domingo, 21 de diciembre de 2014

Mi problema con Milito

Por Martín Estévez

Conocí a Diego Milito en abril de 1997. Yo estaba enfermo por Racing y leí en la revista Sólo Fútbol que le había metido cuatro goles a San Lorenzo en Quinta División. Creí, entonces, que debía empezar a seguirlo, recortar y anotar cada detalle de su carrera por si él se transformaba en un crack que sacaba campeón a Racing, brillaba en Europa y volvía para despedirse a lo grande en La Academia. Creía, en realidad, que por admirarlo desde aquel 6-2 a San Lorenzo, él, algún día, retribuiría mi esfuerzo. Hoy, lo digo con un poco de dolor y para sorpresa de los que leen esto, me doy cuenta de que estaba equivocado.

Sí, es cierto que ese pibe, Milito, llegó a Primera; y en 2000, cuando todos los que sentimos a Racing como algo propio sufríamos por la quiebra, la desaparición, los promedios, por la agonía diaria del club, él se plantó frente al periodismo y dijo: "Yo amo a Racing. Más allá de todo lo que nos pasa, me quiero quedar a jugar acá, a cambiar la historia".

El mundo pareció darme la razón cuando, después de 35 años, Racing ganó el título con Milito en el equipo. Aquellos eran días difíciles para mí, abrumado por la adolescencia y problemas más importantes que ya contaré en este blog, así que lloré mucho, como lloró él, cuando el 27 de diciembre de 2001 fuimos campeones por primera vez.

Lo adoré mientras jugó en Racing (hasta enero de 2004) y también después, cuando se fue a Italia. En 2005 ascendió con el Genoa y yo, que ya era periodista, lo entrevisté por teléfono mientras él saltaba en un vestuario a miles de kilómetros de distancia.

De ahí se fue a España, para brillar en Zaragoza hasta 2008. Otro añito en Genoa y, después, la gloria con el Inter: en ocho meses, Milito fue campeón de la Copa Italia, la Liga Italiana, la Champions League, la Supercopa Italiana y el Mundial de Clubes, y lo eligieron mejor jugador de Europa. En el medio, jugó la Copa del Mundo de Sudáfrica. Zarpado.

Mientras iba rompiendo estadísticas y se convertía en uno de los futbolistas argentinos más importantes de todos los tiempos, decía que su sueño era volver a Racing. Pero dudaba. En 2013 lo conocí personalmente, y le mostré mis kilos de recortes y anotaciones sobre su carrera. Él me dijo:

-Ni mi mamá tiene tantas cosas de mi carrera. ¿No me los regalás?

-No -le respondí con una de las caras más sinceras de mi vida-. Primero volvé a Racing y, cuando termines tu carrera, te lo llevo adonde quieras y terminado.

Se anotó mi número de teléfono como si fuera el de una agencia de reclamos. Me parece que de verdad le habían gustado los libracos. En enero de este año, mientras estaba en Villazón, Bolivia, a punto de quedar incomunicado durante semanas, me llegó un mensaje:

-Hola, Martín. Soy el representante de Diego Milito. Me mandó una camiseta para vos. Combinemos para que pueda alcanzártela.

Y volvió, eh. Volvió menos de un año después, para rearmar los pedacitos de un Racing semi destruído. Con tanto amor, con tanta paciencia, con tanto coraje los armó, que fue sumando triunfo tras triunfo y hace un rato, el 14 de diciembre de 2014, lo vi dar la vuelta olímpica otra vez, a metros de mis ojos, mientras 55 mil personas gritaban su apellido, ese que yo había conocido 17 años antes.

El de 2001 y éste fueron los únicos dos títulos que ganó Racing desde que respiro celeste y expiro blanco. ¿Y saben qué? Éste lo disfruté más, ya sin los traumas de mi adolescencia, seguro de haber encontrado un camino justo para mí y para la injusta sociedad que me rodea. Lloré, sí, lloré, pero no porque tengo problemas que me parezcan imposibles de resolver. Lloré por estos 13 años sin títulos, por todos los fines de semana de angustia, porque tenía ganas de abrazarme con personas a las que abrazo cada vez menos. Pero también fui feliz, porque entendí que todo eso era crecer, como Milito había crecido en su década europea, para ser una persona mejor, para poder ser feliz sin mentirme.

