sábado, 23 de octubre de 2021

El título imperfecto


Por Martín Estévez

Siempre quise que el día en que terminara mi carrera hubiera montones de personas esperándome para abrazarme, tirarme de todo, celebrar eufóricamente conmigo. Ayer, después de 11 años de estudiar como un chancho, me recibí de profesor y licenciado en Letras. Elegí un lugar bien grande, la plaza de Lomas, para que me esperara la multitud. Pero fueron a saludarme solamente cinco personas. Cinco. A la noche, mientras miraba, vacías, las sillas que había preparado en mi casa para la multitudinaria fiesta, tomé una decisión importante para mi vida. Una decisión que quiero contarles. 

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En el año 2010, cuando empecé la carrera, quería que mi abuelo me viera terminarla, pero ese año Víctor se murió. 

En el 2011 quería hacer la carrera en cinco años, pero la superposición de horarios de mi trabajo y las clases evidenció que serían muchos más. 

En el 2013 quería seguir haciendo la carrera con mi mejor amigo Leandro, pero mientras él avanzaba a lo bestia yo cursaba una materia por cuatrimestre. 

En el 2014 quería terminar la carrera sin desaprobar finales, pero me clavaron un 2 en Gramática Española. 

En el 2016 quería ser un escritor famoso en Latinoamérica, pero me hice famoso por mis fracasos y angustias para aprobar Latín. 

En el 2018 quería que mi abuela (que en el 2010 me acompañaba a esperar el colectivo a la mañana) me viera terminar la carrera, pero ese año Fanny se murió. 

En el 2020 quería que mi último día de clases fuera rodeado de gente querida en la universidad, pero lo pasé solo, frente a una computadora, y en medio de una pandemia. 

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En mi carrera me enseñaron casi nada que me sirva para ser profesor o para ser feliz, pero en pocos lugares aprendí tanto como en la universidad que el mundo casi nunca es como lo queremos, que a veces ni se parece a lo que esperábamos. 

Que, hagamos lo que hagamos, aunque sea con constancia ordenada o con obsesiva dedicación, las cosas pueden salir muy mal. Que nos podemos hacer mierda contra el vacío, que el mundo vino fallado o tal vez nuestras expectativas son muy grandes, que todos los lugares a los que nos lleva el capitalismo son siempre limítrofes con la angustia más atroz. 

La carrera no duró cinco años, hasta me saqué un 1 y muchas veces me sentí solo en un aula con 30 personas. Durante todo este tiempo me pasaron cosas hermosas y terribles. Ayer, como en los 11 años de carrera y como todos los días, el mundo no fue como hubiera querido: a veces me lastima de tan imperfecto, a veces siento que soy una versión fallada de lo que pude ser. 

Pero ayer, pese a que mi plan no salió como esperaba, me sentí contento, acompañado. Sentí que había algo verdadero en ese festejo austero. Y pasó algo incluso mejor: me sentí cómodo en el mundo imperfecto que pude construir alrededor mío. Ayer hubo cinco personas esperándome bajo la lluvia, pero otras me abrazaron más tarde hasta llenar mi casa, otras me saludaron a sus maneras, casi todas saben que recibirme no me importa, sino todas las magias que pasan hasta llegar hasta el final de un camino. 

Ayer a la noche, mientras miraba las sillas que había preparado en mi casa, sillas que quedaron vacías luego de que las muchas personas que me visitaron se fueron, tomé una decisión importante en mi vida: empezar a aceptar la imperfección. No, aceptarla no: incorporarla, entenderla, abrazarla. Ayer entendí, por fin entendí, que la felicidad no necesita que ser como la planeamos: solo tiene que ser felicidad. 

Ahora sí: díganme palabras de amor, que las estoy esperando. No importa que no escriban todes les que quiero, no importa que no digan lo que espero. Porque, después de 11 años, la universidad me enseñó que las cosas imperfectas también pueden ser felices.

sábado, 2 de octubre de 2021

Preguntar en terapia intensiva


“Me quiero ir a casa”, me dice Víctor y se le ponen llorosos sus ojos celestes. Víctor es mi abuelo, tiene 84 años y está acostado en la sala de terapia intensiva del hospital Gandulfo. Yo tengo 25, estoy sentado al lado suyo y le digo que no, que tenemos que pasar la noche ahí, juntos. Son las nueve y media. Mucho más que esta noche larga, me preocupa, me pone nervioso, me hace un monstruo en la panza una pregunta que da vueltas en mi cabeza y no sé si me animaré a preguntarle. 

