jueves, 14 de septiembre de 2017

Clarín me genera orgullo

Por Martín Estévez

Acaban de llamarme de Clarín para decirme que el sábado empiezo a trabajar en el diario. Aunque finja que no me genera gran cosa, es una buena posibilidad para saber si sirvo en esto del periodismo deportivo. No estoy de acuerdo con la ideología de la empresa, pero supongo que hay que adaptarse, ¿no? Tampoco uno puede andar renunciando a Clarín porque el diario sea cómplice de injusticias.

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Ayer, 24 de abril de 2004, cubrí mi primer partido: San Martín de Burzaco contra Sacachispas. Al entrar al estadio, dos gordos grandotes se me pusieron enfrente y me dijeron: “Sabemos quién sos”. Yo no pensé que la fama llegaba tan rápido.

—Ya te vimos acá otras veces, estamos vendiendo rifas para una camiseta —me “explicaron”.

—Pero yo no vine nunca, no tengo plata... —respondí con los anteojos empañados.

—Dale, cómo no vas a tener 3 pesos, danos 3 pesos y después te cuidamos todo el partido, así trabajás tranquilo. 

Además de cuatro boletos de colectivo a 75 centavos, entonces, pagué 3 pesos de extorsión. Sin contar la llamada desde el celular de Tati (al diario, cuando terminó el partido) y el cagazo que me pegué, de los 20 pesos que me dio Clarín, me quedaron 14. Algo es algo. 

Ah: ganó Sacachispas 2 a 1 y en el diario salieron cuatro líneas. 

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Al principio sólo cubría partidos del ascenso, ahora me designaron para los entrenamientos de Lanús. Empiezo mañana, pero hoy me pidieron que investigue algo: varios socios denunciaron que la barra brava los echó de una asamblea. Me pasan el teléfono de un dirigente del club y lo llamo:

—Mirá, Martín Estévez —me dice después de dos preguntas—. Son todas mentiras, es un tema sin importancia. Si querés trabajar tranquilo en el club, lo mejor es que no se publique nada. Ya tengo tu nombre y no creo que quieras que se lo pase a nadie.

Y cortó. Salí corriendo a contárselo al editor de la página.

—Eran sólo unas líneas, así que no te preocupes, no ponemos nada —me “explica”—. Buscamos algo de otro equipo y listo.

—¡Pero yo mañana tengo que ir al entrenamiento! ¿Cómo hago?

—Andá, andá tranquilo, y si pasa algo nos avisás.

Fui, y no pasó nada. Pero durante los primeros tres meses, por las dudas, no le dije mi nombre a nadie.

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Los pasantes no pueden firmar notas. Trabajan como burros y sus nombres no salen en ningún lado. Clarín se evita problemas legales: intenta no dejar rastros de que estuvimos ahí.

El 26 de junio era el último día en que un periodista llamado Néstor Straimel trabajaba en el diario. Esa tarde, Almagro ascendió a Primera y el cronista tuvo problemas para volver a la redacción. Él estaba a cargo de ese partido.

—Vos, ¿estás libre? —me preguntó y ni siquiera me dejó 
responder—. Necesitamos 62 líneas sobre la historia de Almagro en una hora, ¿te animás?

Tampoco me dejó responder: sólo me dijo sobre qué documento había que tipear. Cuarenta minutos después, había terminado. No es que sea veloz: es que era de noche y la redacción está en Constitución. No quería irme tan tarde.

Al otro día, cuando me desperté, Tati me dijo que le había gustado mi texto, pero yo no entendía cómo sabía qué nota había escrito. Y, después de verla, tampoco supe qué palabras borró Straimel para, en vez de las 62 líneas, usar 61.


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Me llevó semanas lograr que los demás pasantes entendieran que yo no era familiar de Straimel. Que no había acomodo. Se hizo evidente, porque Clarín me exprimía: hubo días en los que, por 20 pesos, a la mañana iba al entrenamiento de Lanús, a la tarde escribía sobre otros clubes y a la noche me quedaba cubriendo la Liga Nacional de básquet.

Un viernes, a eso de las 23:30, un editor maltrató a otro pasante, Julián Villadangos, porque había entendido mal qué cantidad de líneas correspondían a cada partido. Lo hizo sentir mal. Recién ahí descubrí mi primer límite: el sábado entregué mi credencial de la Liga Nacional y no volví a cubrir básquet.

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En esos 13 meses de pasantía no vi la final de Roland Garros entre Gaudio y Coria porque me mandaron a recorrer bares a las 7 de la mañana; entrevisté a Diego Milito y a Lisandro López; y cubrí un triunfo de Racing sobre Independiente el día de mi cumpleaños.

Conocí buenas personas (Ariel Scher, Eduardo Menegazzi, Adrián Maladesky) y soporté a otras. Al no tener computadoras propias, usábamos las de periodistas que no estaban. Y cuando alguno aparecía, tenías que buscar otra. El peor era Horacio Pagani: directamente te apoyaba el bolso sobre el teclado, como para que no tardaras más de veinte segundos en irte.

Días después del final del contrato, a Sebastián Fernández y a mí nos contrataron durante tres meses más para escribir “productos especiales” junto a dos pasantes de la camada anterior. Primero hicimos un libro sobre la historia de Estudiantes en 45 días; después, uno sobre tenis argentino en 30; y al final, uno sobre un corredor de autos en 15. Y otra vez adiós.

El teléfono volvió a sonar en enero de 2006: me llamaron para comenzar de urgencia la guía del Torneo Clausura que iba a publicar el diario. No se sabía cuánto me pagarían, pero necesitaban que arrancara enseguida.

Así que al otro día estuve en la redacción trabajando para la guía y, cuando me fui, me dijeron que esperara un llamado de recursos humanos para firmar el contrato antes de volver, así todo se hacía prolijamente.

Nunca más me llamó nadie.

