domingo, 17 de noviembre de 2019

Se me murió una vida

Por Martín Estévez

El día que presenté mi libro, “Lo hago para que me quieran”, fue uno de los más felices de mi vida. Yo no lo sabía, pero aquel 25 de marzo de 2018, también, empezó el fin de mi felicidad. 

“Lo hago para que me quieran”, qué curioso todo, se había convertido en mi forma de ser, de actuar, de pensar, de amar. Todavía no sé si fue una forma de vida buena o mala, porque entre 2013 y 2018 generó mis felicidades más largas; pero terminó hundiéndome en esta tristeza tan inmensa. 

Fui feliz en 2000, 2003, 2005 y 2009, tengo bien identificados los momentos. Semanas, a veces meses enteros. Pero nunca como sucedió entre 2013 y 2018: bloques gigantes de felicidades intensas, construcciones llenas de sinceridad, tal vez algún año entero (¡un año entero!) sin que la angustia existencial le ganara a las formas del amor. 

Yo “lo hice para que me quieran” otras personas, pude poner a un Martín social sobre mis deseos individuales, porque tenía amores asegurados, dónde ser abrazado, dónde descansar: mi familia, mi pareja, un trabajo estable, los viajes a la nada, los partidos de Racing, mis amigues, Etiopía. 

Hasta el 25 de marzo de 2018, con temblores, el modelo “Lo hago para que me quieran” aguantó bien. Nueve meses después, el edificio se destruyó y todavía duermo entre escombros. Son muchos, y difíciles, y me duelen. 

Las 7 patas de mi estructura, en apenas nueve meses, fueron atacadas. Algunas directamente estallaron en mil pedazos; otras tratan de rearmarse con las partes que quedaron. 

Me hice bastante el pelotudo, es verdad. Tardé nueve meses en asumir lo que no había podido ver durante la tristeza ni durante la felicidad, tal vez casi nunca en mi vida: que necesitaba ayuda. Que necesito ayuda. 

En medio de la catástrofe, llené los huecos que dejaron las cosas que me daban alivio con presiones: espacios y actividades en las que mi función era (es) colaborar, mediar, coordinar, ser paciente, respirar hondo, resolver, insistir, enseñar, construir, perseverar, esforzarme, respirar hondo de nuevo, insistir más fuerte, no aflojar la vena del cuello hasta que algo en este mundo de mierda sea más justo. 

Desde que me despertaba hasta que me acostaba, desde que me despierto hasta que me acuesto, durante nueve meses fui enterrando al Martín que sufre en Año Nuevo, que imita a Fito Páez, que necesita matecito los domingos, que quiere que alguien lea con las tripas lo que le sale de este llanto desgarrado. Lo silencié, con todo el dolor que siempre me generaron los silencios. 

Un lunes de hace dos meses, el Martín individual que tengo adentro se rebeló contra la opresión del otro, el Martín social que tiene que seguir siendo y haciendo aunque ya no haya alivios ni refugio ni nada que haga soportable el renacimiento del monstruo que me despertaba a los 10 años: el terror a que nadie pueda entenderme, a la soledad intelectual y, muchísimo más, a la soledad emocional. Siento el terror en la nuca, un escalofrío en estos dedos que tipean. Lo tengo acá al monstruo, mientras escribo, y me hace doler la panza. 

Necesité pedir ayuda. Yo (el hombre blanco que tuvo agua potable y comió todos los días, el heterosexual obligado a cuestionar sus privilegios y sin derecho a ningún derecho) tuve que humillarme y reconocer que no puedo solo, caer en el ejercicio más individual y burgués que se me ocurre: ir a un psicólogo. Pagarle a un señor desconocido porque ya no sé para dónde salir corriendo, o si dejar de correr, o si volver hacia ningún lado. Tuve que sentir esa aguja en la médula espinal que significa para mi ego asumir que no soy omnipotente. 

Y, enseguida, descubrir que esa omnipotencia del orto también estaba tirando a la mierda mi edificio. Metidita adentro, qué sé yo si era bondad, soberbia, confusión, presión social, estigma, vocación, estupidez, un poco de todo, no sé, y puedo no saber porque no siempre puedo saber todo, ni siquiera de mí. Por eso pedí ayuda en estos últimos 13 días: porque ya no pude más. Porque ya no puedo más. 

Habrá que volver a escuchar al nenito asustado que siempre fui por dentro: todavía me asustan la noche, las ratas, que se vayan a vivir lejos, la mesa larga del pasado. Me aterra la imperfección de mi cuerpo, que alguien me vea totalmente desnudo, me paraliza de miedo llegar a los 50 años sin familia y cenar solo, en una mesa chiquita, todos los domingos a la noche. 

