martes, 31 de diciembre de 2013

Esquinas

Por Martín Estévez

A los seres humanos nos adjudican un montón de pavadas como propias: un número de documento, título secundario, grupo sanguíneo, antecedentes penales, la tarjeta SUBE, y hasta nombre y apellido. Pero hay algo mucho más importante que no figura en ningún registro civil: nuestras esquinas.

Todos tenemos esquinas propias, que nadie nos puede robar, que marcaron nuestras vidas más que las vacunas que nos inyectaron. Mi primera esquina la conseguí en 1996: es la intersección de Molina Arrotea y 24 de Mayo, en un barrio (parecido a todos los barrios) de Lomas de Zamora.

Ahí quedaba la Escuela 29, en la que hice de 1º a 9º grado, pero no me apropié de esa esquina hasta 7º, cuando al salir de clase nos sentábamos con Mauro (el mismo que nombro en “Y él respondía nada”) a ser amigos. Hay personas que se juntan para conversar sobre programas de televisión, para tomar café, para contarlo en Facebook, para desahogarse. A mí me gusta juntarme con las personas para ser amigos.

La orden en mi casa era no volver de noche, así que en verano me sentaba unas cuantas horas sin problemas. Pero en invierno, como salíamos a las 17:30, anochecía enseguida y yo terminaba corriendo las diez cuadras que separaban a la escuela del caserón de Oliden.

En Molina Arrotea y 24 de Mayo di mi primer beso, me puse de novio, bailé el vals en Navidad, me junté con amigos hasta los 17 años y esperé a una morocha para abrazarla hasta los 22.

Mi segunda esquina tardó en aparecer. Para los que estén interesados en adquirirla, es la de Darregueyra y Santa Fe, en Palermo. La hice mía entre 2007 y 2009: todas las noches salíamos con Pablo de la revista Fox Sports y caminábamos hasta ahí. Él, porque por esa esquina pasaba el micro Chevallier que lo llevaba a Campana, donde cenaba, dormía y hacía el amor con Marina. Yo, porque ya no tenía morocha que abrazar y, especialmente, porque me gustaba juntarme con Pablo para ser amigos.

Mientras esperábamos que llegara el diferencial, hablábamos de nuestros problemas más catastróficos y de las pelotudeces más atómicas. Y siempre que él se ponía contento, porque asomaba el Chevallier, yo me ponía triste, porque asomaba un regreso de dos horas en absoluta soledad.

¿Qué otra esquina me cambió la vida? Ya sé: la de Kurth y Polonia. A dos cuadras, en un barrio de Llavallol al que los GPS llamarían “zona peligrosa”, vivió una de mis mejores novias. Yo me tomaba el 562 y tenía que bajarme ahí. Y, si era de noche, caminar lo más rápido posible para que no me afanaran hasta llegar a su calle de tierra, hasta su puerta, hasta sus brazos.

Lo mejor pasaba a las siete de la mañana del día siguiente: nos despertábamos por culpa del motor del auto de un vecino, tomábamos unos mates y nos íbamos, claro, hasta Kurth y Polonia, a esperar un colectivo que la acercaría a ella hasta el trabajo. A esa hora, ya sonaba cumbia en los monoblocks de enfrente. Nunca se lo dije, pero me encantaban esas mañanas de 2010, tan barriales, tan Llavallol, tan nosotros. Cuando Tamara tomaba el colectivo, yo cruzaba y, también en Kurth y Polonia, esperaba el 562 que me llevaría de vuelta a casa.

En los últimos tres años conseguí tres nuevas esquinas que quisiera que figuraran en el libro azul de mi vida. Y, si no hay un libro azul con todas las verdades del Universo, al menos nombrarlas en este blog.

En 2011 me volví fanático de Las Piedras y Luján, callecitas de Lanús. Casi no hacía otra cosa que tomarme el 74 y espiar la numeración de Luján, porque tenía que bajarme al 2200 para ir a la casa de Eugenia o Melisa, compañeras de teatro a las que nunca me pude sacar de encima. De hecho, como tengo mala memoria, durante años Melisa figuró en mi celular como ‘Meli 2200’ para saber dónde bajarme.