Ni de recursos humanos, ni de la redacción, ni los dos editores que me hicieron trabajar ese día (Sergio, Daniel: estuvieron muy mal). No solamente no me pagaron el día sino que, cuando salió la guía, había dos textos míos a los que no les habían modificado ni una sola línea. Clarín, el gran diario argentino.

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En mayo de 2010 mi vida era un caos: tenía dos trabajos que casi no me daban plata, mi abuelo estaba enfermo, iba a la facultad, hacía teatro y tenía una relación de pareja conflictiva. Una tarde me llamó Ariel Scher y me dijo que existía la chance de volver a Clarín: otra vez un contrato temporal, más que nada para trabajar los fines de semana. Necesitaba una respuesta urgente.

Corté, lo pensamos quince minutos con Tamara y lo llamé: bueno, dale, Ariel, cuándo empiezo.

Dos días antes de empezar, murió mi abuelo. 

Pensé que volver al diario me iba a ayudar, que encontraría viejos conocidos y nuevos desafíos, pero nada de eso pasó. Encontré periodistas cinco años más viejos y cinco años más aburguesados. Encontré nuevos compañeros que me veían más como competencia que como un amigo potencial. Me encontré triste e incómodo en un medio gris, del que ya no me separaban diferencias ideológicas, sino un abismo insalvable.

Esa vez sí tuve acomodo: no sé por qué, pero Ariel Scher hizo lo posible para que yo fuera feliz. Me dio libertades, me eligió para cubrir a Racing y, especialmente, conversó mucho conmigo.

Igual, dos meses después de entrar ya me sentía ahogado y no tenía ningún otro trabajo, apenas una chance dando vueltas. ¿Qué iba a hacer, entonces? ¿Tampoco uno puede andar renunciando a Clarín porque el diario sea cómplice de injusticias, no?

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El 3 de agosto de 2010 caminé decidido hasta el correo y por fin lo hice: renuncié a medios de comunicación que me den asco, a trabajos en los que me maltraten, a quedarme estancado por conformismo barato.

Renuncié a empresas que no me paguen el día trabajado, al miedo a quedar fuera del sistema, a ser cómplice de la explotación, las mentiras y las injusticias.

Renuncié al monstruo gigante que ensucia la realidad argentina desde hace décadas, al que nos miente todos los días, al que oculta con sus páginas la sangre de los que luchan.

El 3 de agosto de 2010, con orgullo y para siempre, renuncié a Clarín.

viernes, 11 de agosto de 2017

En paz descanses, e-mail

Por Martín Estévez

Muchas personas todavía no lo saben, pero los mails han muerto. Los que mandamos y nos llegan en la actualidad son solo fantasmas, ecos de la revolución que el correo electrónico generó alguna vez, pero la realidad es que ya no importan. Nadie manda cosas importantes por mail: apenas sirven para recuperar contraseñas, cumplir obligaciones de oficina o demostrar que algo no nos interesa:

–Dale, mandámelo por mail y después vemos 
–es la indisimulada declaración de que jamás responderemos un mensaje.

A los mails los fueron destruyendo en cadena el MSN, los mensajes de texto, Facebook, Twitter, los números free, Instagram y el último gran depredador: el Whats App.

Incluso yo, antipático hacia las nuevas tecnologías, tuve que aceptarlo ayer, cuando abrí mi casilla de Yahoo y descubrí un mensaje en el que Andrey me invitaba a jugar al paddle... hace tres semanas. ¡Había estado un mes sin abrir mi mail! Pero, alguna vez, las cosas fueron distintas.

Hubo una época dorada en la que los sensibles mandaban PowerPoints con dibujos de ositos; los desubicados, archivos adjuntos con fotos eróticas; y los que hoy hacen catarsis en su muro de Facebook, nos empernaban con mensajes que llevaban copia oculta para todos sus contactos.

También estaban las cadenas de jeques árabes que prometían regalarnos su fortuna si les enviábamos nuestros datos; los juegos (¡hechos en Excel!) para adivinar caritas, logos, cosas; y la advertencia de los amigos: "Si el asunto está en inglés no lo abras, porque es un virus".

Ah: y los que imprimían los mails porque tenían miedo de que se les borraran. Qué gente rara.


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Mi primera cuenta me la hice en 2003, con una dirección ridícula (martinyotrosheroes@yahoo.com.ar) que todavía conservo. Pero mi gran romance con los mails sucedió en el verano del 2004. ¡Aaah, qué tiempos aquellos!

Los que tienen menos de 20 años, escuchen, así después se pueden burlar.

Yo no tenía internet en casa, ni mucha plata. Entonces escribía cartas para mis conocidos en un Word, las grababa en un diskette (¡en un diskette!), caminaba 25 cuadras hasta el locutorio más cercano y pedía una computadora con diskettera. Comenzaba el desafío de hacer todo en 15 minutos, que valían un peso. Si te pasabas unos segundos, ya te cobraban dos.

Rápidamente, iba a mi bandeja de entrada, leía los dos o tres mensajes nuevos, abría el Word y enviaba las cartas de a una. Incluso, si me habían escrito algo muy largo, lo copiaba en el diskette para leerlo tranquilo en casa.

Acto seguido, pagaba el peso y comenzaba el retorno: otras 25 cuadras bajo el sol que a veces se aliviaban cuando me compraba un cuarto de helado que valía 8 pesos (o sea, dos horas de internet) y me duraba hasta la cuadra 12. Las últimas 13 volvían a ser un suplicio.

Mis mensajes eran siempre largos e infumables. Pronto les compartiré una recopilación de los peores, pero, para que tengan una idea, presentaban quejas de este tipo:


"Me extraña que en la Paparazzi, además de la deleznable foto de Nicole Neumann en pleno acto sexual, no haya salido una nota sobre mí, contando que mi novia se las toma para Chascomús este fin de semana y yo, sin novia, sin computadora, sin Pablo Scoccia, sin viento y sin vida social, espero la llegada del Armageddón".