La concha del mundo, Martín: hace seis meses no usás la excusa de escribir sobre el pasado para sanarte el presente. Ni siquiera eso hacés, cabezón. Te estás lastimando profundo. Me estás lastimando profundo. Me estoy lastimando profundo. 

Les estoy pidiendo ayuda. Que me tengan paciencia, que me digan cosas lindas, que no me exijan nada mientras hago el duelo de la vida que murió. Por ahí estoy siendo extremista, por ahí haber sido extremista fue parte de esa muerte, pero igual déjenme, déjenme ser lo que pueda ser, lo pido por favor y tapando mi cuerpo que ni siquiera yo puedo ver desnudo. 

Confieso mi derrota y mi tristeza, por fin y después de tanto. 

Lo hago porque hoy no me importa una mierda nada que no sea la verdad fuerte de adentro que nos hace tirar los objetos que nos torturan, nada que no sea escuchar a eso que fuimos durante el primer beso feliz, durante la primera valentía bajo la lluvia, eso que somos cuando tomamos la decisión que nos mata de miedo y nos hace llorar y nos hace abrazar a la persona que nos ayuda a tomar esa decisión. Lo hago porque no siempre podemos sol@s. 

Lo hago porque no voy a poder luchar por otres si no lucho ya mismo por mí. Lo hago por el nenito de 8 años que miraba su cuerpo desnudo con miedo a que esa deformidad lo convirtiera en un monstruo, o lo matara. Lo hago por el adolescente de 15 años que pidió un turno en un urólogo y con voz temblorosa le dijo a un desconocido: no sé qué tengo, necesito ayuda. Lo hago por el adulto de 35 años que pidió turno en un psicólogo y con voz temblorosa le dijo a un desconocido: no sé qué tengo, necesito ayuda. Lo hago para volver a jugar, lo hago para escribirlo después, lo hago porque lo merezco, lo hago para dejar de acariciarme una mano con la otra cada noche de angustia. A partir de esta vida, no lo hago para que me quieran: lo hago para quererme.

lunes, 10 de junio de 2019

La Gira del Desamor

Por Martín Estévez

En el 2007 yo era un potus. Tenía 23 años y perseguía un rígido plan en el que sería siempre prolijo, amaría siempre a la misma mujer y me convertiría poco a poco en el as del periodismo deportivo. Recién cuando Rosana me dejó, me di cuenta de que mi vida era una poronga. 

Lo primero que recuerdo después de la catástrofe es que me escapé a Neuquén con Tati, pero su recuerdo estaba en cada lago Huechulafquen. Después dejé de comer vacas y gallinas. ¿Cómo pensar en carne cuando te sangran las tripas? Todo fue apenas la previa de la verdadera fumata: la Gira del Desamor

Como no sabía qué hacer, decidí que durante seis meses, entre el 1° de julio y el 31 de diciembre de 2007, debía hablar sobre mi tristeza en todos lados, todo el tiempo, y hacer algo nuevo cada día. Lo que fuera: tragarme un chicle, viajar a Villa Bosch, subirme a un dromedario. Algo que jamás hubiera hecho. 

Compilaría todo en un libro cuya tapa arrancaría siendo la cara gigante de Rosana; se sumarían caritas pequeñas de quienes participaran de alguna manera. La tapa quedó horrible pero me parece una gran metáfora: los ojos de Rosana espiando y todes les demás ocultando un poco su recuerdo. 

Como no había hecho casi nada, fue fácil probar cosas nuevas: tomé vino y cerveza, fui solo a un boliche, vi a Les Luthiers con mis primos y mi tío, a Gabriel Rolón (el psicólogo) con Chuna, a Alejandro Dolina, a Fito Páez, leí a Hernán Casciari por primera vez, volví a terapia después de 13 años. 

“También está nevando sobre tu nariz” pensé el 9 de julio, durante la única nevada en Buenos Aires en cien años. “Nos deja embarrados en el silencio, olvidados de Dios. Indisoluble, inmodificable, estúpidamente lógica”, escribí sobre la muerte tras un funeral. “Qué día el de hoy, cuando mis abuelos sonreían por la mañana y todavía soñaba con que ella volvería”. Esa paradoja barata, esa nostalgia adelantada, evidencia la forma melosa en la que escribía en 2007. ¡Ay, qué pesado era! 

Algunas “cosas nuevas” fueron más osadas: una muestra artística ¡en una iglesia de Temperley!, la primera cita con alguien que conocí en Internet (qué mal la pasé), la exitosa rebelión de empleados contra un jefe corrupto, mi primer blog, votar a Pino Solanas, ser modelo publicitario. También empecé a gustar de mi amiga Julia y fuimos juntes al cine.