La casa de Eugenia era el punto de reunión antes de alguna salida, para merendar escones, soñar con nuestra compañía de teatro o contar tristezas. Ir a lo de Melisa sigue siendo una salvajada emocional: casi no hay vez en la que, al irme de ahí, alguno de los dos no sienta que le cambió la vida para siempre.

Mi esquina favorita en 2012 fue la de Sirito y Palos Borrachos, donde vive la gloriosa familia de Leandro, una de las cinco personas que más quiero. La casa es tan chica y tan grande a la vez: entran ahí una farmacia enorme, un piano que el adolescente hermano de Leandro toca con maestría, decenas de plantas, centenas de libros, un garage, un padre que lee esos libros en el garage, comidas que no probé en ningún otro lugar y un televisor.

El dato del televisor no es menor: como yo no tengo, cada vez que hay un evento deportivo que me interesa, la familia de Leandro se agarra la cabeza. Sabe que a las 8 de la mañana yo tocaré timbre, él preparará té de manzanilla y nos dispondremos a ver Federer-Del Potro como si estuviéramos en las tribunas de Wimbledon.

Ya sé que, mientras leen, todos están pensando en cuáles son las esquinas importantes de su vida, pero déjenme terminar. La sexta y última que quisiera que filmaran si alguna vez me hacen un homenaje en televisión es la de Alsina y Fonrouge. Como vivo a dos cuadras de esa esquina, por la que pasan el tren y un montón de colectivos, este año pasé más tiempo ahí que durmiendo. De verdad, hice la cuenta.

De hecho, mientras escribo este texto, estoy esperando un mensaje que diga: “Estoy yendo para allá”. Eso significa que por milésima vez tengo que ponerme las ojotas y caminar hasta Alsina y Fonrouge, donde un colectivo o el tren depositarán a alguna chica linda que no quiere caminar sola, o a algún chico lindo que no conoce el barrio. Es más: “Te espero en Alsina y Fonrouge” es el único mensaje predeterminado que tengo en el celular.

Perdonen que termine este texto de golpe, pero acaba de llegar el mensaje y tengo que salir corriendo para la esquina. No sea cosa que, por llegar tarde, me pierda mi primer beso, un abrazo de Pablo o al hermano de Leandro dando un concierto de piano debajo del semáforo.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Duhalde, mi buen amigo

Por Martín Estévez

Esta historia, como todas las que escribo, es verdadera. Por suerte existen varios testigos, porque un texto en el que converso personalmente con Eduardo Duhalde invita a la sospecha de que les estoy mintiendo a todos. Pero insisto: esta historia es verdadera.

Es el año 1996, tengo 12 años y, después de la clase de educación física (de 8 a 9 de la mañana, en contraturno) con los pibes nos vamos a jugar a la pelota al parque de Lomas. En esos años, en la pista de atletismo del parque aterrizaba una vez por semana un helicóptero que transportaba a Duhalde.

(Duhalde, para los que no lo saben, fue gobernador de Buenos Aires en los peores años de Buenos Aires, que son casi todos. Y presidente argentino en 2002 y 2003. Duhalde era malo en serio: corrupción, narcotráfico, cosas que casi todos sabemos pero no podemos denunciar por falta de pruebas).

Nosotros, más por aburrimiento que por convicción política, nos colgábamos del alambrado que rodeaba a la pista y empezábamos a insultar a ese señor cabezón. Sí: una vez por semana, cinco o seis pibes de 12 años cantábamos canciones para faltarle el respeto al gobernador de la provincia.

Uno de esos miércoles, ya cerca del mediodía, mientras entonábamos “¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”, una persona se acercó por nuestro costado ciego. “¿Hay algún problema?”, preguntó enojado. Era uno de los hombres de seguridad del gobernador y tenía un bastón en la mano.

Lautaro, Claudio y el resto se quedaron mudos. Yo respondí lo primero que se me ocurrió: “Es que estamos enojados, señor –le dije con cara de nomepegue, porque si en nuestra escuela no hacen aulas, todos nosotros vamos a tener que separarnos”.