El mail se convirtió en un buen medio de expresión para los cobardes, así que me volví un poco fanático, al punto que en diciembre de 2005 comencé una corta tradición: a fin de año, enviaba un mail a cada persona a la que quería y no veía durante las fiestas. En 2007 mandé 50 y en 2008 fueron 48: escribí 48 mensajes diferentes en doce horas, todos intentando ser ingenioso y con títulos absurdos.



Sin embargo, en 2009 ya usaba MSN y Facebook, así que fui abandonando el mail, aunque hice una excepción por mi mejor amigo. Pablo no tenía Facebook, casi no usaba MSN y vivía lejos. Entonces, como lo extrañaba, le escribía por correo electrónico. 

En el año 2011 nos enviamos 116 mails: lo sé porque hacíamos una competencia para ver quién escribía más. Era una especie de diario íntimo para el otro:

Viernes 18 de febrero 

Decidí no seguir haciendo teatro y eso me tiene mal. Creo que el motivo lo sabés. En El Gráfico sigo haciendo estadísticas baratas, apurado, y escribo textos tristes para Palabras Enreveradas. La noche es en casa de Tamara. Sin sobresaltos, diría Soda Stereo. O sí: en Mendoza hay sequía y peligran nuestras vacaciones. 

Sábado 19 de febrero 
Hago todo mal. Todo. Corro de un lado a otro. De lo de Tamara a Oliden. De Oliden al ATP de Buenos Aires. ¿Podés creer que estaba acreditado y vi tres games? Tres: los tres primeros de Almagro-Robredo. Del ATP a lo de Tamara para ver perder a Racing. Después vimos una película de dibujos animados muy triste. Al final, aprovechando la luz apagada, dejé escapar una lágrima. Hace mucho que no me permitía llorar.

En el año 2012 nos mandamos 85 mails, pero fingiendo que en realidad estábamos twitteando en 140 caracteres:

8 de febrero. Pastillas, hielo, crema rectal: ya estoy cansado de decir “hemorroides”. Igual, le suman un lindo capítulo a mi historia de humillaciones. 

9 de febrero. A mí me gustaba Spinetta, más por lo que representaba que por lo que era. Recuerdo cuando llevaste Pan a Fox; todavía lo tengo en la Mac.

10 de febrero. Hoy pude comer algo que no era verde o cereal tras doce días: una milanesa de soja. La Copa Davis es tan simpática como los viernes. 

Sin embargo, ni siquiera mi amistad con Pablo pudo vencer lo anacrónico que resulta el mail en años-en-los-que-todo-ocurre-enseguida-sin-tiempo-que-perder. Hoy, él me muestra fotos de su hija Lara por Whats App, y yo le mando recortes de 1964 por Facebook. Y mi Yahoo hiberna durante 29 de cada 30 días.

Por eso, para darle una despedida adecuada al viejo y querido correo electrónico les propongo que, después de comentar este texto, anoten su mail, así yo le mando un mensaje a cada uno contándole algún secreto del 2004, ese año en el que caminaba ansioso bajo el sol, con un diskette en el bolsillo y con la esperanza de encontrar la felicidad en mi bandeja de entrada.

jueves, 4 de mayo de 2017

Estoy enfermo

Por Martín Estévez

Tengo una enfermedad mental. No es un chiste; escribo angustiado y triste, sobrepasado por la situación. Escribo porque contarlo públicamente me obligará a hacerme cargo de algo que creía manejable, normal, hasta simpático, y ahora tengo miedo de que me cague la vida. Están leyendo mi mamá, mi prima, mis compañeros de trabajo: no me expondría tanto si no estuviera desesperado. Es difícil de explicar, pero cuando terminen el texto van a entender. Sólo repito que no es un chiste ni un recurso literario: estoy enfermo, y de verdad.

Las enfermedades mentales tienen influencias genéticas y sociales. De lo genético no sé, pero el motivo social de mi enfermedad se disparó el 7 de abril de 2004. Ese miércoles, en la escuela terciaria a la que iba, tomaron un examen de conocimientos básicos: respondí bien 5 preguntas sobre deportes, pero fallé 4 de 5 sobre información general. Recuerdo específicamente una:

“Raúl Castells y Luis D’elía… ¿cuál es el piquetero opositor y cuál el oficialista?”

¡Cuánto me dolió no saberlo! Pero no lo sabía; lo cuento ahora con la misma vergüenza que sentí en ese momento. Estaba a meses de recibirme de periodista, pero no sabía nada y no entendía por qué. En el viaje de vuelta empecé a preguntarme: ¿cómo se aprende quién es el gobernador de Salta, la forma de extraer petróleo o qué fue el Ku Klux Klan? Y yendo más al fondo: ¿cómo es posible conocer todo lo posible?

Durante tres días, desorientado, pensé en cómo terminar con mi ignorancia: “¿Qué hago? ¿Agarro libros al azar, hago cursos, me anoto en otra carrera?”. La información era infinita. ¿Cómo ordenarla para aprenderla de a poco? ¿De qué manera podía conocer cosas tan diferentes como razas de perro, formas de cocinar, reyes de Europa, cantantes famosos y el tamaño del Sol?

Llegué a una conclusión: lo único que une a todas las cosas del mundo es el tiempo. Los perros, los reyes, los cantantes, el Sol: todo nació, se originó o se descubrió alguna vez, en algún momento. Todo comparte una línea cronológica. Si repasaba con cuidado esa línea (la historia universal), tarde o temprano sumaría los conocimientos generales que me faltaban.

El plan era ambicioso, pero mi hambre me devoraba: el 11 de abril de 2004 empecé el proyecto “Historia de la humanidad”, luego renombrado “Historia Universal para principiantes”. Y ese día, también, empecé a enfermarme.

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Al principio, con cuatro o cinco libros alrededor, escribía en un cuaderno todos los sucesos que encontraba, empezando por el Big Bang y en orden cronológico, porque saltearse algo significaba abandonar la única forma posible de ordenar tanta información. La cronología empezó a convertirse en obsesión: empecé a llamar a ese problema “cronolitis”.