“¿Dónde te veré la próxima vez? ¿Creeré que sos la misma, creerás que soy el mismo?”, me pregunté mientras viajaba a Campana con mis únicos amigos, llamados Pablo. Pronto supe que Rosana estaba en pareja, entonces huí del país y me fui a sufrir a Uruguay. Racing supo acompañar ese momento de mi vida: perdió 4-3 un partido que iba ganando 3 a 0. 

“Aun apagada, tu voz está más encendida que toda mi furia”, dice el Diario del Desamor que todavía guardo. 

Una noche volví caminando a las tres de la mañana bajo una tormenta imposible. En la última parte de la gira, inventé la “recorrida laboral” (visité a seis personas en sus trabajos el mismo día), acompañé a mi abuelo Víctor a cobrar su jubilación y, a fuerza de speed con vodka, me emborraché por primera vez, en una fiesta de disfraces y con mis primos alrededor. 

En la escala anímica que ya usaba, la del 0 al 37, empecé la gira en 13 y la terminé en 22. Lo sé porque el diario va marcando los cambios: “Un 21 que se parece mucho a un 20 y mi vida que se parece mucho a tu sombra”. 

Si la separación se pareció a morir, la Gira del Desamor fue como renacer. La angustia no me tiró en la cama, me sacó a la calle, a la lluvia, al riesgo, a vivir. Al principio quería algo para contarle a Rosana cuando volviéramos; después asumí que tenía que hacerlo por mí. Durante la Gira del Desamor no fui feliz, pero empecé a construir el Martín que soy ahora. 

El otro día alguien me acusó de escribir siempre con moraleja, Y sí, tiene razón. Cuento esto para que las que están angustiadas, los que odian su vida, empiecen a romper sus estructuras como les salga. Oblíguense, como me obligué durante 184 días a no ser un potus. Inventen sus giras, sus propias excusas para animarse a lo nuevo. Descubran que vivir da miedo pero está buenísimo. 

“Soy tu voz cuando censuró mi sonrisa y la palabra que me la devolvió –escribí en la última página del Diario del Desamor–. Soy cada demente que se subió a mi tren descarrilado y le cambió el recorrido. Soy nostalgia gigante, nervios encriptados, imágenes de regalo que me atragantan. Soy este conteo final en el que mi familia, como símbolo de todos los ellos que acariciaron mis heridas durante seis meses, abraza un final que invita a nuevos comienzos. La Gira del Desamor ya nació, ya me sonrió y ya se fue. Como ella. Como todo”.

lunes, 13 de mayo de 2019

Del 0 al 37

Por Martín Estévez

Todavía hoy, 12 años después, muchas personas me preguntan, apenas me ven: “¿Cómo estás del 0 al 37?”, y me recorren sensaciones que tal vez ustedes conozcan: el pasado triste que quisimos ocultar y nos explotó en la cara; el desamor violento que nos desangró; todos los llantos a los que nos obligó el mundo; el dolor más verdadero que sentimos algún día, una vez, esa noche; el infinito y lastimoso esfuerzo de reconstruir nuestra vida; un presente feliz que se nos acaba de romper en pedacitos que ni se ven; la sensación de vacío que, cuanto más llenamos, más nos lastima, porque ese vacío es lo único que nos queda de lo que fuimos; y la esperanza de saber que, si alguna vez pudimos escapar de nuestra catástrofe, este nuevo fin del mundo, que parece más terrible y más real, tal vez un día termine como la historia del 0 al 37.

Todo empezó en febrero del 2007. Después de seis años de relación, mi primera novia decidió no ser más mi novia y, laputamadrequeloparió, se me vino al mundo abajo, pero abajo para la mierda, sin fin, abismo brutal hacia la nada. Yo era nada, era nada sin ella, era nada conmigo, no podía entender cómo tanto amor no había servido para nada, no había construido nada sin ella. Tenía 22 años, tengo 22 años, los tengo de nuevo ahora: cuando recuerdo las fundamentalidades de mi vida no puedo evitar contarlas en presente.

Todos los días a las 9:30 salgo de casa rumbo a la revista Fox Sports. Trabajo hasta las 19, pero me causa tanto dolor volver a Lomas de Zamora, al lugar donde ella y yo construimos y destruimos el amor, que prefiero quedarme en Palermo, aunque no sepa para qué.