Nunca en su vida Víctor había pasado una noche en un hospital. Alrededor nuestro hay gemidos de dolor, ruidos de camillas, enfermeras que entran cada tanto. Cuando pasan las horas, las camillas y las enfermeras son menos, pero quedan, incómodos, tensos en el aire, los gemidos de dolor de una decena de personas que no sé si están mejorando, agonizando o muriéndose a centímetros de mí. No me animo a mirarlas. 

Víctor está decidido a no dormir, se queja, amenaza con sacarse el suero y con irse aunque no lo dejen. No entiendo por qué me lo hace tan difícil, no sé qué decirle, le pido que trate de dormir. “No puedo”, me dice. Se quiere levantar al baño y le digo que espere, que le pregunto a una enfermera. No lo dejan. Tenemos que arreglarnos como podamos y con lo que hay. Está haciendo pis en una habitación en la que hay otras personas, tengo que ayudarlo, siente vergüenza. 

Víctor casi se muere hace un rato, cuando estaba en nuestra casa: se desvaneció de pronto y se lo llevó la ambulancia. Nos avisaron que quedaría en terapia intensiva y que era necesario un acompañante. Por eso estoy acá. A Víctor yo le digo “Babu” porque, en Ucrania, abuela se dice Baba. Abuelo no se dice Babu, pero igual le decimos así. Vivo con él desde que tengo memoria y aun así tengo miedo de hacerle la pregunta. 

A eso de la una de la mañana insiste con lo mismo, pero más calmado, o más cansado: 

–No puedo dormir, me quiero ir. No sé qué hacer. 

–Y bueno... charlemos –le respondo. 

–¿De qué? 

–No sé. De nosotros. 

Por primera vez en nuestra vida, Víctor y yo nos miramos fijo. Sostenemos la mirada en silencio. Me parece una eternidad. A los dos se nos humedecen los ojos. 

–Te quiero mucho –le digo despacito para no molestar al resto–. No sé si te lo dije alguna vez, pero sos un buen abuelo para mí. 

Le salió lo más parecido a una sonrisa que le vi esa noche. 

–¿Qué querés hacer cuando te vayas de acá, Babu? –le pregunto. 

–Lo que hago siempre –me responde, también con voz bajita–. Ir al mercado tempranito y estar en casa. Yo quiero dormir en casa. 

–Babu… ¿Tenés miedo? 

–Sí, Martín –me dice–. Menos mal que estás acá. 

Por un rato, tal vez horas, la sala de terapia intensiva desaparece y quedamos él y yo, solos, contándonos nuestras cosas, como si fuéramos viejos amigos. Entiendo ahora que tal vez lo éramos. 

Después de muchas verdades que nos dijimos por primera vez, a Víctor se le empezaron a cerrar los ojos. Por fin. Serían cerca de las cuatro de la mañana. Lo que tanto deseaba, que Babu durmiera un poco, estaba por pasar. Se sentía tan raro todo: estar ahí, hablar con él tan honestamente, el miedo a perderlo, la tranquilidad de estar haciendo todo lo posible. Pero ni siquiera todo eso podía tapar esa pregunta que tenía atragantada desde que empecé a darme cuenta de que Víctor no viviría para siempre.

–Babu, Babu… ¿Te dormiste? –le susurré. 

–Todavía no, pero ya me estoy durmiendo –me respondió. 

–Babu… Vos… –dudé de nuevo, porque me daba miedo su respuesta–. ¿Vos… vos tuviste una buena vida? ¿Babu… vos sos feliz cuando estás en casa con nosotros? 

No sé cuántos segundos duró el silencio, me acuerdo que me corrió un escalofrío por el cuerpo. Había mucho en juego para mí en esa respuesta. Mucho. 

–Sí. Sí, Martín. Me gusta mi vida. Soy feliz con ustedes –me dijo, y se quedó dormido. 

