Por Martín EstévezSiempre quise que el día en que terminara mi carrera hubiera montones de personas esperándome para abrazarme, tirarme de todo, celebrar eufóricamente conmigo. Ayer, después de 11 años de estudiar como un chancho, me recibí de profesor y licenciado en Letras. Elegí un lugar bien grande, la plaza de Lomas, para que me esperara la multitud. Pero fueron a saludarme solamente cinco personas. Cinco. A la noche, mientras miraba, vacías, las sillas que había preparado en mi casa para la multitudinaria fiesta, tomé una decisión importante para mi vida. Una decisión que quiero contarles.
sábado, 23 de octubre de 2021
El título imperfecto
Por Martín EstévezSiempre quise que el día en que terminara mi carrera hubiera montones de personas esperándome para abrazarme, tirarme de todo, celebrar eufóricamente conmigo. Ayer, después de 11 años de estudiar como un chancho, me recibí de profesor y licenciado en Letras. Elegí un lugar bien grande, la plaza de Lomas, para que me esperara la multitud. Pero fueron a saludarme solamente cinco personas. Cinco. A la noche, mientras miraba, vacías, las sillas que había preparado en mi casa para la multitudinaria fiesta, tomé una decisión importante para mi vida. Una decisión que quiero contarles.
sábado, 2 de octubre de 2021
Preguntar en terapia intensiva
“Me quiero ir a casa”, me dice Víctor y se le ponen llorosos sus ojos celestes. Víctor es mi abuelo, tiene 84 años y está acostado en la sala de terapia intensiva del hospital Gandulfo. Yo tengo 25, estoy sentado al lado suyo y le digo que no, que tenemos que pasar la noche ahí, juntos. Son las nueve y media. Mucho más que esta noche larga, me preocupa, me pone nervioso, me hace un monstruo en la panza una pregunta que da vueltas en mi cabeza y no sé si me animaré a preguntarle.
Nunca en su vida Víctor había pasado una noche en un hospital. Alrededor nuestro hay gemidos de dolor, ruidos de camillas, enfermeras que entran cada tanto. Cuando pasan las horas, las camillas y las enfermeras son menos, pero quedan, incómodos, tensos en el aire, los gemidos de dolor de una decena de personas que no sé si están mejorando, agonizando o muriéndose a centímetros de mí. No me animo a mirarlas.
Víctor está decidido a no dormir, se queja, amenaza con sacarse el suero y con irse aunque no lo dejen. No entiendo por qué me lo hace tan difícil, no sé qué decirle, le pido que trate de dormir. “No puedo”, me dice. Se quiere levantar al baño y le digo que espere, que le pregunto a una enfermera. No lo dejan. Tenemos que arreglarnos como podamos y con lo que hay. Está haciendo pis en una habitación en la que hay otras personas, tengo que ayudarlo, siente vergüenza.
Víctor casi se muere hace un rato, cuando estaba en nuestra casa: se desvaneció de pronto y se lo llevó la ambulancia. Nos avisaron que quedaría en terapia intensiva y que era necesario un acompañante. Por eso estoy acá. A Víctor yo le digo “Babu” porque, en Ucrania, abuela se dice Baba. Abuelo no se dice Babu, pero igual le decimos así. Vivo con él desde que tengo memoria y aun así tengo miedo de hacerle la pregunta.
A eso de la una de la mañana insiste con lo mismo, pero más calmado, o más cansado:
–No puedo dormir, me quiero ir. No sé qué hacer.
–Y bueno... charlemos –le respondo.
–¿De qué?
–No sé. De nosotros.
Por primera vez en nuestra vida, Víctor y yo nos miramos fijo. Sostenemos la mirada en silencio. Me parece una eternidad. A los dos se nos humedecen los ojos.
–Te quiero mucho –le digo despacito para no molestar al resto–. No sé si te lo dije alguna vez, pero sos un buen abuelo para mí.
Le salió lo más parecido a una sonrisa que le vi esa noche.
–¿Qué querés hacer cuando te vayas de acá, Babu? –le pregunto.
–Lo que hago siempre –me responde, también con voz bajita–. Ir al mercado tempranito y estar en casa. Yo quiero dormir en casa.
–Babu… ¿Tenés miedo?
–Sí, Martín –me dice–. Menos mal que estás acá.
Por un rato, tal vez horas, la sala de terapia intensiva desaparece y quedamos él y yo, solos, contándonos nuestras cosas, como si fuéramos viejos amigos. Entiendo ahora que tal vez lo éramos.