A las 19 se van todas y todos de la redacción, excepto una persona: Mariana, la recepcionista, que finge trabajar hasta las 20. Yo, en mi desesperación por no volver a Lomas, me quedo siempre con ella, contándole mis angustias, conociendo las suyas, y preguntándole, todas las tarde-noches, cómo está su ánimo del 0 al 37.

Pronto, la pregunta se extendió a toda la redacción. Y después a casi toda mi vida. De pronto, las personas que me quieren se entusiasman respondiendo y también deseando mi lenta evolución anímica. Me desean que salga pronto del 4, del 5, y que llegue al 37.

Meses después le escribo un mail a Rosana, mi ex novia a la que extraño sin parar, y le pregunto cómo está del 0 al 37. Me responde: “¿Qué? No entiendo”. Entonces descubro que esa cosa ridícula, pequeñísima, poco útil, la escala del 0 al 37, es algo que ni sabe que existe: es lo primero que pude construir sin Rosana.

Podría terminar la historia acá y estaría bien, creo que ya se entiende el mensaje, pero quiero agregar tres cosas más. La primera es que, después de 12 años de usarla, descubrí los secretos de la escala: el 25 es la línea de la felicidad; el que una vez dice 0, siempre miente; 19 es mejor que 20; 29 es mejor que 30; el que dice 18 está triste; el 37 podemos alcanzarlo, como máximo, siete veces en la vida, y dura sólo un ratito.

La segunda cosa que quiero agregar es con Mariana fui experimentando otras escalas que no daban resultado: en la del 0 al 30, por ejemplo, ella usaba la del 0 al 10 y multiplicaba por 3; del 0 al 7, no había suficientes posibilidades para marcar la complejidad del ánimo; del 0 al 353, la diferencia entre números era casi nula. Al final, encontré en el 37 la escala perfecta, más compleja que la del 0 al 10, indivisible por ser número primo, con la extensión justa para que cada cifra tenga significado propio: comprobé no es lo mismo estar 15 que 16.

La última cosa que quiero agregar es que la escala del 0 al 37 me descubrió cómo salir de mi primera angustia brutal: eligiendo todo lo que me fuera posible elegir. Días después, dejé de comer animales. Busqué amigas y amigos nuevos. Le conté al mundo privacidades que me dolían.

Todos los días, desde aquel 2007, marco mi estado de ánimo en algún lado, para no olvidarme de lo importante que es ser feliz, para no ignorar lo que estoy sintiendo. Alguna vez lo hice en planillas que parecían electrocardiogramas por las subas y bajas. Hoy, en una especie de “reloj de la felicidad” que me regaló Gaby y adorna esta casa que a veces duele.

Hoy, aunque mi relojito lleva muchísimos meses sin alcanzar el 25, verlo me recuerda qué tengo que hacer, lo que todes tenemos que hacer cada vez que podamos: elegir, aunque nuestras elecciones no sean las que la sociedad espera.

A mí me gusta amar a lo bestia, escribir un montón, las personas que sufrieron. Me gusta pintarme las uñas, comer con el plato en la mano, escribir listas de lo que sea, cantar como si fuera Fito Páez. Me gusta jugar al truco con Tati, las tardes sinceras con Leandro, el helado de tramontana, acostarme pensando que falta menos para que un día me acueste sin tener que pensar que falta menos para algo.

Y me gusta, me gusta muchísimo la escala del 0 al 37. Porque no me la impuso nadie. Porque me recuerda que pude sobrevivir a mi primer fin del mundo. Y porque cuando estoy solo me grita que, mientras tenga la peligrosa valentía de elegir lo que realmente me gusta, la felicidad va a estar un poco más cerca.


Dicho esto, ¿cómo están del 0 al 37?

miércoles, 13 de marzo de 2019

Voy a ser papá

Por Martín Estévez 

Sé que muchas personas van a sorprenderse con lo que voy a decir. Pensé durante un montón de tiempo si tenía que escribir sobre esto o no, pero es hora de hacerme cargo. Siempre dije que hay que hablar de lo que nos pasa, especialmente si nos incomoda, si nos pone nerviosos, si lo necesitamos, así que no me puedo callar. Me decidí hace un rato, cuando recibí una noticia muy importante. Ahora sí puedo decirlo: voy a ser papá.

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Una de las primeras cosas que pensé después de mi última separación fue que ya no iba a tener hijos. Hice cuentas en mi cabeza sobre cuánto tardaría en superar el dolor, conocer a otra persona, construir una pareja y un larguísimo etcétera, crucé esos datos con la edad en la que deseaba tener una hija o un hijo, y supe enseguida que los números no me daban. 

En esta sociedad machista y patriarcal, no sólo es raro que los hombres lloren, que no les guste tener relaciones sexuales en la primera cita o que no sepan manejar: también es raro que un hombre soltero diga “quiero tener un hijo”. 