No se entendió mucho, pero el tipo nos miró interesado. Eso me envalentonó: “El año que viene deberíamos ir a octavo grado, pero en nuestra escuela nunca hicieron aulas y ya nos dijeron que nos busquemos otra porque todos no entramos”.

El hombre guardó el bastón y nos dijo que escribiéramos una carta para “el señor Duhalde” contándole el problema, y que él mismo se comprometía a alcanzársela durante el miércoles siguiente para ver si “se podía hacer algo”.

Nosotros estábamos tan contentos por no haber terminado presos que esa misma tarde le contamos la historia a la señorita Gladys (sin la parte en que nos colgábamos a insultar, claro). Ella propuso que todo el grado escribiera la carta. Una semana después, estábamos de nuevo en el parque, sin insultos pero con un sobre en las manos. El guardia nos reconoció enseguida y se acercó a buscar la carta. Lo vimos: luego fue caminando directo hacia Duhalde y conversó con él.

-Dice el gobernador que vengan el miércoles que viene con la directora de su escuela. Quiere hablar con ella –nos pidió.

Dos semanas después de putear desde el alambrado, la directora, la vicedirectora y cinco de nosotros estábamos parados al lado del helicóptero, frente a Duhalde. El tipo, lo juro, era más bajo que yo, que tenía 12 años. Un enano con cara de hijo de puta que enseguida nos prometió que en los próximos días iba a ordenar la construcción de aulas nuevas en la Escuela Nº29.

El día que llegó la confirmación a través de un comunicado del Ministerio de Educación, juntaron a los estudiantes de la escuela y les contaron que, gracias a nuestra “preocupación y esfuerzo”, todos podrían terminar los nueve años de la primaria en la 29. El patio entero estalló en aplausos. La secretaria, María Ángela, nos miraba emocionada, como diciendo: “Con chicos así, el mundo tiene esperanzas”.

Empezamos octavo grado en la biblioteca, claro. Las obras se demoraron y recién para mitad de 1997 terminó la construcción de las aulas. Al final egresé de la Escuela 29 sin pena ni gloria, sin viaje de egresados ni amigos para siempre.

La historia no parece tener moraleja, aunque podemos inventarle tres. La primera es que muchos de los aplausos más efusivos que recibimos en la vida no los merecemos. O los merecemos por otros motivos: fue injusto que nos aplaudieran por una “preocupación” y un “esfuerzo” que nunca demostramos; pero tal vez merecimos los aplausos por la creatividad en un momento complicado; y por seguir la historia hasta el final, como siempre hay que seguir las historias.

La segunda moraleja es que, aunque Duhalde puede ser confundido en este relato como un político sensible y solidario, en realidad reafirma sus peores cualidades: la 29 se salvó porque a un tipo de seguridad le caímos bien, pero muchas escuelas terminaron sin aulas y devastadas por un sistema educativo nefasto impulsado por él.

Y la última conclusión es que, desde los 12 a los 29 años, de tanto cambiar no cambié más: este año, en otro parque, con otros pibes, cantamos una canción mientras pedíamos justicia para Darío Santillán y Maxi Kosteki, luchadores asesinados durante la presidencia de Duhalde  en 2002:

–“¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”.

sábado, 6 de julio de 2013

La esperanza no desciende

Por Martín Estévez

Es 17 de diciembre de 1995 y estoy llorando. Lloro mucho en la planta alta de mi casa, donde viven mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y llorando. Tirado en el suelo, boca arriba, mientras escucho. Escucho cuatro cosas: que Colón le gana 5-1 a Racing, que Vélez le gana 3-0 a Independiente, que los de Vélez gritan “dale campeón” y que los de Independiente también festejan. Festejan que otra vez perdí.

El día había empezado con la esperanza de ver a Racing ganar un título por primera vez en mi vida. Había que derrotar a Colón y esperar que Independiente le ganara a Vélez para forzar una final. Entonces, ritual familiar: todos frente a la televisión, con café y bizcochuelo, esperando el milagro.

Racing arrancó ganando en Santa Fe y aumentó la ilusión, pero Independiente no estaba dispuesto a colaborar: sus jugadores no atacaron nunca y sus hinchas celebraron los tres goles de Vélez. Sí: los tres goles que su equipo recibía. Para peor, desmoronado anímicamente, Racing terminó comiéndose una goleada escandalosa.

