viernes, 18 de septiembre de 2015

Mi mentira tiene patas largas

Por Martín Estévez

Esta historia, como todas las del blog, es cierta. Contaré en estos párrafos cómo le mentí a una autoridad municipal para intentar conquistar a una menor de edad, cómo abusé de la confianza de una buena persona y, además, pondré fin a un largo secreto, ya que hasta ahora no se la había contado a nadie. 

En el año 1998, yo estaba en 9° grado; y había una chica de 7° que me gustaba. Se llamaba María de los Ángeles Albornoz. La veía sólo en los recreos e intentaba seducirla torpemente. Ella ni me registraba. Eran años sin celulares ni mails, así que tenía como máximo objetivo, antes de que terminara el año, conseguir el teléfono de su casa.

Pero María de los Ángeles, que a sus 13 años había besado a más personas de las que yo besé hasta ayer a la tarde, dejó de ir al colegio dos meses antes del fin de clases, sin aviso alguno.

En las vacaciones, recordé una historia que había vivido años antes. Fue tres días después de la llegada de un compañero nuevo, un riojano simpático llamado Lautaro. En un recreo, le expliqué cómo era la vida en Lomas de Zamora y le conté que yo era una porquería de persona, pero que en la escuela creían que era bueno.

Lautaro no entendió mi teoría, entonces se la expliqué de forma práctica.

-Mirá -le dije.

Un chico de 4° grado que jugaba a la mancha pasó corriendo y yo, sin disimulo, le metí la traba. Rodó por el cemento, cayó y se largó a llorar. Se acercaron dos o tres maestras corriendo.

-¿Qué pasó, qué pasó? ¿Estás bien? -le preguntaban. El chico me señaló.

-¡Fue él, fue él! ¡Me metió la traba! -gritó mientras se agarraba fuerte la rodilla.

Yo miraba en silencio.

-¡¿Martíiiin? Imposible, imposible. ¡Te habrás tropezado! -decían a coro-. ¡Martín es incapaz de hacerle mal a alguien!

Yo sonreí. Lautaro me miró con una mezcla de confusión y terror. Juro por mi mamá que sucedió exactamente así. ¿A qué viene esta historia? A que, si quería ese teléfono, podía recurrir a mi buena imagen para conseguirlo de modo ilegal.

Ya en febrero, la mayoría de mis compañeros se pasaban las tardes tratando de aprobar alguna de las materias que se habían llevado. Yo, con la misma cara con la que le había puesto la traba a un niño inocente, entré en la dirección de la escuela. Vi a la secretaria, María Ángela, y le dije:

-¡Hola! ¿Cómo estás? Hay un chico que nos prestó algo el año pasado y no sé cómo devolvérselo. Lo único que sé es que era hermano de una chica que venía a la escuela. Se llama María de los Ángeles Albornoz.

El argumento era pésimo. Yo, que en los formularios pongo "ocupación: escritor", en ese momento no pude inventar nada mejor que eso. Tristísimo. María Ángela me miró un segundo en silencio. Dos. Tres segundos. Y respondió.

-Esto no se puede hacer, Martín, pero si vos necesitás algo, se consigue. Vamos a buscar en los registros.

Seis minutos después, yo estaba caminando por 24 de Mayo con el número de teléfono en la mano derecha, sin soltarlo. Les arruino el suspenso: llamé ese día y los Albornoz ya no vivían más ahí. Y nunca jamás supe nada sobre María de los Ángeles.

Cuento esto porque a veces me parece que nada cambió. Por algún motivo, puedo decirle a alguien "sos injusto, desagradable y egoísta, te creés mejor que los demás y no te das cuenta de que, con suerte, sos uno más. Ah: y estás más gordo", y la persona me mira con ternura y me dice: "Vos siempre tan sincero...".

Puedo interrumpir una asamblea de bonachonas bibliotecarias y decirles: "Si seguimos hablando y no hacemos nada, yo me voy de acá y no vengo nunca más. Lo que tenemos que hacer es ser violentos. Sí: vio-len-tos. Lo que sea necesario si la causa es justa". Y en vez de sentirse maltratadas, se disculpan y me preguntan si el agua del mate está bien.

Si alguno de los que lee esto me conoce, puede dar fe. Casi no hay persona a la que no le haya dicho, sin nada de tacto, algo hiriente y espantoso. Y encima con soberbia, como si yo no fuera un futbolista fracasado, un militante novato, un rencoroso de mierda y un nenito blanco, heterosexual y prolijo de clase media al que le sobra la plata por los privilegios a los que accedió durante su formación.

Ahora mismo, a todos ustedes, quiero decirles que son unos giles que están sentados enfrente de su pantallita leyendo esto porque no tienen nada mejor que hacer. Y que si tienen internet para leer esto cuando hay personas que no tienen agua potable, entonces son cómplices de las injusticias. Quiero decirles que quiero agarrarlos a todos a trompadas en la esquina.

Pero, ¿para qué me gasto? Todos pensarán "este Martín, siempre tan divertido". Y los que no me conocen, como le pasó a Lautaro en la escuela, leerán sin creer que es verdad. Lo cierto es que, después de pensar por qué me pasa esto, creo haber descubierto la respuesta. 

Desde pequeño, mi macabro plan consistió en fingir un poco de bondad para que, cuando cometiera una pequeña maldad, se me considerara inocente.

Tiempo después deduje que, si fingía una mayor bondad, se me perdonarían maldades aún más grandes.

Y hace algunos años me entusiasmé tanto con el plan que decidí esforzarme por ser la justicia misma, un pancito de Dios, el vegetariano pacifista y solidario al que todos le confiarían su más oscuro secreto sin temor a ser duramente juzgados.

A esta altura, ni sé para qué sigo fingiendo. Porque esto de reciclar, hacer trabajo voluntario, decidir todo en asamblea, tenerle paciencia a mi abuela y no quejarme si nos gana Independiente, "porque ya sufrieron mucho", me terminó gustando. Ya no lo hago para ser inimputable: lo hago porque no me sale hacer otra cosa.

Eso es lo que quiero recomendar en este texto: que, si no son justos, empiecen por fingir que lo son. Disimulen tolerancia, disfrácense de simpáticos, engañen al mundo haciendo cosas más hermosas de las que en realidad quieren hacer. Después, por inercia, por ahí se les pega, y descubren que lo que importa no es el premio por ser el más bueno del año, sino todo lo que construyeron durante ese año. O terminan dándose cuenta de que son capaces de fingir maldad, de decirles "giles" a todos en un blog y de quedar como imbéciles, sólo para tratar de convencerlos de que sean mejores personas.