Yo tenía ganas, tenía un deseo fuerte y sincero, y supe que jamás lo iba a cumplir. 

Me acordé de Nancy. No vi muchas veces a Nancy: tal vez quince. Es una amiga de Tati (mi mamá) y supe su historia a través de ella. Nancy es una buena persona que durante 20 años, desde los 29 hasta los 49, deseó ser madre. 

A mí me importan un huevo los mandatos sociales, aclaro: celebro que haya personas que no quieran tener hijos, que no amen por obligación a su familia, que hagan lo que se les cante el upite con sus vidas. 

Lo que siempre me emocionó en la historia de Nancy no fue el asunto de la maternidad, sino la intensidad de su deseo, la sinceridad de su deseo (las quince veces que la vi, se lo noté en los ojos) y la constancia que tuvo para perseguirlo. Nancy hizo lo que pudo, lo que no pudo, lo imposible y un poco más que lo imposible para ser madre, durante 20 años.

Pero no lo consiguió. 

Fueron frustraciones infinitas. Cada vez que Tati ponía cara triste un sábado al mediodía, sabía que me iba a contar que Federer había perdido en semifinales. Pero cada vez que Tati hacía un silencio largo y su mirada gris parecía gritar que el mundo no tiene sentido, no hacía falta que hablara: sabía que, otra vez, Nancy había perdido un embarazo. 

Nancy jamás lo supo, pero en los últimos diez años me volví fanático de su deseo: pocas cosas quise tanto como que pudiera ser mamá. Me la pasaba hablando de eso con personas que ni siquiera la conocían. Pero a los 49 años, cuando sus dos últimos óvulos fértiles se apagaron, Nancy supo que tendría que vivir sin ser madre. 

Qué triste fue ese momento, pero qué valiente fue ella para seguir, pese a todo. Para intentar construirse una felicidad que no dependiera de eso. Para no hundirse. Para no vivir sufriendo por lo que no pudo ser. 

Yo no creo que las historias tengan siempre final feliz, que con esfuerzo todo se consiga, ni que el universo conspire a nuestro favor. Nada de eso. Creo que el mundo es un caos lleno de injusticias y sin explicación, y que cuando ocurre algo justo, algo merecido, algo con sentido, nos alivia, nos resucita la esperanza, nos tira un cachito de aire para respirar sin dolor durante un rato. 

Lamentablemente, eso no sucede casi nunca. Pero, a veces, sí. 

Esa sensación de justicia existencial, de oxígeno cósmico, de dolor de panza que afloja, la sentí cuando supe que un óvulo de Nancy había quedado perdido en una clínica, y que se podía usar tiempo después, y que ella quería volver a intentarlo una vez más. 

Esa sensación de milagro sin dioses de por medio, de siesta con lluvia al lado de la persona que amás, de felicidad que te empuja a seguir (felicidad, después de tanto) la estoy sintiendo ahora, en la noche de un día gris que podría haber sido un día más pero no lo es, en los minutos finales de este glorioso miércoles 13 de marzo de 2019. 

Hoy, recién, ahora, acá nomás, en este mundo, a los 50 años, Nancy acaba de ser mamá. 

Después de 21 años de bancarse la vida y su frustración, la vida y su dolor, la vida y su cosa horrible que no podemos entender, la vida en este mundo y en esta sociedad que casi siempre es angustia y silencio y violencia y resistir, Nancy acaba de ser mamá. 

Nació su deseo, y se llama Ramiro, y lo único que me importa ahora, lo único que nos importa a todos los que supimos sobre Nancy, es que aprendimos dos cosas. 

La primera: hay pocas chances de que la felicidad real nos encuentre, la encontremos, exista, se nos quede un rato. Y la segunda cosa: para que haya una pequeña chance de encontrarla, de sentirla, de ser felices, tenemos que seguir nuestros caminos, nuestros esfuerzos, nuestras luchas muy, muy hasta el final, más hasta el final todavía, porque la felicidad es exigente y nunca le da “me gusta” a nuestros primeros intentos. 

Hasta hace un rato yo estaba preocupado porque a los 34 años me sentía viejo para seguir levantándome todos los días a perseguir con intensidad las cosas que deseo. Pero Nancy y su valentía y Ramiro me acaban de despertar de mis cobardías.

Es cierto: aun haciéndolo todo, no era seguro que Nancy cumpliera su deseo. Pero lo seguro es que, si no seguía hasta el final, si no se hubiera dicho “voy a ser mamá” una y otra vez, durante 20 años, no lo hubiera logrado. 

