domingo, 20 de noviembre de 2016

La mentira del periodismo deportivo

Por Martín Estévez

Abandoné el periodismo deportivo el 18 de marzo de 2002. Tenía 17 años y hasta ese momento había cumplido brillantemente mi labor: leía diez diarios por semana, miraba veinte partidos por mes y no hacía más que escribir sobre fútbol, básquet o saltos ornamentales. Esa mañana me sucedió algo horrible: empecé a estudiar en DeporTEA.

En realidad, yo quería ser guionista de comics. Mi objetivo no era cubrir los Juegos Olímpicos, sino ser el primer argentino en escribir la Liga de la Justicia. Apenas terminé el secundario averigüé en la Escuela Argentina de Historieta, pero no otorgaba título oficial y era un poco cara.

Eso lo podés estudiar después, como un hobbie escuché una y otra vez de mis conocidos. Hacé lo que quieras —me decían pero para mí tendrías que estudiar periodismo deportivo.

Me tomé en serio lo de "hacé lo que quieras" y resistí. Supe que la carrera de periodismo deportivo no existía en universidades públicas y que también había que pagar, así que los comics seguían con ventaja. 

A Tati alguien le dijo que DeporTEA era un buen lugar. Llamé y supe que la cuota era de $220 por mes. Imposible para nosotros: la crisis del 2001 nos había cacheteado y Tati hacía malabares para que todos pudiéramos comer. Pero ella investigó más.

—Me enteré de que dan becas —me explicó—. Vos venís de una escuela casi pública y tenés buen promedio en el boletín. Si te dan la beca y tu papá puede pagar una parte, llegamos.

Hablé con Juanca y él redobló la apuesta:

—No te preocupes, yo te pago la mitad. Y no hace falta que hagas los trámites para la beca, te doy 110 y listo.

Igual era una fortuna, así que hice los trámites por mi cuenta y conseguí un 20% de descuento, que me mantendrían si faltaba poco y tenía buenas notas. Juanca ponía 110, Tati 66 y yo tenía que arreglármelas para pagar los viajes y el resto de los gastos. Todo cerraba.

¿Todo cerraba? No. Mientras eso sucedía, seguía pensando en ser guionista. Lo único que me interesaba del periodismo era completar las campañas de Racing entre 1990 y 1997. Que esos partidos que recordaba tuvieran su comprobante físico: las hermosas síntesis de El Gráfico. El resto (entrevistar a un jugador de voley, comentar una semifinal o armar una tabla de posiciones) me parecía bien, pero no me obsesionaba.

A mediados de febrero, Tati me dijo:

—Te acompaño a DeporTEA y terminamos de averiguar todo. Y, si te convence, te anotás ese mismo día. Ya te queda poco tiempo.

—Tampoco hay tanto apuro —respondí haciéndome el canchero.

Cuando llegamos, me explicaron que la carrera duraba tres años y que el título era oficial. Que algunos periodistas conocidos habían estudiado ahí. Que la cuota sería más barata en los dos años siguientes. Que los profesores trabajaban en varios medios de comunicación y que había pasantías. Pero nada de eso me conmovía. No estaba convencido.

Ya en la planta baja, justo antes de irnos, me invitaron a pasar al archivo.

—Tenemos miles de revistas, libros y diarios —me contó un señor simpático llamado Enrique Stroppiana—.  Los alumnos pueden verlos y fotocopiarlos.

—¿Y de la revista El Gráfico tienen algo? —pregunté.

—Desde 1959 hasta este año, la colección completa, con las ediciones especiales incluidas.


La miré a Tati.

—Subamos así me anoto —le dije—. Ya me queda poco tiempo.

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Enseguida supe que la carrera era muy pobre: apenas seis horas de clase por semana, centradas en ejercitar "qué hacer cuando nos toque trabajar en algún medio". Además, los lunes de 9 a 12 había conferencias de prensa de deportistas. Sólo eso.

Es triste: en DeporTEA podés recibirte sin saber quiénes fueron los presidentes argentinos, qué significa monopolio o qué fue la Segunda Guerra Mundial. Estoy seguro de que buena parte de mis compañeros no sabían esas cosas. En el aula escuché nombrar muchas veces las palabras Palermo, Batistuta y Ginóbili. Pocas veces, ortografía, gramática y sintaxis. Y casi ninguna vez, Marx, capitalismo o explotación.

En DeporTEA no se estudia historia, filosofía ni sociología. Sólo se trata de escribir y aprender un poco sobre cada deporte. Muy poco: el examen final de la materia "automovilismo", por ejemplo, constó de una pregunta a cada estudiante. Un compañero, Amós, tuvo que responder cómo se escribía "Schumacher". Lo hizo mal: lo deletreó dos veces con G. Dijo Schumager. Igual aprobó.