Rotos de dolor e indignación, mis familiares se fueron yendo, uno a uno, antes del final de los partidos. Creo que viajaban a Campana y estaban con el tiempo justo. Yo me quedé. Siempre me quedo. Me quedo porque alguien tiene que cumplir ese rol: el del que barre después de la fiesta, el del que apaga la luz, el del que llora después del pitazo final porque Racing (otra vez) no es campeón.

Yo tenía sólo 11 años, pero ya sabía algo: La Academia no ganaba nunca. Ser campeón era casi imposible, y una buena oportunidad se había escapado. Los de Boca, los de River y los de Independiente, todos, habían sido campeones en esos últimos tres años. Racing, en cambio, no ganaba un título desde 1966.

Empecé a entender el fútbol a los 6 años y desde entonces fui íntimo amigo de la derrota: contra Boca, River y el Rojo, contra los tres enemigos a los que había que cruzar en el colegio o en cualquier parte, perdíamos siempre. Los que me conocen saben que soy el principal estadígrafo de Racing en el planeta y que no miento: de los primeros 32 partidos que viví contra esos equipos, ganamos 4. Apenas 4. 4 de 32.

Eso me marcó. Crecí acostumbrado a los golpes, sabiéndome parte del bando perdedor. Y a partir de ese momento, siempre que decidí entre dos posturas, elegí la de los débiles, la de los que sufren. Los que creen que soy piquetero porque leí a Marx o porque tengo conciencia social no entienden nada: soy piquetero porque antes fui de Racing. Así de sencillo.

Para peor, en mi escuela eran todos de Boca o de River. Por ahí a alguna chica no le gustaba el fútbol y no tenía equipo, pero el resto (turno mañana, turno tarde, directivos) eran de Boca o de River.

Si River le ganaba a Boca, una mitad del colegio cargaba a la otra mitad. Si Boca le ganaba a River, lo mismo. Pero si River o Boca le ganaban a Racing, todo el colegio me cargaba a mí. Me sabían sensible, me tenían marcado, me espiaban para ver si otra vez, como después de cada derrota, había llevado la camiseta abajo del guardapolvo. Y como Racing no ganaba nunca, yo no podía cargar a nadie.

El 27 de diciembre de 2001, cuando Racing fue campeón por única vez en 47 años, me puse a llorar. No lloraba porque estaba emocionado: lloraba porque era 27 de diciembre, se habían terminado las clases y no tenía a quien cargar.

Aquel título, igual, fue un espejismo. Las cargadas y el sufrimiento siguieron. Racing acumuló derrotas, peleó el descenso, estuvo al borde de la desaparición. Yo aprendí otros valores que no eran el éxito: la fidelidad, la constancia, la humildad, el dolor como forma de reconstrucción. En la cancha y en mi vida.

Estar del lado de los castigados es poético para escribirlo, pero en la realidad es una trompada todos los días. Todas las horas. Todo el tiempo. Racing y mi vida se fusionaron. El gerenciamiento del club y el capitalismo como sistema. El índice de desocupación y la tabla del descenso. La represión policial y las goleadas que nos metía Independiente. Todo dolía, todo era un poco lo mismo. Los que piensen que esta comparación es una frivolidad absurda tienen razón. Pero, como diría Dolina, “a mí la razón no me alcanza”.

Empecé a abrazarme a un Racing sin resultados, a Racing como forma de vida. Lo apliqué en la realidad: aprendí a luchar con mis armas, con lo que tengo, aunque parezca destinado a derrota incluso antes del partido. Empecé a aceptar que no puedo cambiar el mundo, pero puedo cambiar una partecita del mundo; y que si no puedo cambiar ni una partecita, puedo intentarlo hasta que no me quede aire por respirar.

Las derrotas se nos siguieron acumulando, a Racing y a mí. Pero con Leandro y Melisa nos lo repetimos todos los días: sólo necesitamos ganar una vez para haber ganado siempre. Un pibe que evite su destino de drogas y cárcel, una mujer que deje de ser golpeada por su marido, una chica que descubra una idea leyendo un texto de Casciari. Un solo día en el que los oprimidos liberen sus cadenas y los poderosos paguen sus culpas, una tarde en la que el adolescente que lloraba en la planta alta de su casa se dé cuenta de que, aunque estaba en el bando predestinado a perder, estaba en el bando correcto.