Es más: a esta altura, les digo, importa cada vez menos si los deseos se cumplen o no. Lo importante es hacer todo, absolutamente todo lo que esté a nuestro alcance para que sucedan. Poner nuestro deseo enfrente nuestro, construir una historia gracias a él, y seguir esa historia hasta el final, muy hasta el final, más hasta el final todavía. 

Lo importante, ahora lo veo, es que nosotros mismos y nosotras mismas seamos nuestro propio deseo: que seamos lo que deseamos ser. 

Así que yo empiezo hoy, recién, ahora, acá nomás, en este mundo, a los 34 años. Deseo ser alguien que, como Nancy, persiga sus deseos. Que se diga todos los días lo que desea. Así que digo un deseo por primera vez, convencido, sin vergüenza, sin miedo: no sé cuándo, cómo ni con quién, pero un día, Nancy querida, voy a ser papá.

viernes, 22 de febrero de 2019

El Día del Fin del Mundo

Por Martín Estévez

El 22 de febrero de 2007 se me hizo mierda el corazón. Después de seis años, de 71 meses, de 2180 días, Rosana me dijo que no me amaba más, que no quería ser mi novia, que no quería pasear de la mano, cenar juntos, irnos a la playa, no quería darme besos ni abrazarme para siempre ni tener hijos ni llegar juntos a viejos ni nada de lo que yo sí quería con desesperación mientras ella me lo decía con los ojos ya sin amor que me acaban de hacer mierda. 

Rosana es lo que descubrí de mí y lo mejor que pude dar y si ella no me ama para qué sirve lo mejor que puedo dar, que no es nada, que no alcanza, que estoy solo y no sé para dónde correr porque es de noche, y porque si fuera de día tampoco sabría. Rosana me late en la cabeza, pero yo no estoy en la suya y siento que no estoy en ningún lado más que en ese rincón oscuro en el que estaba antes de que alguien me amara como ella me amó. 

Es 22 de febrero y el primer día de esta muerte de la que nunca voy a resucitar porque no quiero, no entiendo, no sé, no sé, no me importa escribir, no me importa lo que me importaba, me importa saber si puedo hacer algo, si hay alguna esperanza, soy capaz de ser tanto por ver otra vez en sus ojos algo que no sea esa violencia terrible que se llama un poco de cariño

Rosana es la madre que mis hijos ya nunca tendrán, la historia que nunca podré escribir sin llorar, los ojos que ya no voy a ver nunca más al despertarme. Rosana me acaba de matar y no es su culpa ni la mía y no me importa, no me importa nada, quiero romper y no sé romper y no sé para qué serviría y me doy cuenta de qué poco me siento yo solo, acá, en esta oscuridad, que es igual que la luz si ella no me ama. 

22 de febrero hijo de puta de mierda, ¿así que mañana tengo que ir a trabajar? ¿Para contarle a quién, para luchar por qué, para qué vacaciones, viajes y proyectos que nunca vamos a hacer? ¿En qué momento pasó, cuando dejó de sentir que no era yo, lo sintió alguna vez, qué hice mal, ella lo sabe, ella me lo diría, existen esas cosas? ¿Qué hago mañana, y pasado, y en la vida, y en mi pieza y en el mundo? ¿Qué hago acá? 

Tan orgulloso de tan poco, de mi trabajo, de mis respetos, de mis notas, de mis poemas tan melosos que ahora me dan vergüenza pero necesito seguir escribiéndolos porque son lo que soy ahora, esa humillación, ese ruego, esa necesidad de pedir ayuda justo a quien no me tiene que ayudar. 

Rosana se liberó de mí pero yo no sé liberarme de ella, no quiero ser libre, yo quería desayunar con vos, Rosana, y hacer el chiste de la medialuna. Yo quería un día contarle al mundo que mi primera novia era también la última y que el amor para toda la vida sí existe, pero a vos no te existió, no te existió una mierda. ¿Por qué, por qué, carajo del mundo, por qué? 

Nunca en la puta vida voy a poder olvidar este 22 de febrero que elegiste para matarme con toda la delicadeza posible, y lo voy a arrastrar y me voy a quejar y te voy a extrañar porque ni siquiera vos, con esa forma tan hermosa que tenés de decirme que no me amás, vas a poder evitar que te extrañe para siempre, que te respire, que toda la vida me acuerde del primer día que nos acariciamos. 

