sábado, 26 de marzo de 2016

Rencorito

Por Martín Estévez

Mis peores defectos son la soberbia y el rencor. La soberbia no me parece tan mala, porque me agarró hace unos años para equilibrar décadas de baja autoestima. Pero lo otro es peor: no soy un rencoroso común, sino uno apasionado. Cuando le tengo bronca a alguien, mastico su recuerdo en cada chicle, incorporo su nombre en cada insulto y lo uso como ejemplo de todo lo malo de este mundo. Por ese motivo, llegaron a apodarme Rencorito

Como estoy de mal humor, les voy a contar, con nombre y apellido, quiénes son mis odiados favoritos. Cuidado: alguno de ustedes puede figurar sin saberlo. 

Rencor N°1 
Mi rencor más antiguo nació en 1999. Para los que no leen habitualmente este blog, les cuento que en esa época yo era un gordo anteojudo y antisocial con pelo largo, aparatos fijos y jogging ancho y gastado. Como era consciente de que iba camino a la infelicidad, había decidido que en el año 2000 tendría que enfrentar mis problemas. Así que arranqué temprano: el 1° de enero de 2000. 

Ya con el pelo corto (primer problema solucionado), decidí atacar mi extrema timidez: llamaría por teléfono a la chica que me gustaba (Violeta) y, ya que estaba, a otra que me caía bien: Lucía Ocampo. Estuve desde las doce y media hasta la una de la mañana con el teléfono en la mano, asustado. Pero marqué. 

Violeta me atendió con sorprendente simpatía y tuvimos una charla larguísima y agradable. Envalentonado, llamé a Lucía, pero del otro lado recibí un cachetazo: ella, tal vez pasada de sidra, se burló de mi llamado y, luego de humillarme durante algunos minutos, me cortó. ¡Ay, Lucía! 

La historia tiene final literario: meses después (y acá viene mi parte soberbia) me puse potro y ella empezó a gustar de mí. ¿Yo qué hice? Durante el resto del Polimodal, le devolví cruelmente, durante dos años, aquellos horribles minutos telefónicos que me había hecho pasar. La hice sufrir, y sin culpa. Qué hijo de puta. 

Rencor N°2 
Hace muy poco conté que, en el 99, formé mi primer grupo de amigos. Ahora explicaré por qué todo terminó en 2001. 

Yo había empezado a besarme con una chica y uno de ellos, Marcelo Petrucci, no estaba contento con mi decisión. Luego de meses de conflictos y celos infantiles, culminó una discusión diciéndome que a mi novia, por su forma de relacionarse con el género masculino (y con el perdón de las amas de casa), el resto de los hombres del planeta “deberían darle un tremendo pijazo”. 

Poco importa si tenía razón en su apreciación; lo que activó mi rencor fue su contundente deseo de lastimarme lo más profundo que pudiera. Sí: tendría que haberlo cagado a trompadas. Pero, como todos saben, soy cobarde y tengo más tendencia a conservar mis dientes que mi orgullo. Así que decidí, simplemente, no perdonarle jamás la ofensa. Tras dos años de intensa amistad, lo saludé amablemente y nunca más volví a hablarle. 

Rencor N°3 
En el viaje de egresados a Bariloche que padecí en 2001, a dos compañeras les robaron toda su plata. Como estaban muy tristes, agarré mis casi únicos 100 pesos y le di 50 a cada una, para que pudieran seguir el viaje normalmente. 

Cuando volvimos, una de ellas se hizo olímpicamente la boluda y jamás me los devolvió. Se lo recordé muchas veces, hasta la llamé por teléfono al año siguiente. Le inventé que tenía un abuelo enfermo y que necesitaba la plata con urgencia, pero no hubo caso. 

Débora Escalante: ojalá nunca necesites un riñón, porque si es por mí, te morís esperando.

Rencor N°4 
En 2005, un periodista nos citó, a mi amigo Sebastián Fernández y a mí, a las oficinas de Ideas del Sur (sí, la empresa de Tinelli). Nos preguntó cuánto dinero estábamos ganando; y nos prometió que en los días siguientes empezaríamos a trabajar en la revista Fox Sports por mucho más dinero que ese. 

En 2006 llegó el llamado y fui contratado, pero a Sebastián no lo llamaron jamás. Fue sólo el comienzo: cuando recibí mi primer sueldo (arreglado “de palabra”) no era “mucho más” de lo que ganaba, sino “bastante menos”. Lo peor, de todas maneras, fue convivir dos años con ese señor, que oficiaba como director de la revista. 

Es, sencillamente, la persona más desagradable que conocí en la vida. Machista, grosero, irrespetuoso, manipulador. Un ejemplo: al fines del 2006 decidió autoritariamente qué aumento debía recibir cada empleado. Nos encerraba en una oficina y decía “a vos te doy 200 pesos más, porque le vamos a aumentar 400 a otro, que cobra menos”. No sólo era ridículo, ¡encima era mentira! “A vos no te aumento porque venís a trabajar con mala cara”, fue otra de sus surreales explicaciones. 

Nunca trabajé tanto en mi vida como en esa revista, y nunca recibí tan poco reconocimiento y respeto. Incluso, durante mucho tiempo, tuve un sueldo por debajo del mínimo, y una de las tareas que hacía (corregir la revista) figuraba como que la hacía otro “por cuestión de imagen”. 

El rencor, esa vez, fue constructivo: armé una rebelión con otros maltratados y conseguimos que este señor, del que no diré el nombre porque ahora tiene fuertes influencias en el ambiente del periodismo, fuera removido de su cargo. 

Rencor N°5 
El caso más reciente es de diciembre de 2015. Para combatir mi soberbia, había sido parte de la creación de una organización social en la que lo único que no se puede, justamente, es ser soberbio: su fin es reconocer que otras organizaciones son mejores y que nuestro deber es ayudarlas en lo que necesiten. 

Durante años encontramos abrazos y rechazos, pero nunca nada como lo que recibimos de una chica llamada Melina Ríos, que era parte de una organización con la que compartimos jornadas relacionadas con el cuidado del medio ambiente, el reciclaje y etcétera.

Que quede claro: nosotros íbamos algunos sábados a separar residuos de vecinos, a cebar mate y a preguntarle a esta organización qué tipo de ayuda podíamos darles. Eso nomás.

En una reunión, mientras sus compañeros nos trataban con la amabilidad de siempre, ella (a quien había visto una sola vez en la vida) ensayó un letal discurso de ocho minutos en el que remarcó una y otra vez que “no compartía nada con nosotros”, que “no se entendía qué hacíamos” y que “no pensaba soportar ni un instante más” nuestra presencia. Se paró y se mandó a mudar. Sin saludar. Con cara de asco. Fue sobrenatural: me habían odiado antes, pero nunca alguien que no me conociera. 

Los recuerdo a todos con mucha bronca. No estoy orgulloso de ser así, pero qué va'cer: Rencorito es tan parte de mí como mi rodilla izquierda. Y la verdad es que todavía hoy, cada vez que algo me enoja, cada vez que un ecoladrillo se resiste a recibir nuevos plásticos en su interior, pongo mi cara más amorosa y grito, para darme fuerza y seguir empujando: “¡Débora, Melina y la reputamadre que los remil parió a todooooossss!”. La bronca, un poco, se me pasa. Pero olvidar, lo que se dice olvidar, eso sí que no puedo.