Después de muchas verdades que nos dijimos por primera vez, a Víctor se le empezaron a cerrar los ojos. Por fin. Serían cerca de las cuatro de la mañana. Lo que tanto deseaba, que Babu durmiera un poco, estaba por pasar. Se sentía tan raro todo: estar ahí, hablar con él tan honestamente, el miedo a perderlo, la tranquilidad de estar haciendo todo lo posible. Pero ni siquiera todo eso podía tapar esa pregunta que tenía atragantada desde que empecé a darme cuenta de que Víctor no viviría para siempre.
–Babu, Babu… ¿Te dormiste? –le susurré.
–Todavía no, pero ya me estoy durmiendo –me respondió.
–Babu… Vos… –dudé de nuevo, porque me daba miedo su respuesta–. ¿Vos… vos tuviste una buena vida? ¿Babu… vos sos feliz cuando estás en casa con nosotros?
No sé cuántos segundos duró el silencio, me acuerdo que me corrió un escalofrío por el cuerpo. Había mucho en juego para mí en esa respuesta. Mucho.
–Sí. Sí, Martín. Me gusta mi vida. Soy feliz con ustedes –me dijo, y se quedó dormido.
Esa noche de enero de 2010 fue la única que Víctor pasó en terapia intensiva. Cuatro meses después, mi abuelo murió durmiendo en su cama, muy cerca de todes les que lo amamos.
viernes, 6 de agosto de 2021
"Tengo que abortar", me dijo
Por Martín EstévezTardecita hermosa, miércoles de noviembre con tanto sol. Es una de mis primeras citas con Tamara, creo que ya somos novios. Nos sentamos en las sillas de afuera de un café. Acaba de aprobar Sociología y está contenta. Me encanta que esté contenta. Me encanta que estudie Trabajo social. Me encanta cómo le queda ese pañuelo en la cabeza. Me encanta esta tardecita, hasta que llega un mensaje: “Necesito verte lo antes posible”.
jueves, 29 de abril de 2021
Ojalá te pase
Por Martín EstévezOjalá a vos también te pase. Y que, cuando te pase, te animes a vivirlo con todo. Porque… ¿cuántas veces puede suceder en la vida? ¿Dos, tres con suerte? Hablo de esas etapas en las que no tenemos ni perra idea de qué mierda hacer con nuestra existencia. No tenemos trabajo fijo, ni pareja, ni demasiadas responsabilidades, ni angustia terrible, ni proyectos cercanos. Somos personas sin rumbo. Somos pluma. Y cualquier vientito nos lleva de acá para allá, porque ¿total? no tenemos nada mejor que hacer.
lunes, 29 de marzo de 2021
Aunque la vi dos veces
Por Martín Estévez
Vanina no me ama y lloro, con un té en la mano, mientras mi mamá me mira. “Pero ¿cuántas veces se vieron?”, me pregunta Tati. “Dos”, respondo, y lloro mirando la taza, un poco más fuerte. Me chupa un huevo la humillación de este momento, que Tati no me entienda, en este puto momento de mierda no me importa nada, excepto que Vanina no me ama.
Dos años sufriendo como un pelotudo por Rosana y, cuando la supero, en cuatro meses me hacen concha el corazón de nuevo. No puedo creer estar otra vez en la misma inmundicia, en la misma sensación de desconsuelo sórdido, me parece una mierda la palabra “sórdido”, me parecen una mierda todas las palabras que no consiguen que Vanina me ame.
Después de que nos robaron los celulares la segunda vez que nos vimos, le mandé uno, dos, tres mails. “Puedo callarme diecisiete veces, pero sólo si las tristezas valiosas, el futuro intimidante, y la maldita y bendita forma en la que te acurrucaste en mi vida siguen existiendo en algún lugar, en cualquier lugar, en el que seamos primos, inocentes, cómplices, culpables o eternos denunciantes denunciando que nunca podremos ser lo que deseamos juntos, pero siempre podemos desear juntos lo que queremos ser”, le escribí primero.
“Ganaste: si prometo no seguir diciéndote enana, ¿voy a volver a saber de vos algún día?”, después.
“Mi yo tan perfectito, tan lustrado, sabe (porque siempre lo sabe todo) que sos una persona, y que hay otras personas, y que está lleno de personas. Matt sabe que sos única. Ellos son dos y me hablan y se pelean y se hablan y se van. No sé si alguno tiene razón. Sí sé que si alguien tiene que estar cerca tuyo, es ese algo que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro mío. Ese tengo que ser yo”, decía el tercer mail.
