Es 27 de diciembre del 2001 y estoy llorando. Lloro sentado en el patio de mi casa, mirando para abajo, con la cabeza entre los brazos. Hay bombas de estruendo en el barrio. Yo lloro más fuerte. Hace 177 segundos, 178, ahora 179 segundos, Racing acaba de salir campeón por primera vez en mi vida. Esperé mucho este momento, muchísimo este momento, y lloro. Mi tía Elvira me mira, creyendo que lloro de felicidad. Pero no: lloro porque estoy muy triste.
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Lo leí hace poco en un libro y me fascinó: sólo se llora por tristeza. No es posible llorar por alegría ni por felicidad. El cuerpo no puede fabricar lágrimas sin la reacción química que genera la tristeza en el cerebro. No quiero escuchar opiniones diferentes, no insistan: esto está comprobado científicamente.
Vayan para atrás, repasen rápidamente sus vidas, y noten cómo cambian las cosas; ahora saben que todas, pero todas las veces que lloraron, fue por tristeza, angustia, dolor o miedo. Pero por felicidad, nunca: es imposible.
¿Por qué llora una madre que tuvo un embarazo difícil cuando ve a su hijo recién nacido? Porque lo primero que aparece en su mente es el inmenso sufrimiento que atravesó para llegar a verlo. Recién entonces se permite soltar las muchas lágrimas que se guardó. Llora ese dolor.
¿Por qué lloran algunos padres cuando ven entrar a su hija al cumpleaños de 15? Por angustia: entienden de golpe que el pasado jamás volverá, que el tiempo ha avanzado más rápido de lo esperado, que la vida es corta. Lloran porque su hija es cada vez menos suya.
¿Y por qué llora la hija, también? Llora porque tiene miedo. Tiene miedo de que algo en la fiesta salga mal, se siente demasiado observada, y descubre que cada vez está más cerca de tener que hacerse cargo de su vida, sin la protección permanente de los que están ahí. Y si yo estuviera en su lugar, les digo la verdad, también lloraría.
Más allá de que las causas cambien, siempre están vinculadas a la angustia. Busquen cada llanto posible, y van a ver que todos tienen una contracara triste, una oscura explicación que quedaría perfectamente oculta si no fuera por un detalle: las lágrimas.
Yo vi la cara de los que dicen llorar por felicidad y no hace falta que me lo confirme la ciencia: son caras de angustia, de dolor acumulado. No piensan "qué bueno que apareció esta felicidad"; piensan "por fin se acabó esta tortura".
Así que ya lo saben, cuando vean a alguien "llorar de emoción", sepan que esa emoción nunca es felicidad. Que esa persona está triste, angustiada o asustada. Ustedes ahora lo saben, y no podrán olvidarlo nunca más. En cambio, en 2001, mi tía Elvira no lo sabía.
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El año 2001 fue una tortura. Después del viaje a Bariloche, viví los seis peores meses de mi vida. Odiaba ir al colegio. Sufría. Callaba. Era el último año del secundario y mis ex amigos hicieron lo posible para que la pasara mal. No les costó mucho conseguirlo: me ignoraron y, cuando no me ignoraron, fue sólo para hacer comentarios hirientes sobre mí.
Que quede claro, de todas formas, que el problema no eran ellos. El problema era yo, que hacía dos años había empezado a sentirme mejor conmigo mismo, y ahora estaba otra vez ante el gran miedo de mi vida, ante el gran miedo de la vida de muchos de nosotros: sentirme solo.
En toda esa puta mitad de 2001, cada vez que pisé la vereda del colegio sentí que a nadie le importaba mi sufrimiento. Si en ese momento alguien me hubiera dado un botón que saltara el tiempo seis meses hacia adelante, lo habría apretado hasta con los testículos.
En medio de mi trauma personal, de mi falta de amigos, el país se fue al carajo. La década menemista fue una bomba que explotó dos años después, con pobreza, hambre, desocupación, corralito.
Días antes de aprender a decir "Racing campeón", aprendí lo que significaba "estado de sitio", "saqueos", "presidentes interinos" y "congelamiento de cuentas". En la calle, la mitad de Lomas de Zamora tenía miedo, y la otra mitad tenía hambre. Yo no estaba en ninguna de las dos mitades: yo sólo tenía tristeza.
El día que se iba a definir el campeonato no hubo fútbol porque, tres días antes, el presidente se había escapado en helicóptero. Por eso, Racing jugó un jueves a la tarde. Hice fila desde la madrugada, pero no conseguí entradas: lo vi en casa, sin Mati, sin Albert, sin Tati. Y me sentí un poco más solo.
En esos mismos días, tan agrios, tan raros, un gordo hermoso llamado Hernán Casciari escribió un texto llamado Tan lejos del dolor y de la fiesta, en el que explicó cómo vivió desde España sus angustias internas, el dolor de su Argentina y la fiesta de su Racing. A mí me pasó al revés: me explotó todo tan cerca que no pude procesarlo.
Ese jueves a la tarde, ese 27 de diciembre de 2001, tenía todas esas cosas en la cabeza cuando el árbitro sonó el silbato, Racing empató 1-1 con Vélez y fui campeón por primera vez. Sentía tristeza, angustia, dolor, miedo. Por eso lloraba.
Cuando terminé de llorar recordé que, aunque ya habían terminado las clases, dos días después era mi entrega de medallas. Tuve miedo de una humillación, ya no privada, sino enfrente de mi familia. Que me gritaran "pelotudo" o "puto" mientras alguien me acercaba el diploma. Pero la tristeza ya me tenía harto. Marcelo, Lucas y Juan Manuel ya me tenían harto.
Ese mismo 29 de diciembre, por suerte, Racing decidió celebrar el título con un partido amistoso. Supe enseguida lo que debía hacer: mientras un directivo en el Instituto Lomas de Zamora decía "Martín Estévez" por un micrófono, y miraba para todos lados esperando mi aparición, yo estaba en la cancha, gritando "dale campeón, dale campeón" con Gaby. Viendo, aliviado, la única entrega de medallas que no me hacía llorar.
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