Esa noche de enero de 2010 fue la única que Víctor pasó en terapia intensiva. Cuatro meses después, mi abuelo murió durmiendo en su cama, muy cerca de todes les que lo amamos.

viernes, 6 de agosto de 2021

"Tengo que abortar", me dijo

Por Martín Estévez

Tardecita hermosa, miércoles de noviembre con tanto sol. Es una de mis primeras citas con Tamara, creo que ya somos novios. Nos sentamos en las sillas de afuera de un café. Acaba de aprobar Sociología y está contenta. Me encanta que esté contenta. Me encanta que estudie Trabajo social. Me encanta cómo le queda ese pañuelo en la cabeza. Me encanta esta tardecita, hasta que llega un mensaje: “Necesito verte lo antes posible”. 

Veinticinco minutos después, no estoy con Tamara: estoy en la misma mesita con una de las personas más importantes de mi vida. “Tengo que abortar”, me dice. Aunque estamos en 2009, no tardo en opinar que está bien, que su cuerpo es suyo, que en algunos países es legal, que… “No lo estoy eligiendo, Martín: si no aborto me puedo morir”, me dice. Y se me queman los discursos. 

Hay un embarazo no deseado, peligroso, que si sigue adelante puede matarla. Hay un médico (¿responsable, cómplice?) que le dijo que legalmente no puede inducir el aborto, pero que “conoce a alguien”. Hay un hombre que (oh, sorpresa) no se hace cargo de su responsabilidad. “No tengo plata –me dice ella– y tiene que ser urgente”. 

Qué sé yo qué se siente. Nunca voy a poder saberlo. Sé que agradecí por dentro haberme animado a hablar tantas veces de aborto, eutanasia, piquetes, verdades. Lo supe rápido: ella no estaba ahí porque no tenía plata, sino porque sabía que no la juzgaría. 

Pasan poquísimos días y estamos en una esquina que no conozco de Capital. No quiere que entre con ella. “Son solo unas horas”, me dice. Tengo que mirar todo el tiempo la puertita y esperarla en el café de la esquina. Si no sale en el tiempo estipulado, el plan es torpe: ir a tocar la puerta. Y no avisarle a nadie a menos que sea urgentemente necesario. 

¿Cuántas cosas podés pensar cuando una de las personas que más querés está encerrada con personas desconocidas en una clínica ilegal en la que le están practicando un aborto para salvarle la vida? ¿Cuántas cosas habrá pensado ella antes, durante, después? Nunca voy a poder saberlo. 

La crueldad a la que la sociedad, a la que este sistema de mierda la somete no termina después de esas horas de angustia. El post-aborto exige ciertos cuidados que tendrá que soportar sin que nadie lo sepa, sin que nadie se dé cuenta. Se siente obligada a ocultarse, como si fuera una criminal. Pero es una víctima. Una víctima que podría haber aumentado el número de muertes por abortos clandestinos. Pero está acá, al lado mío. 

Luego vinieron años en los que casi no tocamos el tema, en los que la vida nos acercó y alejó, en los que nuestras diferencias políticas continuaron, en los que los feminismos enseñaron cuan revolucionario puede ser un movimiento horizontal, organizado y apasionado. Ella decidió no sumarse a ese movimiento. Muchas veces me pregunté, con un poco de miedo, qué pensaba sobre esas luchas. ¿Y si creía que abortar estaba mal, si estaba en contra de la legalización, tenía derecho a juzgarla? Claro que no. Pero igual, dentro mío, pensaba que ojalá. Ojalá. 

El 30 de diciembre de 2020 se legalizó la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina. Décadas de esfuerzo, estrategia y dolor de mujeres y disidencias sexuales, décadas transformando a la sociedad desde las entrañas para sacudirle ese putrefacto olor a hombre violento, meses eternos de pañuelos verdes multiplicándose por nuestros barrios tuvieron, por fin, impacto jurídico. Los papeles empezaron a decir lo que millones de cuerpos exigían.

Estaba solo en mi casa esa madrugada. Y pensé en tantas cosas. En las mujeres que amé, en las compañeras que celebraban en las calles, en las que murieron fuera de la ley. También pensé en ella. En qué estaría pensando. En que me parecía lógico y justo que mis argumentos jamás la hubieran convencido: después de todo, soy un hombre heterosexual. Lo que realmente me atravesaba (y nunca me hubiera animado a preguntarle) era qué pensaba ella sobre las millones de mujeres que se habían puesto en peligro para evitar que otras siguieran muriendo. Pensaba que ojalá ellas sí la hubieran podido conmover. Pensaba que ellas sí merecen ser escuchadas. 