Poco a poco, la obsesión cronológica invadió otros espacios de mi vida. Consideré que no era posible comprender del todo un libro, una película o un disco sin haber conocido los anteriores (al menos los más importantes), así que empecé otras cronologías: sólo leía libros antiguos, sólo miraba películas mudas, sólo escuchaba música clásica.

Claro que, mientras una parte mía quería sumar conocimientos a cualquier precio, otra parte quería leer a Dolina, mirar Batman y escuchar a Fito Páez. Quería divertirse. Pero las cosas nuevas quitaban tiempo a lo viejo, entonces no se podía: Fito Páez tenía que esperar, porque primero había que escuchar a Vivaldi, luego a Glenn Miller, luego a los Beach Boys. Todo en orden, todo cronológicamente, todo prolijo: si no, nunca iba a aprender nada.

En ese momento pensaba que podía romper esa estructura cuando quisiera. Y tal vez al principio fue así, pero después no. Se habrán sumado muchos factores: inseguridad, soledad, mucho tiempo libre, no sé, pero la estructura fue creciendo en mi cabeza y se mezcló en mis rutinas.

Cada vez más, todo lo que hacía tenía que respetar un orden determinado. Tenía que: era una obligación. Me costaba empezar algo que no tuviera un orden cronológico y no registrarlo. Porque se sumó eso: registrarlo todo. En un cuaderno, en un Word, en un blog, donde fuera. Si veía una película, la anotaba y la comentaba. Si leía una historieta de junio de 1988, la agregaba a una lista y la acomodaba entre las de mayo y julio. Estrictamente, prolijamente. Tenía que ser así.

Sé que esto todavía no les parece una enfermedad con todas las letras, pero paciencia: recién empiezo a contarles.

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Lo que me pasa en los últimos años puede sonar gracioso, pero no lo es. Les juro que no. Por ejemplo, si tengo ganas de ver a dos personas, le doy prioridad a la que nació antes. Si hago una entrevista, siempre empiezo preguntando por la infancia. Si dono ropa, lo hago según el año en que empecé a usarla. Leyeron bien: busco fotos para saber cuándo “tengo” que dejar de usar una remera. Sufro por eso.

No es tan sencillo como “bueno, dejá de hacerlo”: aunque done un buzo de 2012 antes que uno de 2010, mi cerebro me dice “acordate de que este es más viejo”. Lo grave no es la acción, sino lo que pasa dentro de mi cabeza.

Mientras tanto, avancé con la historia universal en el cuadernito, pero la empecé de nuevo para hacer un libro, y después de nuevo para hacer un blog, y después de nuevo para dar un curso. Mientras tanto, sigo leyendo libros, viendo películas y escuchando discos en orden. Mientras tanto, sumé más y más líneas de tiempo. Subo canciones a Spotify cronológicamente, mis carpetas de la computadora se dividen por año y este mismo blog está escrito en orden: arranqué con historias de 1990 y fui avanzando hasta 2004.

Y mientras tanto, también, dentro mío sigo sintiendo la vocecita, reprimida, que me pide diversión: “Basta de años, de listas, hacé lo que se te canta, leé textos de Casciari aunque te falten otros anteriores, subí una foto de hoy aunque no hayas subido las del año pasado, escribí sobre Leandro aunque no hayas escrito sobre tu tía Elvira”.

Pero no puedo, no puedo y no puedo.

Entonces trato de apurarme, de avanzar con las cronologías, pero ya son infinitas, y no sé cómo seguir, cuándo abandonar, qué hacer. Me empezó a faltar tiempo para todo, porque cada minuto es la posibilidad de avanzar en una cronología: coser un par de medias lleva el mismo tiempo que escribir un texto sobre Marco Polo; visitar a Fanny equivale a dos películas de 1942.

Me animé a pedir ayuda: Leandro puso papelitos con mis actividades en una bolsa para que las hiciera al azar; Luz me armó dos, cuatro, diez listas diferentes sobre qué era bueno y qué era malo hacer; Tati dejó de tener diarios en su casa así no los leo todos juntos, a las apuradas, cada vez que la visito.

Pero igual no paré. En el trabajo inventé una excusa para mirar las 4.481 ediciones de El Gráfico publicadas desde 1919, en orden cronológico. Intenté, para unificar cronologías, que los libros, el cine y las campañas de Racing se acoplaran a El Gráfico. Pero El Gráfico avanzó y el resto no, y entonces me quedo de madrugada viendo películas de Chaplin, leo desesperado cuentos de Borges, pido ayuda para contar los partidos del Chueco García en 1938. Pero no llego, nunca llego.

Ya no me hace falta anotar las cronologías: me las sé de memoria. Esto repite mi cabeza a cada rato: “En historia universal voy por el 1490, en cine, literatura y Racing por 1941, en El Gráfico por 1959, en discos de rock por 1988, en videos de Racing por 2003, en palabras enreveradas por 2004, en textos de Casciari por 2012, en recortes de Racing por 2015, en mi otro blog por 2016, en actividades del Movimiento Etiopía por febrero de 2017”.

Eso está siempre en mi cabeza, excepto cuando tengo relaciones sexuales, cuando ando en bicicleta, cuando me río fuerte, cuando escribo barbaridades y cuando sé que me quieren. Parecen muchas cosas, pero no lo son: la cronología me habla el 90% del tiempo que estoy despierto.

Voy a contar algo más, que me da mucha vergüenza. En los últimos meses, varias veces, corrí desde la parada del colectivo hasta mi casa para ganar tiempo y avanzar más rápido. Se los juro por mi mamá: corrí. No es nada gracioso. Me acuesto cada noche pensando en levantarme temprano para avanzar en alguna cronología.

La última vez que intenté explicar con sinceridad por qué hago lo que hago, qué es lo que pasa por mi cabeza, lloré. Lloré mucho. De hecho, tengo los ojos húmedos ahora. Estoy harto. Y enfermo.