El 22 de febrero de 2007 se me hizo mierda el corazón y lo que te pasa cuando se te hace mierda el corazón es que querés que tu mamá te abrace, despertarte de golpe, que caiga un rayo gigante y el mundo se acabe de una vez, pero no querés que sea tu mamá, ni despertarte, ni rayo, ni final, querés que alguien te ayude a que pare ese dolor tan terrible, tan directo, tan material, porque se siente, lo siento acá, lo tengo acá, al lado, es imposible que no exista, que todos ustedes no puedan ver en mis ojos, que no puedan ver en mis labios, que no paran de temblar, que este dolor no es pasajero ni psicología ni miedo ni autoestima ni inseguridad. 

Este dolor es uno de esos dolores que son únicamente dolor de verdad, esos dolores que sólo pueden incrustarse después de años de compartir sentimientos y sensaciones y amores profundos, construcciones gigantes que cuando se nos caen sobre el dedo más chiquito de nuestra vida son solo este dolor inmenso, real, absoluto. Puedo contarlo tan claramente, puedo recordarlo sin manchas, puedo llorarlo mientras escribo porque, exactamente 12 años después, aunque ya no sea por Rosana, lo estoy sintiendo otra vez.

jueves, 21 de febrero de 2019

Conocí a Messi de chiquito

Por Martín Estévez

¿Por qué un trabajador argentino que no es fanático ciego del fútbol podría querer a Lionel Messi, un multimillonario que abandonó su país, no hace nada por los demás y se saca fotos con el injusto Mauricio Macri? Mejor dicho: ¿por qué demonios quiero a Messi?

En febrero del 2006, Messi tenía 18 años y yo, 21. Hacía 15 días trabajaba en la revista Fox Sports y viajé a la calle Lavalleja del barrio La Bajada de la ciudad de Rosario: me mandaron una semana a vivir en la cuadra en la que había vivido Messi.

Hoy sería inútil: es tan famoso que casi todas las opiniones sobre él son exageraciones, conveniencias o mentiras. Quienes nunca lo vieron dicen que lo conocen. Quienes lo vieron una vez dicen que son sus amigos. Y quienes realmente lo quisieron prefieren no decir nada para no perjudicarlo. Pero, en 2006, Messi era un pibito que jugaba en España y se había hecho conocido en el Mundial Sub 20. Todos hablaban de él sin especulaciones.

La Bajada era un barrio empobrecido, olvidado por los gobernantes, lleno de pibas y pibes con futuro vulnerable en las esquinas. Más para no aburrirme que por otra cosa, me metí en las casas de los vecinos, en la escuela a la que fue Messi, en el club, en el kiosco de su hermano, ¡hasta estuve con el médico que presenció su nacimiento!

Norberto Odetto, la verdad, mucho no me dijo: "Imaginate que no me acuerdo de cada parto, y a Lionel nunca lo volví a ver". Pero enfrente de su casa vivía Claudia, que lo cuidaba cuando la mamá de Lío, Celia, se iba a trabajar. 

Claudia amamantó a Messi durante meses. Me mostró un montón de fotos de Lionel, muchas de ellas con su hija, Cintia, que me contó: "Lío era re tímido, sólo salía para jugar a la pelota. O iba a lo de su tía Marcela y volvía, pero nada más. Sólo le gustaba el fútbol".

Un vecino, don Quiroga, me ofreció un mate muy amargo y me dijo algo parecido: "Los hermanos, Rodrigo y Matías, lo cagaban a patadas. Y él se levantaba y seguía jugando. ¿Cómo no se va a bancar las patadas ahora? Cuando se hacía de noche, los pibes se iban y él seguía pateando solo, en mi portón, hasta que mi suegra salía a retarlo".

En la Escuela N° 66 pasé dos días tratando de descubrir cosas. Supe que Messi era extremadamente callado; sólo quería que llegara el recreo para patear una plasticola, porque no les permitían llevar pelotas. No es un dato simpático: parece imposible que un chico tan silencioso y obsesionado no estuviera sufriendo.

Sus maestras (Viviana Kosciuk, Silvana Suárez, Andrea Sosa) sólo recordaban su flequillo, que era chiquito y callado, y que los varones se peleaban por tenerlo en su equipo. Le decían Piqui; nadie recuerda por qué.



Su papá, Jorge, sabía que era un futbolista excelente. El club del barrio, Grandoli, ganó todo gracias a Lío. Cuenta la leyenda que, una vez, Jorge no pudo pagar los 2 pesos de entrada para verlo jugar y no lo dejaron pasar. Esa misma tarde decidió que no jugara más ahí.

Después, ya en Newell's, descubrieron que estaba creciendo poco y quedaría pequeño si no hacía un tratamiento. En Buenos Aires era gratis, pero no había plata para viajar. En Rosario salía 900 pesos por mes. Newell's y la metalúrgica Acindar se comprometieron a pagar los gastos, pero bicicleteaban a los Messi, les daban cuotas de 300 pesos cada tanto. Y Jorge, otra vez, se enojó y lo sacó del club.