En medio de esas emociones, escribí un texto en el que recordé aquella tarde y aquella puertita de Capital. Quería, de alguna manera, acercarme también a ella. Abrí el Instagram para publicarlo y entonces vi, en su muro, en sus fotos, algo verde, todo verde: “Legal, seguro, gratuito”, celebraba ella y, seguramente, también lloraba. Y entonces yo también lloré. Y celebré que, esta vez, no estuviera obligada a llorar en silencio.

jueves, 29 de abril de 2021

Ojalá te pase


Por Martín Estévez

Ojalá a vos también te pase. Y que, cuando te pase, te animes a vivirlo con todo. Porque… ¿cuántas veces puede suceder en la vida? ¿Dos, tres con suerte? Hablo de esas etapas en las que no tenemos ni perra idea de qué mierda hacer con nuestra existencia. No tenemos trabajo fijo, ni pareja, ni demasiadas responsabilidades, ni angustia terrible, ni proyectos cercanos. Somos personas sin rumbo. Somos pluma. Y cualquier vientito nos lleva de acá para allá, porque ¿total? no tenemos nada mejor que hacer. 

A mí, la primera vez que me pasó algo así fue entre julio y noviembre de 2009. Ay, qué épocas. 

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Me quedé sin trabajo pero la indemnización me sostendrá varios meses. Asumí que Vanina no me ama y no me gusta nadie más. Tengo un título terciario y no seguí estudiando. Nadie está por morir, no me duele nada, tampoco tengo metas que perseguir. Soy una persona de 25 años que no sabe en qué mierda ocupar su tiempo. “Problemas de hombre blanco”, me dirán en 2021. Pero estamos en julio de 2009. 

De repente estoy comprándome una guitarra, yendo a un taller literario, me veo seguido con casi todas las personas que conozco, soy niñero de Mica y Joaco, voy de un lado para el otro, no tengo horarios. Acepto todos los trabajos que me pasan cerca: corrijo revistas sobre vino, evito que en partidos de fútbol 5 se caguen a piñas, soy extra en publicidades absurdas. Nada me duele pero nada me llena. 

Tengo citas raras, citas interesantes, citas horribles, llego a tener tres citas el mismo día (¡un lunes!) y, en el medio, sesión de terapia. Termino a la madrugada, perdido y solo, en la puerta de un hotel alojamiento en Flores. 

De repente empezamos a ser amigos con Vanina, de repente fumo marihuana en un departamento de Avellaneda, de repente estoy trabajando para ESPN, para una revista de Wilde, para Campana Noticias, para el libro del club Viamonte, todo junto, todo a la vez, mientras finjo fotografiar a Martín Palermo en una publicidad y me cagan a piñas en las canchitas de fútbol 5. Llego a tener nueve trabajos a la vez. 

No puedo estar quieto, me da vergüenza quedarme en mi casa a los 25 años. Desde temprano, entonces, me invento actividades frenéticamente, me pongo horarios estrictos sin necesidad, y viajo a Campana, a Palermo, a ver a Racing, hasta sigo la campaña de futbolista amateur de mi primo Matías. Voy adonde sea. 

La mayor parte de los momentos son un fiasco absoluto, pero experimento, pruebo, me animo, intento. El taller literario fue malísimo, la guitarra no la usé nunca más, me sentí humillado por mujeres desconocidas, sí; pero ¡cuántas anécdotas gané para siempre! ¡cuántas cosas descubrí de mí mismo! 

Dos de las frutadas que inventé por no saber qué hacer marcarían a recontra fuego mi siguiente década. En esos cuatro meses de descalabro y desorientación decidí estudiar Letras en la Universidad de Lomas, sin saber que ahí me nacerían amistades, comprensiones, movimientos sociales que me cambiarían para siempre. Y, lo más raro de todo, en ese cuatrimestre me anoté en un taller de teatro. Me chupaba un huevo hacer teatro, pero me anoté en tantas cosas, y las primeras clases eran gratis, entonces probé. 

¡Mentira que nada me dolía pero nada me llenaba! Me llenaba ir a teatro. ¡A teatro! ¿Quién lo hubiera pensado, no? Desde la primera clase, cuando en un ejercicio una chica llamada Tamara confesó sus discusiones sobre trotskismo con su psicóloga, cuando vi a ese montón de gente tan sin rumbo como yo jugando a ser otras personas, empecé a esperar los viernes con una sensación rara en el cuerpo: la sensación de estar siendo feliz. 

