho en juego para mí en esa respuesta. Mucho. 

–Sí. Sí, Martín. Me gusta mi vida. Soy feliz con ustedes –me dijo, y se quedó dormido. 

Esa noche de enero de 2010 fue la única que Víctor pasó en terapia intensiva. Cuatro meses después, mi abuelo murió durmiendo en su cama, muy cerca de todes les que lo amamos.