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En los últimos días me pasaron dos cosas importantes. Primero, noté la frustración de los que me quieren: los vi preocupados, pero también aburridos de mí, del mismo tema, de los mismos argumentos pelotudos que uso para defender diarios viejos, fotos de 2007, historietas infumables. Tengo mucho miedo de que ya nadie pueda (ni quiera) ayudarme.

Lo segundo fue que armé un listado de mis cronologías, cosas para hacer, obligaciones y deseos para intentar ordenarme, para saber qué hacer primero y qué dejar para después, antes de que todo me aplaste.

En la lista no hay seis o siete cosas. Hay 135.


Ahí están. Algunas me llevarían 15 minutos, como arreglar una silla, pero otras son infinitas, como seguir escribiendo la historia universal. Intenté con todos los recursos matemáticos que me enseñó Paenza, pero llegué a un callejón sin salida: ya no hay forma de hacerlo todo. No llegaría aunque renunciara a mis trabajos, aunque no durmiera, aunque viviera hasta los 90 años.

Quiero creer, quiero creer con mucha fuerza, que mi cerebro hizo un clic. Ojalá que el miedo a volver a terapia, o a llegar a un psiquiatra, sea más fuerte. Ojalá que el deseo de hacerme bien sea más grande que esta estructura de mierda que me habla en la cabeza.

Seguro será difícil y habrá recaídas, pero hoy, 4 de mayo de 2017, doy el primer paso: aunque cronológicamente tenía que escribir otro texto, escribí este. Porque lo sentí, porque lo necesito, porque me quiero sanar: un texto desordenado, fuera de tiempo y de estructura, perfumado por el deseo de curarme. Después de 13 años de enfermedad, recién ahora puedo hacerme cargo. No sé por qué tardé tanto, pero no importa: aprendí, después de mucho sufrimiento, que no tenemos la obligación de saberlo todo.

jueves, 20 de abril de 2017

¿Quién es el presidente de tus amigos?

Por Martín Estévez

Siempre tenemos una mejor amiga o amigo. Sólo uno. Es imposible que sean dos, tres o diez. La amistad es como un partido de básquet: no permite empates. Sé que habrá protestas de grupos de amigues que dicen quererse todes por igual, pero lo siento, chiques: se están mintiendo. Mírense a las caras y se van a dar cuenta, muy rápido, de que cada une de ustedes tiene un favorito. 

La única forma de no tener un mejor amigo es, sencillamente, no tener amigos. De lo contrario, en cada momento de nuestra vida existirá una persona a la que queramos contarle antes que a nadie algún hecho feliz, triste, aburrido o absurdo. Siempre es una. Sólo una.

Hay gente que es capaz de todo para negar esta verdad científicamente comprobada. Fíjense si no: Jean Koum no creó Whats app para llenarse de guita (como creen muchos), sino para hablar con todos sus amigos a la vez y negar que tenía uno preferido. Claro que cometió un error: al primero que le dijo “voy a crear algo llamado whats app” fue a Dan Grayson. ¿Saben quién es? Yo sí lo sé: es su mejor amigo. 

Ojo: no tenemos por qué reconocerlo. No hay motivos para andar explicándole a Naty que la queremos menos que a la Negra; ni a Javier que, si tuviéramos que donar un riñón, se lo daríamos a Ignacio antes que a él. No es obligación confesar: se acepta la cobardía del silencio. 

Un mejor amigo no es eterno: puede durar un día o diez años, pero suele cambiar. ¿Cómo es que cambia sin que nos demos cuenta? Resulta que todos tenemos muchos habitantes dentro del cuerpo (en el cerebro, en el corazón, en la entrepierna) y, cada tanto, se reúnen para votar y elegir a esa persona: al presidente de nuestros amigos. 

En el pasado existió una época oscura en la que nos imponían a nuestros amigos y presidentes. “Vos te vas a juntar con Ulises, porque se saca mejores notas que Andrés”, decían las madres en el año 77. “A ustedes los va a gobernar Videla, y al que no le gusta lo matamos”, decían los militares al mismo tiempo. 

Por suerte, yo nací en democracia y, tal vez por eso, las elecciones para presidente del país y de mis amigos se parecen un poco. Miren: 

 • 1984-1989 
Alfonsín fue el padre de la democracia y yo tuve una madre, Tati, que ocupó varios roles, incluso el de mejor amiga. 

 • 1989-1999 
¡Pasaron cosas horribles en el 89! A mí, en mi cumpleaños; al país, en las urnas: eligieron a Carlos Menem. Empezaron así diez años de individualismo, de importar pavadas y de copiar a otros países. Por eso, durante una década yo no tuve amigos, leí comics estadounidenses e intenté ser como mi primo Matías. 

 • 1999-2003 
 En Argentina eligieron a De la Rúa, pero en 2001 explotó la crisis y tuvimos dos presidentes que duraron poco (Rodríguez Saa y Puerta) hasta que asumió el cargo un hincha de Banfield: Duhalde. 

Yo elegí a un compañero de colegio, Marcelo, pero en 2001 explotó mi crisis y tuve dos mejores amigas que duraron poco (Rosana y Gaby) hasta que asumió el cargo un hincha de Banfield: Nico. 

 • 2003-2011 
El nuevo presidente del país llegó desde muy lejos (Santa Cruz) y estuvo muchos años cerca. En los últimos años, armó un proyecto con su esposa, Cristina. Se llamó Néstor Kirchner. 

El nuevo presidente de mis amigos llegó desde muy lejos (Campana) y estuvo muchos años cerca. En los últimos años, armó un proyecto con su esposa, Marina. Se llamó Pablo Scoccia y es el Perón de mi vida. No por ideología política (bien lejos andamos del peronismo), sino porque es el que más tiempo duró en el cargo de mejor amigo: ocho años.

(En realidad, el presidente que más tiempo estuvo es Menem, pero compararlo con Pablo me da escalofríos). 

 • 2011-2017 
En 2011 asumí que soy mucho más uruguayo que argentino, así que, aunque en el país reeligieron a Marina (perdón, a Cristina), yo cambié de presidente: comenzó el gobierno de Leandro, al que conocí en la universidad. 