¡Esa ridiculez tan pequeñita, el momento en el que abrí un diario y encontré un anuncio del Banfield Teatro Ensamble! No una guerra, no un accidente, no una fiesta ni un viaje: el momento más decisivo para mi vida actual fue ver un anuncio en el Clarín zonal. 

Me es imposible imaginar qué sería hoy de mi vida si no hubiera ido a teatro. Todas las historias que escriba a partir de ahora están atravesadas por ese tallercito en el que duré menos de dos años. Incluso afectó esta misma historia que estoy contando, porque con el taller de teatro terminó también esa etapa en la que no tenía ni perra idea de qué hacer con mi existencia. Porque aunque todavía no tenía trabajo fijo, ni responsabilidades, ni angustia, ni proyectos, algo sí cambió: en noviembre del 2009, en el medio de un cine, la chica que discutía con su psicóloga sobre trotskismo y yo nos besamos. Y esa noche, gracias a teatro y aunque todavía no lo sabíamos, estábamos empezando a construir una pareja.

lunes, 29 de marzo de 2021

Aunque la vi dos veces

Por Martín Estévez

Vanina no me ama y lloro, con un té en la mano, mientras mi mamá me mira. “Pero ¿cuántas veces se vieron?”, me pregunta Tati. “Dos”, respondo, y lloro mirando la taza, un poco más fuerte. Me chupa un huevo la humillación de este momento, que Tati no me entienda, en este puto momento de mierda no me importa nada, excepto que Vanina no me ama. 

Dos años sufriendo como un pelotudo por Rosana y, cuando la supero, en cuatro meses me hacen concha el corazón de nuevo. No puedo creer estar otra vez en la misma inmundicia, en la misma sensación de desconsuelo sórdido, me parece una mierda la palabra “sórdido”, me parecen una mierda todas las palabras que no consiguen que Vanina me ame. 

Después de que nos robaron los celulares la segunda vez que nos vimos, le mandé uno, dos, tres mails. “Puedo callarme diecisiete veces, pero sólo si las tristezas valiosas, el futuro intimidante, y la maldita y bendita forma en la que te acurrucaste en mi vida siguen existiendo en algún lugar, en cualquier lugar, en el que seamos primos, inocentes, cómplices, culpables o eternos denunciantes denunciando que nunca podremos ser lo que deseamos juntos, pero siempre podemos desear juntos lo que queremos ser”, le escribí primero. 

“Ganaste: si prometo no seguir diciéndote enana, ¿voy a volver a saber de vos algún día?”, después. 

“Mi yo tan perfectito, tan lustrado, sabe (porque siempre lo sabe todo) que sos una persona, y que hay otras personas, y que está lleno de personas. Matt sabe que sos única. Ellos son dos y me hablan y se pelean y se hablan y se van. No sé si alguno tiene razón. Sí sé que si alguien tiene que estar cerca tuyo, es ese algo que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro mío. Ese tengo que ser yo”, decía el tercer mail. 

No hubo respuesta. Durante 24 días, no supe nada de Vanina. Un 9 de mayo me mandó el mail más dolorosamente hermoso que me mandaron en la vida. 

“Ella pensó que la vida era como una foto en movimiento, cuya escena variaba ligeramente mientras los personajes de la composición seguían estáticos, presos del rol bajo el cual habían nacido. Pensó, pensó pensando sin pensar. Podía seguir mutando, pero había una situación que jamás cambiaba: siempre estaba sola. En sus temores, en la tormenta, sola en un cuarto donde Vani lloraba en un rincón, mientras Vani se reía de ella. Sola. S – o – l –a. Y estaba bien. Sea como sea, ‘cada hombre es una isla’, y las islas no están destinadas a formar continentes. Sea como sea, tu día empieza con vos abriendo los ojos, y termina cuando vos los cerrás. Entonces, ¿porqué se sentía tan triste?”, decía apenas una parte de ese mail que leí cientillones de veces, en el que Vanina me susurraba que ya no quería besarme para siempre, pero yo (claro) no quise entenderlo. 

