domingo, 7 de septiembre de 2014

El doctor Moldes

Por Martín Estévez

La vista iba camino a ser uno de los grandes traumas de mi vida. Hacía bastante tiempo que no veía el pizarrón desde lejos, así que a los 13 años empecé a usar anteojos. Nada liviano: 1.5 grados de aumento.

Tati decía que a mi edad la vista se corregía, que por ahí los usaba un tiempo y no los necesitaba más, pero yo ya sospechaba que mi nariz nunca más iba a estar libre. Lo peor llegó meses después. Cuando volví al oculista (o al oftalmólogo, como se llame), un hombre frío y cruel, el doctor Amenta, me dijo con cara de nada:

-Esto empeoró mucho. Te fuiste a 2.5 en cada ojo. Y tendrías que haber venido antes: el control es cada tres meses y pasaron nueve. Acá está la receta para los anteojos nuevos.

“Esto”, cínico doctor, eran mis ojos, uno de los tres sentidos más importantes que tenemos los seres humanos. Me contuve y cuando salimos del consultorio, frente a Tati y Gaby, me largué a llorar.

-Ya está, negrito –me decía Tati con tristeza-. El hijo de Isabel tiene ocho en cada ojo y es más chico que vos, así que lo tuyo no es tanto.

-No lloro por eso –le dije-. Lloro porque el forro del doctor tenía razón: ¡tendría que haber venido hace seis meses!

Hoy entiendo que, aunque tal vez Amenta tenía razón, con la razón no alcanza: hay que tener algo más en la vida. Sensibilidad, tacto, dedicación por lo que hacemos, ¡compasión al menos! Todo eso que le faltaba al tibio de Amenta, le sobraría después al doctor Moldes.

Volví al oculista a los tres meses. Amenta estaba de vacaciones y me atendió otro tipo. Alto, algo amanerado, con poco pelo y bigotes: el doctor Juan Antonio Moldes. ¡Ay, dios, escucho su nombre y ya se me llena el corazón!

Moldes era oftalmólogo, pero si hubiera sido motivador de personas condenadas a muerte también le habría ido bien. En diez minutos de visita me cambió la cabeza:

-¡Pero qué bien están estos ojos, Martincito! –gritó después del control de rutina-. ¡Perfecto, la miopía no avanzó ni un centímetro! ¡Tenemos que seguir así, Martincito! ¡Tenemos que seguir así, eh!

“Tenemos”, dijo Moldes. El tipo vio en mis ojos no sólo el nivel de enfermedad, sino también el terror que tenía a una mala noticia. Se puso la camiseta del paciente, se puso mi camiseta y gritó con euforia: “¡Tenemos que seguir así!”.

-La última vez empeoré mucho –le conté-, así que ahora estoy comiendo más zanahoria y viendo menos televisión a la noche.

-No la fuerces, Martincito –me dijo bajando la voz y se acercó-. Lo que tenés que hacer es no forzar la vista. Cuando la sientas cansada, dejala descansar. Ah: y volvé dentro de tres meses.

Salí del centro de ojos (queda en Alsina al 200, Banfield, por si alguno lo conoce) sonriendo y cantando Fito Páez. Y a partir de ahí comenzó una constante: cada vez que iba, el doctor Moldes me decía cuándo volver, pero yo aparecía antes. Si me pedía “vení en tres meses”, yo volvía en dos. Si me decía que lo visitara en seis, yo estaba ahí en apenas cuatro. Es que visitar a Moldes me encantaba, me levantaba el ánimo. Incluso trataba de ir cerca de Navidad para desearle felices fiestas y darle un abrazo.

Casualidad o no, durante más de diez años mi vista casi no empeoró. No sé cuántas veces habré ido a verlo, pero seguro fueron más de cuarenta. Durante el control me hacía leer números, aunque en un momento ya no me hacía falta mirar: me los sabía de memoria. De hecho, todavía los sé. Las dos últimas líneas, por ejemplo, eran:

9          6          7          6
7          4          2          9

Se los juro. Igual, jamás le mentía. Si veía borroso, le aclaraba: “Sé que dice 7-4-2-9, pero no lo veo bien”. Entonces Moldes usaba otra forma de examinarme.

Fuimos perdiendo la formalidad y nos contábamos cosas de nuestra vida. Hasta me enteré de que tenía un hijo hincha del Valencia de España, como yo. Me gustaba pensar que me trataba así porque era su paciente preferido, pero sabía que no. Sabía que trataba así a todos, que no lo hacía por favoritismo sino por generosidad: el doctor Moldes deseaba que las personas fueran más felices y hacía lo que estaba a su alcance por lograrlo.

Cuando yo tenía unos 24 años, dejó de atender a pacientes que tenían OSDE. Fue un golpe duro, pero lo tomé como el fin de una etapa. Como homenaje, decidí comprarme lentes de contacto, algo con lo que él siempre me insistía y a lo que yo me negaba.

Ahora que soy profesor, me doy cuenta de que lo más importante para entusiasmar a los chicos de la secundaria lo aprendí del doctor Moldes. Me enseñó que jamás hay que decirles “esto empeoró mucho” señalando sus faltas de ortografía; ni preguntarles “¿esto es lo mejor que se les ocurrió?” cuando presentan una idea para un cortometraje. Hay que poner en juego la sensibilidad, el tacto, la compasión. ¡El alma hay que poner!

-Sí, tenés setecientos errores de ortografía, como elejir, que se escribe con “G” –le decía a Facu Szeinkop en El Rancho, escuela de Turdera-. ¡Pero qué hermosa te sale la jota! ¡Es la mejor jota que vi!

Y Facundo, en vez de frustrarse porque lo llenaba de reproches, al siguiente trabajo se la pasaba buscando palabras con jota para lucirse. Y eso no sólo servía para motivarlo, sino que lo obligaba a pensar bien qué palabras usar. Se me ocurren pocas formas mejores que esa para sumar herramientas literarias.

-La verdad es que este grupo funciona bastante mal, no se juntan nunca y siempre se quejan de todo –les remarqué anteayer a Brenda y Sofía en la Escuela 37 de Lomas-. Pero ustedes vinieron a la reunión un día de lluvia a las ocho de la mañana. ¡Son unas genias!

Hace bastante quería escribir sobre el doctor Moldes, pero lo hago justo hoy, minutos después de una derrota de Racing: 1-3 contra Lanús en Avellaneda. ¿Qué tiene que ver esto? Que pensé en él durante el retorno hasta mi casa. Intenté pensar como él para aliviarme.

-Sí, perdimos otra vez y el árbitro nos afanó de nuevo, Martincito –imaginé su voz en mi cabeza-. ¡Pero qué golazo hizo Centurión! ¡Cuánta gente fue a la cancha! ¡Qué noble es ser de Racing, Martincito, qué noble!

Después me acomodé los anteojos y, la verdad, me sentí menos triste.

Si este mundo tuviera muchos Juan Antonio Moldes –pienso ahora- no harían falta antidepresivos, interconsultas médicas ni renuncias de directores técnicos. Yo no sé qué será de su vida, de hecho ni siquiera sé si está vivo, pero si alguno de ustedes lo conoce o se atiende con él, le pido que la próxima vez que lo vea le dé un abrazo sentido y lleno de cariño. Y no le digan que es de mi parte, eh, nada de eso: díganle que es de parte de la humanidad.