No hubo respuesta. Durante 24 días, no supe nada de Vanina. Un 9 de mayo me mandó el mail más dolorosamente hermoso que me mandaron en la vida.
“Ella pensó que la vida era como una foto en movimiento, cuya escena variaba ligeramente mientras los personajes de la composición seguían estáticos, presos del rol bajo el cual habían nacido. Pensó, pensó pensando sin pensar. Podía seguir mutando, pero había una situación que jamás cambiaba: siempre estaba sola. En sus temores, en la tormenta, sola en un cuarto donde Vani lloraba en un rincón, mientras Vani se reía de ella. Sola. S – o – l –a. Y estaba bien. Sea como sea, ‘cada hombre es una isla’, y las islas no están destinadas a formar continentes. Sea como sea, tu día empieza con vos abriendo los ojos, y termina cuando vos los cerrás. Entonces, ¿porqué se sentía tan triste?”, decía apenas una parte de ese mail que leí cientillones de veces, en el que Vanina me susurraba que ya no quería besarme para siempre, pero yo (claro) no quise entenderlo.
“Le habían dicho que la vida era una línea recta y que a veces, solo a veces, hay líneas que te chocan y ¡PAF! te cambian de dirección. Le vino a la mente una línea sacándola de su hermosamente triste soledad. Un día entendió que la otra línea era importante, y que por eso necesitaba irse. Ahora la extraña, pero no es nadie para ir y volver cuando lo desea, y espera en silencio una respuesta. Alguien nos dio libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”.
¡Ay, Vanina, cómo te amo! “Alguien nos libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”. Googleé esa magia para ver quién la había dicho, ¡y fuiste vos! Seguís siendo un escritor de ochenta años que finge ser una enana adolescente. Seguís siendo mi creencia tan atea, mi fe tan materialista.
“En algún momento me cansé de ser una nada sencillita y almidonada –le respondí–, y preferí ser un algo revuelto y destripado. Boceto, sombra, maullido amorfo, un intento. Pero nunca, nunca más la nada. Alguien nos dio la esperanza. Hay que abrazarla, entonces”.
Volvimos a escribirnos, a intentar intentarnos hasta que, después de tres meses esperando verla, me dijo por MSN que no, que lo que hubo ya no existía, que no quería besarme ni mirarme ni dejarnos robar en cualquier plaza de cualquier lugar del mundo. Vanina sabía a años luz de distancia que yo la amaba y entendía (demasiado bien) que ya no podríamos ser felices juntos. Que el amor desparejo es tan cruel y sádico como el no-amor. Las ideas de Vanina, como casi siempre, estaban seis pasos adelante de todas mis corridas apuradas.
Ahora estoy sentado frente a la computadora y empiezo a decir, para arrancarme un poco de muerte: “Escribo en directo, la noche del 12 de julio de 2009, que ya se acerca a 13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste, y desgarrado, y solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando vos los cerrás…”.
Vanina no me ama. Yo la amo aunque la vi dos veces, y escribo un texto sin sospechar que lo recitaré 11 años después, en algo llamado Instagram, cuando mi corazón esté roto otra y otra y otra vez.
Vanina no me ama y yo ya no sé en qué tiempo estoy viviendo, cuánto de esto que escribo es pasado y cuánto es ahora, cuánto es verdad y cuánto es Vanina, cuántas Vaninas inventé para destrozarme y reconstruirme, cuántas culpas dibujé afuera para no mirarme allá adentro, pero ¡ay, Vanina! cuánto y cómo daría para me ames y para que la vida tenga mucho más que un libre albedrío que nos dieron sin preguntarnos.
¡Ay, Vanina!, qué no arriesgaría yo para dejar de escribir “ay” en lugar de ese sonido que no se puede escribir: el de un mundo absurdísimo, impúdico y desalmado que se nos desarma bajo los pies, el de una vida en la que vivimos muriendo, el sonido silencioso de mis ojos mirando la taza de té, mientras Tati me mira, y vos no me amás.
miércoles, 3 de marzo de 2021
Cita en un patrullero
Por Martín EstévezEstoy en un patrullero, atravesando un barrio raro, con dos policías adelante y dos personas desconocidas al costado. Es de noche y nos llevan a una comisaría. No puedo creer que esto me esté pasando. En serio. Jamás, pero jamás de los jamases, hubiera pensado que iba a terminar así mi segunda cita con Vanina.
—¿Qué se encontraban haciendo al momento del robo?
Los ojos de la familia de Vanina se nos clavan en la nuca.
viernes, 8 de enero de 2021
Lo que aprendí en una vereda
Por Martín Estévez