“Le habían dicho que la vida era una línea recta y que a veces, solo a veces, hay líneas que te chocan y ¡PAF! te cambian de dirección. Le vino a la mente una línea sacándola de su hermosamente triste soledad. Un día entendió que la otra línea era importante, y que por eso necesitaba irse. Ahora la extraña, pero no es nadie para ir y volver cuando lo desea, y espera en silencio una respuesta. Alguien nos dio libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”. 

¡Ay, Vanina, cómo te amo! “Alguien nos libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”. Googleé esa magia para ver quién la había dicho, ¡y fuiste vos! Seguís siendo un escritor de ochenta años que finge ser una enana adolescente. Seguís siendo mi creencia tan atea, mi fe tan materialista.

“En algún momento me cansé de ser una nada sencillita y almidonada –le respondí–, y preferí ser un algo revuelto y destripado. Boceto, sombra, maullido amorfo, un intento. Pero nunca, nunca más la nada. Alguien nos dio la esperanza. Hay que abrazarla, entonces”. 

Volvimos a escribirnos, a intentar intentarnos hasta que, después de tres meses esperando verla, me dijo por MSN que no, que lo que hubo ya no existía, que no quería besarme ni mirarme ni dejarnos robar en cualquier plaza de cualquier lugar del mundo. Vanina sabía a años luz de distancia que yo la amaba y entendía (demasiado bien) que ya no podríamos ser felices juntos. Que el amor desparejo es tan cruel y sádico como el no-amor. Las ideas de Vanina, como casi siempre, estaban seis pasos adelante de todas mis corridas apuradas. 

Ahora estoy sentado frente a la computadora y empiezo a decir, para arrancarme un poco de muerte: “Escribo en directo, la noche del 12 de julio de 2009, que ya se acerca a 13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste, y desgarrado, y solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando vos los cerrás…”. 

Vanina no me ama. Yo la amo aunque la vi dos veces, y escribo un texto sin sospechar que lo recitaré 11 años después, en algo llamado Instagram, cuando mi corazón esté roto otra y otra y otra vez. 

Vanina no me ama y yo ya no sé en qué tiempo estoy viviendo, cuánto de esto que escribo es pasado y cuánto es ahora, cuánto es verdad y cuánto es Vanina, cuántas Vaninas inventé para destrozarme y reconstruirme, cuántas culpas dibujé afuera para no mirarme allá adentro, pero ¡ay, Vanina! cuánto y cómo daría para me ames y para que la vida tenga mucho más que un libre albedrío que nos dieron sin preguntarnos. 

¡Ay, Vanina!, qué no arriesgaría yo para dejar de escribir “ay” en lugar de ese sonido que no se puede escribir: el de un mundo absurdísimo, impúdico y desalmado que se nos desarma bajo los pies, el de una vida en la que vivimos muriendo, el sonido silencioso de mis ojos mirando la taza de té, mientras Tati me mira, y vos no me amás.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Cita en un patrullero

Por Martín Estévez

Estoy en un patrullero, atravesando un barrio raro, con dos policías adelante y dos personas desconocidas al costado. Es de noche y nos llevan a una comisaría. No puedo creer que esto me esté pasando. En serio. Jamás, pero jamás de los jamases, hubiera pensado que iba a terminar así mi segunda cita con Vanina. 

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Vanina ya es una magia que me atraviesa la respiración. Si durante seis meses de chat me maravilló, después de verla y besarla, hace tres semanas, ya no sé cómo aguantarme tanto amor. Mi vida parece un pegajoso cuento romántico. 

Hoy nos veremos de nuevo. Quiero decir: me escaparé de nuevo del trabajo para pasear con ella por el Centro Cultural Recoleta. No tengo la menor idea de qué es el Centro Cultural Recoleta: solo quiero escucharla contarme de qué se trata el mundo. 

Vanina hace que todo sea curioso y nuevo, me empuja a su cosmos inquieto. De repente también parezco audaz y de colores, suspicaz y austeramente épico. ¡Ay, ni se entiende lo que escribo cuando pienso en ella! 

La cosa tiene ritmo de segunda cita: nos saludamos con un abracito, nos charlamos muchos minutos desde cerca y, sin darnos cuenta, nos estamos besando. Vanina es la tercera persona que beso en la vida pero cada beso con ella es como el primero. Siento en el cuerpo la certeza de estar siendo feliz. 

Nos sentamos en un banquito de Plaza Francia, empieza a anochecer, el universo está bien. Nos besamos con paciencia y dedicación, como si no existiera el tiempo, con los ojos cerrados durante larguísimos segundos. De pronto, siento un golpe en la cabeza. 