El resto es conocido: consiguió una prueba en Barcelona y se quedó allá cuando tenía apenas 13 años. Lío aprendió a inyectarse, solo, las hormonas de crecimiento. Todos los días. Lejos de su club, de su escuela, de su familia, de su calle Lavalleja. Pobre santo.

Después, para los injustos de siempre, sumó tres manchas: no ganar los Mundiales 2010, 2014 y 2018. Pero, para los que nos importan más las personas que los futbolistas, también sumó tres manchas: fue condenado por evadir impuestos; mostró poco compromiso político con su país; y se sacó una foto con Macri.

Reconozco que alguna vez me calenté para la mierda con él. Casi dejo de quererlo. Pero... ¿qué demonios le podemos pedir a Messi?

Un pibito amamantado por una vecina porque sus viejos tenían que laburar, ignorado por el Estado ante una enfermedad, inadvertido en la escuela, decepcionado por sus clubes, alejado de su familia para hacer un tratamiento, para no quedar pequeño. Ese es Lionel Messi.

¿Messi sabía que evadía impuestos? Según la Justicia española, no. Y si lo sabía, ya se sentó en un banquillo, fue enjuiciado frente al planeta y condenado a pagar más de lo que evadió. Para mí es suficiente. Y además... ¿desde cuándo no pagarle al Estado español, que jamás se disculpó por asesinar a nuestra población durante 300 años, es tan grave? ¿No vive Europa, incluso ahora, explotando al resto de los continentes?

Sigamos: ¿Messi no tiene compromiso político? Es cierto. ¿Y cómo hace alguien que a los 13 años se va sabiendo poco y nada gracias a un sistema educativo nefasto, para aprender en Barcelona qué postura tomar, cómo ayudar realmente (más allá de donaciones esporádicas) a su antiguo país? Exigirle a Messi que haga desde allá lo que muy pocos intentamos acá me resulta injustísimo.

La otra mancha: ¿Messi se sacó una foto con Macri? ¡Pero también con Cristina, amig@s! Busquen, busquen: Messi se la pasa evitando a los políticos. En 15 años le sacaron apenas dos fotos por decisión grupal: la Selección aceptó ser recibida por la presidenta después del Mundial 2014; y decidió apoyar la candidatura de Buenos Aires para los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018. ¿Qué tenía que hacer Messi? ¿Ir contra todos sus compañeros, darles una trompada a los presidentes y salir corriendo? ¿Cuánto le pedimos, no?

¿Sabemos las veces que se negó? ¿Los mensajitos que los asesores de Macri le mandan para manipularlo todos los días? ¿Sabemos que con su pareja, Antonela, publicaron un tweet para difundir una marcha contra Macri por el ajuste en discapacidad? ¿Sabemos que Macri le pidió ser invitado a su casamiento en 2017 y él le dijo "no"? ¿Esas cosas no nos las cuenta nadie, no es cierto?


Yo no digo que Messi sea la mejor persona del mundo, pero el sistema lo formó para que terminara enfermo por falta de hormonas, robando o trabajando en situación precaria. Para que fuera un explotado más. Y él hizo todo lo que pudo para evitarlo.

Un pibito callado y pobre que llega a ser el mejor futbolista del siglo podría transformarse en amigo de los injustos (como Carlos Tevez) o en un soberbio insoportable. Pero Lío, pero Piqui, pero el rosarino sin hormonas sigue fijándose bien con quién se junta, declarando con humildad, recordando a quién le debe su poca o mucha felicidad.

¿Cómo lo sé? Aprendí en el barrio La Bajada que, un día, Lío descubrió que nadie iba a poder llevarlo al club a jugar a la pelota. Él no se quejaba nunca, pero esa vez entró a la casa de su abuela Celia y se lo contó llorando.

Me parece estar viéndolos ahora. Ella le acarició la cara, le secó dos lágrimas y le dijo: 

Tranquilo, hijito, yo te voy a llevar a jugar a la pelota hasta que me muera. 

Desde ese día caminaron juntos 30 cuadras para que él pudiera jugar a la pelota. Hasta que ella murió.

Creo que por eso lo quiero: porque el enanito rosarino, en cada uno de los 671 goles que metió hasta hoy, levanta las manos y señala hacia arriba, haciendo fuerza para recordar, para no olvidar, para ser justo. Para agradecerle cada cuadra hecha, con dolor de piernas y con amor de verdad, a su abuela Celia.



(La nota escrita en 2006 podés leerla acá)