Si aprendí algo en DeporTEA fue porque tipos como Daniel Vilá o Ariel Scher estropeaban los planes de mantenernos ignorantes. Vilá nos hablaba de la dictadura militar, de la suciedad del Grupo Clarín, de los periodistas corruptos. Ariel nos decía que no cuestionarse el mundo es ser pelotudo, que no leer es ser pelotudo y que el mundo ya tenía suficientes pelotudos para que nosotros ampliáramos el número.

A mí nada me importaba: después de cada clase, corría al archivo y me quedaba hasta el anochecer mirando revistas El Gráfico. Una por una, empezando por 1990. Hasta completar mis partidos, mi colección, mis memorias.

¡Cuántos vacíos oculté en ese archivo! Durante todo el 2002 no tuve amigos; ni una sola vez me junté con alguien a conversar, a tomar algo, a mirar televisión. No había con quién. Sólo tenía una novia a la que veía, con suerte, dos ratitos a la semana. Casi todas las noches me quedaba en mi casa recortando diarios, mirando televisión o leyendo historietas.

Entonces no era raro que los lunes entrara al archivo a las 12 y me fuera a las 19. Lo recuerdo ahora y me sorprendo: Enrique me esperaba con las cinco revistas siguientes a la última que había leído. Me convertí en parte del decorado del archivo: era el chico que siempre estaba ahí, mirando revistas.

Al menos empecé a verme con mis compañeros fuera de DeporTEA: los viernes, cuando iba al kiosco de la vuelta a fotocopiar los partidos de Racing, cuatro o cinco estaban ahí comiéndose un pancho y conversando. Yo pasaba y les decía "hola" muy bajito. Ellos no entendían por qué yo me hacía tanto daño.

En aquellas solitarias tardes de 2002, todavía no sabía que El Gráfico también tenía una historia sucia, ni que leer aquellas 416 revistas sería lo más periodístico de mi formación. Y mucho, pero mucho menos, imaginaba que algún día me pagarían por hacer exactamente ese trabajo.

Aunque no soy ni me siento periodista deportivo, empecé a trabajar en El Gráfico en 2010. Y en 2015 propuse una idea: leer toda la colección para construir un enorme resumen que finalizará cuando la revista cumpla cien años. En 2019, cuando llegue ese aniversario, habré leído los 4.805 números de El Gráfico.

Así que termino este texto un poco apurado, porque estoy en la redacción y tengo que seguir pasando páginas. Leo las revistas sorprendido de que me paguen por hacerlo, pero también con mucho cuidado y mucho detenimiento. No porque tenga miedo de que se me escape algún dato, sino porque quiero estar seguro, muy seguro, de que esta vez no las leo para ocultar mis problemas, mis vacíos ni mi soledad, sino solamente para honrar a ese gran periodista que supe ser hasta aquel 18 de marzo de 2002.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Tan cerca del dolor y de la fiesta

Por Martín Estévez

Es 27 de diciembre del 2001 y estoy llorando. Lloro sentado en el patio de mi casa, mirando para abajo, con la cabeza entre los brazos. Hay bombas de estruendo en el barrio. Yo lloro más fuerte. Hace 177 segundos, 178, ahora 179 segundos, Racing acaba de salir campeón por primera vez en mi vida. Esperé mucho este momento, muchísimo este momento, y lloro. Mi tía Elvira me mira, creyendo que lloro de felicidad. Pero no: lloro porque estoy muy triste.



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Lo leí hace poco en un libro y me fascinó: sólo se llora por tristeza. No es posible llorar por alegría ni por felicidad. El cuerpo no puede fabricar lágrimas sin la reacción química que genera la tristeza en el cerebro. No quiero escuchar opiniones diferentes, no insistan: esto está comprobado científicamente.

Vayan para atrás, repasen rápidamente sus vidas, y noten cómo cambian las cosas; ahora saben que todas, pero todas las veces que lloraron, fue por tristeza, angustia, dolor o miedo. Pero por felicidad, nunca: es imposible.

¿Por qué llora una madre que tuvo un embarazo difícil cuando ve a su hijo recién nacido? Porque lo primero que aparece en su mente es el inmenso sufrimiento que atravesó para llegar a verlo. Recién entonces se permite soltar las muchas lágrimas que se guardó. Llora ese dolor.

¿Por qué lloran algunos padres cuando ven entrar a su hija al cumpleaños de 15? Por angustia: entienden de golpe que el pasado jamás volverá, que el tiempo ha avanzado más rápido de lo esperado, que la vida es corta. Lloran porque su hija es cada vez menos suya.