—¡Dame todo, guacho, dame todo, guacho, dale, dale, rápido! 

En la oscuridad, tres personas nos arrancan su bolso y mi mochila. Tienen una pistola. Cruzo el cuerpo adelante del de Vanina y, antes de que pueda decir algo heroico, me meten una piña en la frente que me sacude. 

Quince segundos después, ellos ya no están, pero tampoco mi buzo rojo y negro, mi celular ni mi plata. Peor: tampoco el celular, las llaves ni el documento de Vanina. 

Entra en shock, llora, trato de calmarla: cosas que pasan después de un robo. Vamos a la parte de seguridad del negocio más cercano (el Buenos Aires Design) para avisarle a su familia. Marca el número de su casa y, de pronto, me pasa el teléfono. 

—Emmm, hola, sí. Qué tal. Soy Martín, estoy con Vanina, por favor no se preocupe. Ella está bien, está al lado mío, ya le paso con ella. Está un poco asustada porque nos robaron, pero no le hicieron nada, ella está bien, ahora se la paso. Ella quería avisarle por las dudas, ahí le paso. 

Vanina habla como puede, corta y un rato después, cuando en vez de llorar se está riendo, aparecen en la oficina de seguridad su mamá y su hermano. Miro la escena con un silencio que jura inocencia. No sé dónde meterme. No sé cuanto pasa hasta que aparece la policía, llamada por la gente de seguridad, y sugiere denunciar el robo de documentos y llaves. 

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Estoy adentro de un patrullero, atravesando un barrio raro, con policías adelante y la mamá y el hermano de Vanina a mis costados. Somos cuatro atrás, apretados como hojitas de lechuga. Me pellizco para asegurarme de no estar soñando. 

Poco después estamos declarando frente a un policía y una máquina de escribir, con su mamá y su hermano atrás nuestro. “Siendo las 22:25 del miércoles 15 de abril de 2009…”, comienza a tipear el policía en voz alta, y nos hace preguntas sencillas hasta que… 

—¿Relación de los denunciantes?

—¡Amigos! —decimos a coro, sin tiempo a que termine la pregunta.

—¿Qué se encontraban haciendo al momento del robo?

Los ojos de la familia de Vanina se nos clavan en la nuca. 

—Charlando —dice ella. 

—Sí, sí, estábamos sentados charlando —confirmo con seguridad. 

—¿Por dónde vinieron los responsables del robo? 

—Emmm… No pudimos ver bien —dice Vanina. 

—Estábamos distraídos y aparecieron de golpe —digo, ya no tan seguro. 

El oficial nos mira raro. Toma otros datos y nos entrega una copia de la denuncia. Uff. Zafamos. 

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Ya estamos fuera de la comisaría. Caminamos a no sé dónde. Vanina y su hermano se ríen a un costado. La mamá de Vanina es un amor: me dice por dónde pasa un colectivo que me acerca a Lomas y me da monedas para tomarlo. Su hermano me dice “gracias, Vani me contó lo que hiciste”, y le creo su sonrisa. El universo vuelve a estar bien. 

Me despido en remerita, muerto de frío, pero feliz. Vanina me abraza fuerte. “Te quiero”, me dice despacito, al oído. Nunca hubiera imaginado lo que pasaría en mi segunda cita con ella. Y mucho, muchísimo menos, podía imaginar que ese 15 de abril de 2009, antes de que me golpearan la cabeza, la había besado por última vez.

viernes, 8 de enero de 2021

Lo que aprendí en una vereda


Por Martín Estévez

Esta noche vuelvo a ver a Rosana después de dos años. Después de tanta vida, de seis años de novios, de nunca haber podido dejar de amarla. Rosana, Rosana, Rosana llenando mi vida desde hace tanto, dejándola vacía desde hace no tan poco. Rosana, a la que nunca más vi aunque creí verla en tantos lugares, en tantas esquinas, en tantas tristezas. Rosana, hoy te vuelvo a ver. 

Rosana está en pareja, tal vez es feliz, pero tengo decidido decirle que la amo para siempre, que no pude ni supe vivir sin ella, que me perdone, que no puedo más de tanto amor y tan poco olvido. Rosana, hace dos años sueño con vos y con decirte que te sigo amando como la tarde del primer beso. 