Es 15 de junio de 2013 y estoy sonriendo. Sonrío mucho en la planta alta de la cancha de Independiente, donde quisieran estar mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y sonriendo. No sonrío porque Independiente acaba de irse al descenso por primera vez en la historia de la humanidad. No. Sonrío porque cuando asumí que estaba en el bando débil, pensé que nunca iba a ver al poderoso derrotado, a la clase alta del fútbol perdiendo sus propiedades privadas, mientras los derrotados de siempre sostienen la esperanza de un futuro mejor.

Ahora, mientras asumo que estoy en el bando débil del mundo, en el de los empobrecidos, los explotados, los trabajadores desocupados, las que tienen que abortar ilegalmente, los que limpian los baños y manejan los autos y construyen las casas de los ricos mientras la sociedad los mira con miedo, pienso lleno de tristeza que nunca voy a ver a los poderosos, a los opresores, a la clase alta del mundo perdiendo su poder en manos del pueblo. Pero nunca, tampoco, había pensado en ver a Independiente descender; y acá estoy, escribiendo este texto en mi cabeza mientras soy testigo de ese descenso. Escribo este texto en mi cabeza mientras sueño con que algún día, aunque suene imposible, el mundo se parezca un poco más al fútbol. Y los débiles, por fin, tengamos una tarde de reivindicación.

sábado, 8 de junio de 2013

Martín Estévez en wikipedia

Martín Estévez                                                        
Martín Gonzalo Estévez (n. 10 de abril de 1984) es un ex jugador argentino de vóley. Jugó en la posición de armador para el Instituto Lomas de Zamora y, tras su retiro, se dedicó a la literatura barata y militó en el neohippismo piquetero.

Índice                                                                         
1 Inicios
2 En la Escuela Nº29 (1995-1998)
3 En el Instituto Lomas (1999-2001)
4 Títulos y premios
5 Referencias

Sus inicios                                                                 
Nació el 10 de abril de 1984 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En su infancia se dedicó al fútbol, llegando a disputar el Mundial 93. Sin lugar para ese deporte en la Escuela Nº29 de Lomas de Zamora, practicó handball.

En 1995 cumplió 11 años, edad en la que en la Argentina comienza a participarse en competencias intercolegiales, pero en la preselección del equipo escolar perdió su lugar ante jugadores de menor renombre como Matías Salinas y Marcelo Garay. “Fue una de las decepciones más grandes de mi carrera. Nunca le perdoné al profesor Guillermo que me dejara afuera” , reconoció tiempo después (1).

En la Escuela Nº29 (1995-1998)                     
Sus compañeros lo convencieron de probar suerte en el vóley, y terminó siendo titular en el equipo que perdió los tres partidos del intercolegial y quedó rápidamente eliminado.

En séptimo grado compartió equipo con Marcelo Petrucci, iniciando una dupla memorablemente olvidable. En el intercolegial ‘96 compitieron 16 colegios. La Escuela 29 ganó los siete partidos clasificatorios y la semifinal, pero perdió 18-17 el match decisivo (se jugaba por tiempo).

Al año siguiente participó de un triangular en el que ganó un partido y perdió otro, quedando eliminado por diferencia de tantos. Allí conoció a Nicolás Briant, el otro armador del equipo. “Hoy sigue estando en mi ranking de personas que quiero –enfatizó Martín en una entrevista reciente-. Es el amigo más antiguo que tengo, pensar que lo conocí gritando: ¡sacá de arriba, carajo!”(2).

En noveno grado llegó la despedida de la Escuela 29 y de un grupo de jugadores que nunca supieron acompañar el entusiasmo de Martín, Marcelo y Nicolás. Tres estrepitosas derrotas dejaron al profesor Gabriel Coyne con las rastas de punta. Era el fin de una era.