Sin embargo, era obvio que Leandro no podía coincidir en su presidencia con Macri, así que a partir de diciembre de 2015, aunque nos queremos mucho, decidió tomar distancia, más que nada para que yo no le eche la culpa por tanta represión: la mía y la de Mauricio.

Leandro amaga con no presentarse a las próximas elecciones y mi pueblo interno reclama que alguien se haga cargo de los conflictos con los jubilados, más específicamente con el de mi abuela Fanny. 

Mientras me sumo al piquete, los invito a que cuenten ustedes: ¿cuál es la persona que fue su mejor amiga durante más tiempo? No se los pregunto en un día cualquiera: es el día en que Pablo, el Perón de mis amigos, cumple años. Y por eso, solamente por eso, hoy quise hablar sobre la amistad.

viernes, 31 de marzo de 2017

Mi primera muerte virtual

Por Martín Estévez

Antes, se morían dos tipos de personas: las que conocíamos y las que no conocíamos. Teníamos claro a quién llorar y a quién no. Pero en los últimos años se sumó un nuevo tipo de muerte: la virtual. ¿Qué pasa cuando muere alguien a quien nunca vimos personalmente, pero que fue nuestro amigo en Facebook, nos gustaban sus fotos en Instagram, mantuvimos conversaciones en Messenger? ¿Hay que llorar, ir al velatorio, hay que escribir en su muro? ¿Es una falta de respeto borrarlo de los contactos o hay que mantenerlo aunque nunca más haya actualizaciones? 

Yo, para romper el hielo en esta polémica, voy a contar mi primera muerte virtual. 

Corría el año 2003. Estudiaba periodismo y tenía que proponer una nota para la revista de la facultad. Propuse contar la historia de un equipo de rugby llamado Defensores de Glew, del que no sabía nada. En realidad, sabía una sola cosa: perdía siempre. 

Cada domingo leía, en el diario, los resultados de la peor categoría del rugby. Sólo eso aparecía: los resultados. Y Glew siempre perdía. Llevaba más de cuarenta derrotas. Me daba intriga saber para qué jugaban esas personas que se sabían vencidas de antemano.

Con Amós, compañero de curso, empezamos a ir a los partidos de Glew. Entre ellos, su peor derrota: 121 a 0 (sí, ciento veintiuno a cero) contra DAOM. El último fin de semana antes de entregar nuestra nota sobre “el equipo que siempre pierde” (ese iba a ser el título), Defensores de Glew jugó de local contra Ciudad de Campana. Fue un 27 de septiembre. No me lo olvido más. 

Llovía mucho y no podíamos cubrirnos: en la cancha no había techos, ni tribunas, ni vestuarios. No había nada: sólo 30 jugadores persiguiendo una pelota ovalada y 70 personas mirando el partido. Viendo lo que se podía ver bajo tanta lluvia. 

Fue un partido raro, desprolijo, tan cambiante que terminó cambiando el título de nuestra nota: 

Y sí: en el último minuto, con una patada imposible, Defensores de Glew ganó por primera vez en su historia, después de 47 derrotas seguidas. Con Amós (lo cuento sin vergüenza) entramos a la cancha a festejar con los jugadores. Esa, la primera nota que publiqué en mi vida, sigue siendo una de mis preferidas. 

Cuatro años después, en 2007, abrí un blog; y la primera nota que subí fue la del triunfo de Glew. Un día me llegó un comentario de un tal Damián Longo: 



Le respondí, nos agregamos al Messenger y comenzamos a chatear. No hablamos mucho: algunos recuerdos de aquel partido, comentarios aislados y varias invitaciones que me hizo cada vez que hubo una fiesta en el club. Fiestas a las que, por timidez y vagancia, nunca fui. 

Supe pronto que Damián era un símbolo de Defensores de Glew, una de las personas más queridas. Si me intrigaba saber para qué juegan esas personas que se saben vencidas de antemano, con Damián lo supe: juegan para correr, para compartir, para conocer, para desafiarse, para ser felices. Juegan para muchas cosas que no son ganar. 

No habría sabido nada más sobre Damián si no se hubieran dado algunas casualidades: que el 28 de abril de 2013 fue domingo; que, por ser domingo, llegó el diario a casa; y que, porque tenía tiempo libre, me leí el diario entero, incluso los recuadros sobre rugby.  Y ahí lo vi: 


“Defensores de Glew suspendió su partido por la muerte de uno de sus jugadores: Damián Longo”. 

Como cuenta esta nota, Damián murió por un ataque de asma. Era muy joven y su familia lo necesitaba mucho.

Miré a Tati con ganas de contarle lo que había pasado, pero no sabía qué contarle. ¿Quién había muerto? ¿Un jugador de rugby, un contacto de Messenger, un desconocido? No le dije nada. Me quedé en silencio, con el diario delante mío, conmovido. 

Como el Messenger había caído en desuso, no tuve que decidir qué hacer con Damián: la tecnología lo eliminó antes que yo. Sin embargo, desde ese día me pregunto qué deberíamos hacer cuando la tragedia nos alcanza y se queda instalada en una ventanita, recordándonos todo el tiempo que alguien a quien conocimos ya no existe. 

¿Hay que atravesar el dolor de una vez, borrarlo del mundo virtual y guardarlo sólo en nuestro recuerdo? ¿O es mejor dejarlo ahí, a la vista, recordándonos que ya no está y nunca más nos mandará un mensaje privado; recordándonos que la vida es finita y debemos vivirla tan intensamente como podamos? 