La voy a ver en una reunión inventada diez años después de que empezamos el secundario, reunión que te trae de vuelta a mi vida, de donde te arrancaste una noche que me sangra recordar. No iría a esa estúpida reunión si no fuera porque también vas vos. 

Viajo directo desde el trabajo, en el tren me parece que tiemblo un poco. Cuando llego hay solamente cuatro personas en las mesitas de la vereda del bar, pero una sos vos. “Después necesito decirte algo, los dos solos”, te pido. Me preguntás por mis anteojos. Cierto que no sabés que ahora uso lentes de contacto. 

Desde el principio de la reunión solo espero que llegue el final. Solo quiero contarte todo. Débora pregunta si alguien quiere cerveza y digo que sí. Veo tu sorpresa: tal vez te había jurado jamás tomar alcohol. 

Éramos como veinte y solo vinimos cinco. Pasan minutos incómodos y no llega nadie más, así que pedimos la comida. “¿Cinco hamburguesas completas?”, pregunta Lucía. “Para mí de soja, por favor”, respondo, y me decís: “Al final te hiciste vegetariano…”. Y ya no estás tan sorprendida. 

Nunca más vino nadie. Nos contamos cosas, corre un vientito raro en la vereda. Casi podría decir que estoy alegre. Tardo en darme cuenta que es por la cerveza. Débora se va temprano y pide nuestros celulares. Cuando le paso el mío vuelve tu desorientación: jamás me imaginaste con uno. 

La reunión es casi una burla macabra de mi vida. Estás vos; está Lucía, una de las pocas mujeres que supe que me quiso; y está Violeta, a quien amé durante años. Cuando pasó su novio (¡Martín!) le dijimos que se quedara: me gusta tanto verla feliz. 

Todos decimos cosas y vos también. Ya son más de las 12 y no sé si es la cerveza o si la reunión no era tan mala idea, pero nos estamos riendo todos. Mucho. No entiendo por qué, pero estoy relajado. Tal vez relajado por primera vez después de una larguísima contractura de dos años. Somos cuatro desconocidos contándonos nuestras vidas nuevas y recordando una vieja que compartimos y ya no existe. 

Violeta y Lucía se van al baño y me decís: “Mar, en un ratito me tengo que ir, ¿qué me querías decir?”. 

Llegó el momento. Te miro y se me aparecen en tus ojos la vereda de la escuela 29, tu mamá, una Navidad, lo que aprendí en un balcón, un beso, vacaciones, otros mil besos, cien llantos, diez noches, dos verdades. Se me aparece, Rosana, la noche en la que me dijiste “ya no te amo”, te acompañé muerto hasta la puerta de tu casa y nos separamos para siempre. 

Me mirás esperando una respuesta, no sé si es un segundo o cien, te lo juro, pero me veo caminando hacia ninguna parte, llorando cada día 5, proclamándole mi desamor a un mundo en el que solo me importabas vos, veo a mi familia, a Pablo ayudándome a sufrirte, veo a mi vida hecha mierda para siempre, me veo viajar, curarme, renacer, reconstruir. La veo a Vanina, sentada en el jardín botánico, y también me veo a mí, mirándote ahora. 

–El otro día encontré tu boletín del Instituto en unas cajas –te digo– . No sé si te sirve, pero por las dudas te lo traje. 

–Ay, ni sabía que lo tenías vos –me decís–. ¿Era eso solo, seguro? 

–Sí, sí. Era eso solo –digo y te sonrío con un amor diferente. 

Rosana se va y nos quedamos con Lucía, Violeta y su novio dos horas más. Nos reímos de haber protagonizado la reunión de egresados menos concurrida del mundo. Por momentos se nos escapan carcajadas que ni siquiera me parecen exageradas. A las cuatro, Violeta y Martín se ofrecen a alcanzarme hasta mi casa. Pienso decir que no, pero no puedo resistirme a un final tan memorable. 

Media hora después me dejan en la vereda de la calle Oliden y los veo irse. Me acuerdo de algo gracioso, sonrío un poco ebrio. Cierro las rejas, entro al patio, miro hacia el cielo, todavía oscuro. Inspiro esta madrugada y expiro dos años de dolor. Es 28 de marzo de 2009 y aunque te juro que no lo creo, por fin y después de tanto, esta noche y para siempre, Rosana querida, dejé de amarte.