En el Instituto Lomas (1999-2001)            
“Lo que me acuerdo de Martín son dos cosas: a los árbitros pidiéndome que no mostrara la camiseta de Racing cada vez que ganaba un punto; y que siempre me preguntaba por Marina Cava, una rubia a la que yo entrenaba y terminó en la selección argentina de básquet”, recuerda Mónica Nápoli, directora técnica durante la etapa de Martín en el Instituto Lomas de Zamora.

En 1999, ella preparó a un fuerte equipo que contaba con valores como Martín, Marcelo, Nicolás, el chileno Luis Berrocal y Walter “Fleco” Rivas. “Cuando votábamos quién tenía que ser el capitán, lo elegíamos a él –recuerda Berni Berrocal-, más que nada porque nos explicaba Físico-Química a todos. Pero nunca aceptaba(3). Durante años se especuló con diversas versiones: que era demasiado modesto, que no soportaba la presión porque era pecho frío o que creía que ser capitán traía mala suerte. Años después, Martín reveló la verdad en su blog: “¡Es que no veía la moneda en el sorteo, ni al árbitro, ni los números de los rivales! ¡Te lo juro, en esa época sin anteojos no veía nada!”(4) .

Dos triunfos y una derrota (ante el prestigioso Colegio Pallotti) dejaron al Instituto Lomas eliminado en primera ronda. Una vez más, la diferencia de tantos fue decisiva. “¡Siempre nos pasa lo mismo, la concha de la lora!”, declaraba Petrucci con mucha calma. Al año siguiente se sumó un talentoso receptor punta de apellido Fuentes, pero el Instituto perdió sus tres partidos. “¡Siempre nos pasa lo mismo, la concha de la lora!”, declaró Petrucci después de la eliminación.

El último año de Martín como jugador arrancó pésimo. “Fleco” Rivas y el chileno Berrocal habían dejado de estudiar; Fuentes ya tenía 19 años y por reglamento no podía participar; y su relación con Petrucci se había roto durante el viaje de egresados. “Era todo un desastre –recuerda Nico Briant-. Quedábamos sólo cinco jugadores, ¡no podíamos ni formar un equipo!”. “Semanas antes del torneo –detalla Mónica– los junté en el Parque de Lomas y les dije que no íbamos a presentarnos porque faltaba un jugador”. Entre todos convencieron a su compañero Lucas Chaparro, que en su vida había tocado una pelota de vóley, de que se sumara al equipo. “Minutos antes de los partidos le explicábamos a Chapi el reglamento, una locura”, se ríe Briant.

El Instituto Lomas integró una zona de cuatro equipos en la que el favorito era el Colegio Nuevo Sol. Todos los partidos se jugaban en días distintos y eso generó una situación sorprendente: los dos restantes colegios, luego de perder en su debut ante Nuevo Sol, abandonaron la competencia. “Ganamos los dos partidos porque no se presentaron. De golpe, estábamos en la final del grupo sin haber jugado”, explica Briant.

En esa final, el Instituto sorprendió y se llevó el primer set. Nuevo Sol cargó el juego sobre Chaparro para llevarse el segundo. Le pidieron a Lucas que recibiera lo más alto posible y todos corrieron detrás de la pelota: el Instituto Lomas ganó el tercer set y su grupo. El equipo ya estaba entre los ocho mejores de la zona sur de Buenos Aires.

En cuartos de final, el rival era el San José, colegio privado que tenía un plantel de doce jugadores con camisetas, pantalones y medias de la institución. “Desde el 99, nosotros usábamos el mismo juego de remeras blancas para todo el colegio –señala Briant-. A Martín ya casi no le entraba, pero igual se ponía la camiseta de Racing abajo, parecía un matambre. Y empezamos a llevar pantalones del mismo color porque si no parecíamos una murga”.

Antes del partido, Mónica juntó a los seis y, con los ojos brillosos, dijo: “Llevo muchos años como profe y nunca había llegado tan lejos. ¡Estamos entre los ocho mejores de todo el sur! Sólo puedo decirles gracias, y rómpanse todo. Rómpanse todo porque este partido no se lo tienen que olvidar nunca más”.