Como todavía no tengo respuesta, cada mañana entro desesperado a internet: no para ver fotos ni para saber qué pasa, sino para asegurarme de que mis 569 amigos de Facebook siguen vivos. Y a veces pienso que, tal vez, podrían haber sido 570: ojalá también estuviera Damián.

jueves, 9 de febrero de 2017

La agenda de la vergüenza

Por Martín Estévez

Existe una técnica psicológica que se usa para superar miedos recurrentes: enfrentar al paciente directo con su trauma. ¿Miedo a las alturas? El analista te lleva a la terraza para que te asomes. ¿Temor al ridículo? Te hace cantar a gritos en la vía pública. ¿Aracnofobia? Te acerca una araña cada vez más hasta que la tenés al lado. Creo que se entendió. Lo que quiero contar es que uno de mis grandes miedos es que alguien encuentre y lea mi agenda del año 2003. Miedo no: tengo terror. Y como ya no quiero sufrir más, recurro a esa técnica: voy a mostrarles los terribles secretos que guardo ahí.

El principal secreto es que yo, en 2003, era estúpido. Cada página de la agenda es una demostración indiscutible, empezando por la tapa: "Agenda del fútbol". ¿Qué persona normal de 19 años puede usar algo llamado "agenda del fútbol"? Es probable que haya sido un regalo pero, después de la tapa, hay 365 evidencias más de que yo era un pobre tipo. Veamos, al azar, algunas anotaciones que hacía:

9 de marzo. Juan Verón cumple 28 años. Con Ro de 19 a 22:30, fuimos a Norte, comimos milanesas. Puntaje: 8.

11 de junio. 11 a 18 hs: DeporTea. Tomé mal el colectivo y terminé en Llavallol. ¡Qué idiota! No vi a Ro, ¡120 días sin peleas! Puntaje: 8.

8 de julio. Salida del sol: 8:00. Puesta del sol: 17:57. Con Mati de 15 a 19 hs, hicimos crucigramas con la tía. Con Ro de 21:30 a 2 hs. Le pasé bien. Puntaje: 8.

31 de agosto. Racing 3 Vélez 3. Puta madre. Llevé pastillas a la casa de Ro y me atendió Rosa. Lazio 4 Lecce 1, dos asistencias del Piojo. Puntaje: 5.

12 de septiembre. Sebastián Porto cumple 25 años. DeporTea: me saqué excelente en el trabajo, faltó Ariel Scher. No vi a Ro, salió con amigos. Puntaje: 9.

¡Ay, dios! Si yo encontrara hoy a un ser humano de 19 años que escribiera esas boludeces, lo agarraría a trompadas, o le explicaría que está dejando pasar la vida, o lo abrazaría y lloraría con él. No sé qué, pero algo haría. Supongo que si nadie lo hizo conmigo en 2003 es porque yo fingía leer a Borges y analizar el mundo del deporte, cuando en realidad estaba encerrado en una caja de diarios, novia y cobardía.

¿Juan Verón cumple 28 años? ¿Sebastián Porto cumple 25? ¡Y a quién le importa, Martín! ¡Ni siquiera sos hincha de Estudiantes, ni siquiera te gusta el motociclismo! ¿Cómo puede ser que uno de los datos de tu día sea ese? Se los digo en serio: mientras leo, me voy enojando conmigo mismo.

Lo dependiente que era de mi pareja ni es necesario descubrirlo: rebalsa por todos lados. El "con Ro" y "no vi a Ro" se repite en cada hoja hasta la insanía, y se complementa con un dato de lo más triste: los "días sin peleas". Yo no apostaba a pasar tardes inolvidables, noches apasionadas y mañanas reveladoras, lo único que quería era no pelearme, no discutir, no poner en riesgo una de las (poquísimas) cosas que me movilizaban: ella.

En 2003 no tenía amigos y entonces recurría a una agenda, que aunque era muy pequeña necesitaba datos absurdos para ser llenada, como el horario de la salida del sol, el menú de la cena o los resultados de la Lazio de Italia.

Me dolía la injusticia pero no comprendía el funcionamiento de la sociedad, no me esforzaba para entenderlo, no me arriesgaba para cambiarlo. Una de las vergüenzas más grandes de aquel año aparece el día 27 de abril. Vean si no:

  
¡Voté a Elisa Carrió! ¡Yo voté a Elisa Carrió! A partir de hoy, todos, pero todos los que discutan conmigo sobre política, o sobre fútbol, o sobre el precio de las lamparitas, tienen derecho a terminar la discusión con esta frase:

—Callate, vos votaste a Carrió.

Y yo cerraré la boca y les daré la razón.

Ya termino, ya termino de autoflagelarme. Queda sólo una cosita. No, no me voy a burlar de mí mismo por haber tomado al revés un colectivo, porque en 2017 sigo perdiéndome en todos lados. Lo que quiero remarcar es otra cosa. ¿Vieron esa gansada del puntaje que le ponía a cada día? Bueno, se completaba con un promedio de puntajes en los últimos cien días. Véanlo, aparece en la imagen anterior. 

Me pregunto ahora: ¿cómo puede ser feliz alguien que depende tanto de números, de estadísticas, de goles ajenos, de cumpleaños de desconocidos? ¿Alguien sin amigos, almidonado, adormecido? Le pido a Tati que no sufra pensando que yo sufría, porque no era así: había armado una estructura en mi cerebro tan férrea y tan potente que no me daba cuenta de lo que estaba pasando. Me sostenía en que, con esfuerzo y constancia, el promedio pasaría de 7,80 a 9,50; y entonces sí sería bien feliz, y tendría una vida emocionante.

Es buen momento para explicar que este blog nació para sacarme de encima cuentas pendientes, para barrer un poco mi pasado antes de que alguien lo encuentre todo mugroso. Y esa agenda, esas anotaciones, esa soledad y tanto color gris a los 19 años son algunas de las miserias que necesito exponer para construir mi presente sin tantos fantasmas.