¿Y por qué llora la hija, también? Llora porque tiene miedo. Tiene miedo de que algo en la fiesta salga mal, se siente demasiado observada, y descubre que cada vez está más cerca de tener que hacerse cargo de su vida, sin la protección permanente de los que están ahí. Y si yo estuviera en su lugar, les digo la verdad, también lloraría.

Más allá de que las causas cambien, siempre están vinculadas a la angustia. Busquen cada llanto posible, y van a ver que todos tienen una contracara triste, una oscura explicación que quedaría perfectamente oculta si no fuera por un detalle: las lágrimas. 

Yo vi la cara de los que dicen llorar por felicidad y no hace falta que me lo confirme la ciencia: son caras de angustia, de dolor acumulado. No piensan "qué bueno que apareció esta felicidad"; piensan "por fin se acabó esta tortura".

Así que ya lo saben, cuando vean a alguien "llorar de emoción", sepan que esa emoción nunca es felicidad. Que esa persona está triste, angustiada o asustada. Ustedes ahora lo saben, y no podrán olvidarlo nunca más. En cambio, en 2001, mi tía Elvira no lo sabía.

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Aquel 27 de diciembre lloraba porque pensaba que el día de Racing campeón iba a ser distinto. Me imaginaba feliz, con toda mi familia cerca, o tal vez saltando con Mati y Albert en la cancha, y recibiendo saludos de un montón de amigos. Pero no: estaba en un momento de mierda.

El año 2001 fue una tortura. Después del viaje a Bariloche, viví los seis peores meses de mi vida. Odiaba ir al colegio. Sufría. Callaba. Era el último año del secundario y mis ex amigos hicieron lo posible para que la pasara mal. No les costó mucho conseguirlo: me ignoraron y, cuando no me ignoraron, fue sólo para hacer comentarios hirientes sobre mí.

Que quede claro, de todas formas, que el problema no eran ellos. El problema era yo, que hacía dos años había empezado a sentirme mejor conmigo mismo, y ahora estaba otra vez ante el gran miedo de mi vida, ante el gran miedo de la vida de muchos de nosotros: sentirme solo.

En toda esa puta mitad de 2001, cada vez que pisé la vereda del colegio sentí que a nadie le importaba mi sufrimiento. Si en ese momento alguien me hubiera dado un botón que saltara el tiempo seis meses hacia adelante, lo habría apretado hasta con los testículos.

En medio de mi trauma personal, de mi falta de amigos, el país se fue al carajo. La década menemista fue una bomba que explotó dos años después, con pobreza, hambre, desocupación, corralito. 

Días antes de aprender a decir "Racing campeón", aprendí lo que significaba "estado de sitio", "saqueos", "presidentes interinos" y "congelamiento de cuentas". En la calle, la mitad de Lomas de Zamora tenía miedo, y la otra mitad tenía hambre. Yo no estaba en ninguna de las dos mitades: yo sólo tenía tristeza.

El día que se iba a definir el campeonato no hubo fútbol porque, tres días antes, el presidente se había escapado en helicóptero. Por eso, Racing jugó un jueves a la tarde. Hice fila desde la madrugada, pero no conseguí entradas: lo vi en casa, sin Mati, sin Albert, sin Tati. Y me sentí un poco más solo.

En esos mismos días, tan agrios, tan raros, un gordo hermoso llamado Hernán Casciari escribió un texto llamado Tan lejos del dolor y de la fiesta, en el que explicó cómo vivió desde España sus angustias internas, el dolor de su Argentina y la fiesta de su Racing. A mí me pasó al revés: me explotó todo tan cerca que no pude procesarlo.

Ese jueves a la tarde, ese 27 de diciembre de 2001, tenía todas esas cosas en la cabeza cuando el árbitro sonó el silbato, Racing empató 1-1 con Vélez y fui campeón por primera vez. Sentía tristeza, angustia, dolor, miedo. Por eso lloraba.

Cuando terminé de llorar recordé que, aunque ya habían terminado las clases, dos días después era mi entrega de medallas. Tuve miedo de una humillación, ya no privada, sino enfrente de mi familia. Que me gritaran "pelotudo" o "puto" mientras alguien me acercaba el diploma. Pero la tristeza ya me tenía harto. Marcelo, Lucas y Juan Manuel ya me tenían harto.

Ese mismo 29 de diciembre, por suerte, Racing decidió celebrar el título con un partido amistoso. Supe enseguida lo que debía hacer: mientras un directivo en el Instituto Lomas de Zamora decía "Martín Estévez" por un micrófono, y miraba para todos lados esperando mi aparición, yo estaba en la cancha, gritando "dale campeón, dale campeón" con Gaby. Viendo, aliviado, la única entrega de medallas que no me hacía llorar.