Salieron llenos de intensidad y nervios, y San José ganó el primer set. Marcelo y Martín, que casi no se dirigían la palabra, se miraron fijo al comienzo del segundo. En sus ojos podía leerse: “Hagámoslo por última vez”. El Instituto brilló como nunca antes y ganó el segundo. El tercer set fue a puro lujo, con Nico manejando los hilos, Marcelo pegando, y Lucas y Martín formando un muro en el bloqueo. “Fue el mejor partido de mi vida -aseguró Martín el otro día, mientras tomaba mate en la placita de Laprida-. Mientras los del San José se iban en su micro callados, nosotros salíamos eufóricos a la calle a preguntar con qué colectivo nos podíamos volver”.

La semifinal se jugó en un marco poco habitual para un torneo intercolegial: el Westminster llevó cerca de cien hinchas, bombos y jugadores que hasta tenían su nombre escrito en las camisetas. Los del Instituto eran los seis de siempre. “Nosotros también llevamos hinchada: mi hermana y su novio -se emociona Martín mientras come galletas integrales en la Universidad de Lomas-. Ellos tenían como diez entrenadores, jugadas en la pizarra, parecían más la selección de Italia que un colegio”.

El Westminster ganó 25-16 y 25-18 en el que fue el último partido de la carrera de Martín. “En ese momento era conciente de que se acababa todo. Mientras volvíamos en el colectivo lo hablábamos con Nico –recuerda Martín mientras escribe este texto-: nunca más los viajes, nunca más abrazarnos después de un punto, nunca más la camiseta de Racing abajo, nunca más el cosquilleo antes de sacar. Y nunca más escribir canciones en la hora de geografía, aprobar inglés con lo justo, mirar chicas en el recreo, hablar con una compañera hasta enamorarnos, y enamorarla hasta que sea nuestra novia, y vivir cada detalle como si fuera el fin del mundo, el comienzo del mundo, la eternidad. Nunca más la gloria extraña de ir al colegio, a esa institución que nació como una herramienta del capitalismo para transformarnos en soldaditos y que de a poco, muy de a poco, vamos a transformar en nuestro triunfo. Aunque seamos seis, aunque tengamos las mismas remeras de siempre, aunque a veces peleemos entre nosotros, y aunque a veces terminemos mezclando artículos de wikipedia y cuentos de blogs con ideales políticos”.

Títulos y premios                                                 
Ganó un trofeo chiquito en séptimo grado. Nunca más ganó nada de nada. Así que cuidalo, Martín.

Enlaces externos                                                 
(1) Revista La Acadé Nº11, enero 2004, pág. 4
(2) El Asesino Anónimo Nº52, junio de 2000
(3) Revista Animal Man (ediciones Zinco) Nº1.
(4) www.palabrasenreveradas.blogspot.com

domingo, 21 de abril de 2013

¡Soy varón, la puta madre!

Por Martín Estévez

A los 11 años, yo era mujer. No se trataba de preferencias sexuales, un problema hormonal o travestismo. Simplemente, el mundo me creía mujer. El aviso había llegado dos años antes, cuando mi abuelo viajó a Rusia y mostró fotos de sus nietos argentinos. “¿Quién es esta nena tan linda?”, le preguntaban a Víctor, que se moría de vergüenza, mientras me señalaban a mí. Él mismo me lo contó, lleno de angustia. “Qué sociedad retrógrada”, pensaba yo, sin saber qué significaba retrógrada. Pero, tiempo después, la cosa se puso peor.

Estábamos en sexto grado y a la salida de la escuela comenzaban a promocionar el viaje de egresados de séptimo (viaje que, lo cuento de paso, jamás hicimos). Una promotora de la empresa Compañía hablaba con las chicas; y otra con nosotros, los chicos. La desalmada que estaba con mis compañeras, no puedo borrarlo de mi cerebro, les dijo en voz alta y muy suelta de cuerpo: “¿Y esa chica por qué se junta con los varones y no con ustedes?”. La chica era yo. Todos notaron que escuché, y fue tan humillante la situación que nadie se burló. Mariana, la más varonera de mis compañeras, fue la única que se animó a responder. “Es un varón”, dijo bajito. No volví a participar de reuniones que tuvieran que ver con ese viaje de egresados.