Así que, ahora que terminé este texto y que me siento más tranquilo, voy a anotar en mi cuaderno de Racing que cumplí con el objetivo de escribir en Palabras Enreveradas, a mover la aguja que señala mi estado anímico de 0 a 37 (subió de 26 a 27) y a esperar a la chica con la que me gusta dormir: la vi sólo de 16:30 a 19:30, porque salió con sus amigas. Sí, salió justo hoy, cuando el conductor de televisión Santiago Del Moro cumple 38 años. ¡Cuántas cosas importantes en un día!

viernes, 13 de enero de 2017

El asesinato de mi tía-abuela

Por Martín Estévez

Acabo de descubrir quién fue el asesino de mi tía-abuela. No lo saben sus hermanos (uno era mi abuelo) y tampoco sus sobrinas (una es mi mamá), pero yo acabo de enterarme. Les juro que no es un chiste, ni un truco, ni una metáfora. Me acaba de pasar. Y lo único que se me ocurrió es denunciarlo acá, para que se enteren todos.

Cuento la historia tal como sucedió. Hace un rato, estaba en internet buscando información sobre el año 1936. Lo hago porque me gusta salvar historias que empiezan a ser olvidadas, y contarlas en facebook o en mis blogs. Parecía un día normal.

Encontré en wikipedia la mención de una manifestación de trabajadores en Oberá, Misiones, que terminó con 4 muertos por represión. Enseguida recordé una historia que me había contado mi abuelo Víctor antes de morir: la de su hermana Basilicia, asesinada en esa provincia durante una protesta de campesinos.

Me entusiasmé con la idea de que tuvieran relación, así que corrí a esa especie de autobiografía que escribí sobre Víctor, y comprobé que la muerte de su hermana había sido precisamente en 1936. 

Sentí un escalofrío en el cuerpo.

Decidí, aunque no tenía forma de comprobarlo, imaginar que ella había sido una de las manifestantes. Me pareció bien completar así esa parte de su historia (y de mi historia) porque, en definitiva, para mí significaba lo mismo si ella, una joven ucraniana y luchadora, había muerto en esa manifestación o en otra que había sido el mismo año, en la misma ciudad, y donde había mostrado la misma valentía.

El cuchillazo llegó cuando encontré este texto:

"Las investigaciones posteriores demostraron la culpabilidad de las fuerzas policiales. Basilicia Sawicki, una niña de 14 años, se cuenta entre las víctimas".

Ahora sí, no había dudas. Ella estaba ahí. Enseguida descubrí que hay muchos textos que hablan de "La masacre de Oberá", ocurrida el 15 de marzo de 1936, cuando inmigrantes ucranianos, rusos y polacos se manifestaron para pedir que les pagaran un poco más por lo que cosechaban en el campo. 

El apellido de Basilicia aparece como Sawicki, pero también como Savinski, problema típico al traducir los apellidos (mi mamá es Sawicki, su hermana es Saviski). Consta que no sólo murió Basilicia, sino también su tío Juan Melnik, que no participó de la protesta, pero recibió un balazo en las cercanías.

En mi familia nunca habían hablado sobre esto, y yo supe de repente que, sobre la manifestación en la que mataron a mi tía-abuela, existe un documental llamado Quieta Non Movere; el libro La masacre de Oberá; un mural en una plaza de Misiones; y que se hizo un acto en homenaje cuando se cumplieron 80 años, en 2016. 

Descubrí también el nombre de su asesino: el comisario Leandro Berón, que no sólo disparó contra los manifestantes sino que permitió que las mujeres detenidas fueran violadas y los hombres, torturados.

Cada palabra que encontré engrandece la lucha de esos trabajadores, que sufrían hambre y decidieron unirse, por ellos y por su pueblo. Jamás hubiera pensado que Basilicia tenía apenas 14 años, y que había decidido ir en representación de su familia, porque era la mayor de los cinco hermanos. Se me llenaron los ojos de algo que no eran lágrimas, sino orgullo.

No quiero alargar este texto, porque no hace falta. Y la verdad es que no encuentro palabras, todavía, para describir lo que significa esta historia para mí. Tal vez lo entienda con los años.

Sólo comparto dos frases más que encontré, y que me siguen conmoviendo:

"Para varias familias hay un antes y un después de ese triste 15 de marzo del año 1936. Principalmente para la familia de Basilicia Sawicki, la niña de 14 años fallecida ese día".  (texto completo)

"En Misiones, ni los manuales escolares, ni los discursos oficiales, recuerdan la matanza. La provincia 'eligió olvidar'"(texto completo)

Después de la masacre, la provincia se llamó a silencio, por conveniencia, por dolor o por miedo. "Babu nunca habla sobre su hermana", me decía mi abuela sobre Víctor, y yo no entendía por qué. Hasta hoy.

Esa familia que vivió un antes y un después en 1936 era la de mi abuelo, es la mía. Miro sus caras en una foto de 1937 y me parece entender, en sus ojos apagados, el dolor.

Los obligaron a guardar silencio para que la lucha de sus compañeros, de sus vecinos, de sus amigos quedara en el olvido, pero Víctor no estuvo de acuerdo y, por suerte, una tarde me lo contó:

"Basilicia reclamaba por la gente, para que nos trataran mejor. Un vez fueron a reclamarle al comisario y mataron a varios. Una era Basilicia".

Gracias a eso, hoy reconstruí esa historia, vi un documental que me contó por qué asesinaron a la hermana de mi abuelo y me emocioné, 81 años más tarde, con una lucha que el Estado y sus cómplices quisieron ocultar.


Si cada vez que respiro recuerdo a Luciano Arruga, a Mariano Ferreyra, a Darío Santillán, a Maxiliano Kosteki, a Jorge Julio López y a tantas personas asesinadas por luchar por los demás, ahora me acompañará también el nombre de Basilicia Sawicki, con la doble honra de que luchó por mi abuelo, y de que mi abuelo trajo su historia hasta mí.

No creo que lo que somos se lleve en la sangre, pero sí estoy seguro de que el amor que ofrecemos en cada lucha se transmite de persona en persona. Al amor que nos dio Basilicia, cuando tenía apenas 14 años, quisieron borrarlo. Pero, gracias a Víctor, y gracias a esta tarde, nunca, pero nunca, va a quedar en el olvido.

En cada 15 de marzo, y en cada día, y en cada minuto, hermosa Basilicia, prometo abrazar tu recuerdo.