El golpe fatal, y no me da gracia contarlo, sucedió meses después. Tati nos llevó a Mati y a mí a un entrenamiento de Racing; teníamos la posibilidad de entrar al vestuario para ver de cerca a Nacho González, al Mago Capria, al Chelo Delgado. Nuestro nexo era el ayudante de campo, que cuando nos vio le dijo a mi mamá: “Los jugadores se están bañando. Yo no tengo problemas con que entren, pero no sé si ella se va a sentir cómoda”. Ella era yo. Tati, que no notaba que su hijo era un travesti con pantalones, respondió tranquila: “No hay problemas, que entren, yo los espero afuera”. “Qué pervertida”, habrá pensado el tipo.

A partir de esa vez empecé a perseguirme todo el tiempo. No veía la hora de cortarme el pelo, de que me creciera la barba, de tatuarme mi nombre en la frente. “¡Soy un varón, la puta madre!”, decía cuando estaba solo, pero con voz finita y femenina. No es chiste, se los juro: cada vez que veía a alguien que no conocía, me anticipaba a cualquier palabra suya diciendo: “Hola, me llamo Martín”, incluso en situaciones que me hacían pasar el ridículo. Claro: prefería parecer boludo a parecer mujer.

Ahora, que deseo ser homosexual, boliviano y musulmán para pertenecer a las minorías oprimidas, la situación me parece graciosa. Pero en aquel momento era una preocupación constante, un problema gravísimo, una pesadilla que revivía cada vez que algún almacenero italiano e imbécil como Beto me decía: “¿Qué vas a llevar, nennna?”. ¡Soy un varón, la puta madre! Si Chuna no tuviera tanta mala memoria, recordaría esa mañana triste que yo nunca pude olvidar.

¿A qué viene todo esto? A que no sé hasta qué punto dejé de ser mujer. Sí, me corté el pelo y me dejé la barba para afianzar mi masculinidad (sólo faltó tatuarme “Soy Martín” en la frente) pero el mundo, casi siempre, me sigue ubicando en el bando femenino. No es sólo que no sé manejar, sino que detesto los autos. No es sólo que no sé preparar un asado, sino que soy vegetariano. No es sólo que acompaño a mujeres a comprarse ropa, sino que puedo explicar con precisión qué es un strapless, con qué combina una remerita fucsia y cuándo queda bien usar zapatos con plataforma.

Acá estoy, tipeando estas letras con una postura muy delicada y las piernas cruzadas, con Alejandro Sanz y Kevin Johansen sonando de fondo, en un mundo que me ve haciendo teatro, estudiando letras, cocinando verduritas y subiendo fotos al Facebook.

Yo disimulo yendo a la popular de Racing para insultar a lo bestia, pero mi amor por el Piojo López y Diego Milito me deja bajo sospecha. Recorto fotos de Luciano Vietto y las pego por todos lados como una adolescente enamorada. Y vivo rodeado de chicas que se la pasan contándome sus problemas sentimentales, físicos, hormonales y sexuales con un nivel de intimidad que me corre del lugar de hombre y me transforma en una amiga más. Melisa, Micaela, Luz, Anahí, Maru, Eugenia, Laura, sépanlo, yeguas: todo esto es culpa de ustedes.

“¡Soy varón, la puta madre!”, grito cuando estoy solo, pero sigo evitando canciones de Arjona porque me ponen triste, tomando té de manzanilla con azúcar orgánica, dedicándole tiempo a mis hermosas plantitas y durmiendo abrazado a una almohada.

Harto, harto estoy de esta postura maricona, de que nadie respete mi nuez de adán, de que los pelos de mis piernas no signifiquen nada de nada para un mundo que espera de mí sensibilidad y delicadeza. Voy a transformarme en un machote de verdad, en un hombre hecho y derecho, en un musculoso guarro que se agarre a piñas sin miedo. Voy a luchar y luchar y luchar contra esta imagen que me persigue desde los 11 años para honrar esa frase que tanto me gusta y que hace poco vi escrita en una remerita negra re linda, con mangas tres cuartos y que se podía combinar con alguna pollerita de jean: “Mujer hermosa es la que lucha”.