Conocí a Diego Milito en 1997 y creí que, por admirarlo desde aquel 6-2 a San Lorenzo, él, algún día, retribuiría mi esfuerzo. Pero, para sorpresa de los que leen esto, me doy cuenta de que estaba equivocado. Me di cuenta cuando él, el día que nos conocimos y miraba mis anotaciones, me dijo:

-Estos cuatro goles en la Quinta no fueron contra San Lorenzo: fueron contra Independiente. No me los olvido más.

Perdón, Diego, por haber estado tantos años equivocado. Y gracias por haberle hecho sentir a ese chico de 13 años que recortar diarios y anotar goles no eran tiempo perdido, sino futuro ganado.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El doctor Moldes

Por Martín Estévez

La vista iba camino a ser uno de los grandes traumas de mi vida. Hacía bastante tiempo que no veía el pizarrón desde lejos, así que a los 13 años empecé a usar anteojos. Nada liviano: 1.5 grados de aumento.

Tati decía que a mi edad la vista se corregía, que por ahí los usaba un tiempo y no los necesitaba más, pero yo ya sospechaba que mi nariz nunca más iba a estar libre. Lo peor llegó meses después. Cuando volví al oculista (o al oftalmólogo, como se llame), un hombre frío y cruel, el doctor Amenta, me dijo con cara de nada:

-Esto empeoró mucho. Te fuiste a 2.5 en cada ojo. Y tendrías que haber venido antes: el control es cada tres meses y pasaron nueve. Acá está la receta para los anteojos nuevos.

“Esto”, cínico doctor, eran mis ojos, uno de los tres sentidos más importantes que tenemos los seres humanos. Me contuve y cuando salimos del consultorio, frente a Tati y Gaby, me largué a llorar.

-Ya está, negrito –me decía Tati con tristeza-. El hijo de Isabel tiene ocho en cada ojo y es más chico que vos, así que lo tuyo no es tanto.

-No lloro por eso –le dije-. Lloro porque el forro del doctor tenía razón: ¡tendría que haber venido hace seis meses!

Hoy entiendo que, aunque tal vez Amenta tenía razón, con la razón no alcanza: hay que tener algo más en la vida. Sensibilidad, tacto, dedicación por lo que hacemos, ¡compasión al menos! Todo eso que le faltaba al tibio de Amenta, le sobraría después al doctor Moldes.

Volví al oculista a los tres meses. Amenta estaba de vacaciones y me atendió otro tipo. Alto, algo amanerado, con poco pelo y bigotes: el doctor Juan Antonio Moldes. ¡Ay, dios, escucho su nombre y ya se me llena el corazón!

Moldes era oftalmólogo, pero si hubiera sido motivador de personas condenadas a muerte también le habría ido bien. En diez minutos de visita me cambió la cabeza:

-¡Pero qué bien están estos ojos, Martincito! –gritó después del control de rutina-. ¡Perfecto, la miopía no avanzó ni un centímetro! ¡Tenemos que seguir así, Martincito! ¡Tenemos que seguir así, eh!

“Tenemos”, dijo Moldes. El tipo vio en mis ojos no sólo el nivel de enfermedad, sino también el terror que tenía a una mala noticia. Se puso la camiseta del paciente, se puso mi camiseta y gritó con euforia: “¡Tenemos que seguir así!”.

-La última vez empeoré mucho –le conté-, así que ahora estoy comiendo más zanahoria y viendo menos televisión a la noche.

-No la fuerces, Martincito –me dijo bajando la voz y se acercó-. Lo que tenés que hacer es no forzar la vista. Cuando la sientas cansada, dejala descansar. Ah: y volvé dentro de tres meses.

Salí del centro de ojos (queda en Alsina al 200, Banfield, por si alguno lo conoce) sonriendo y cantando Fito Páez. Y a partir de ahí comenzó una constante: cada vez que iba, el doctor Moldes me decía cuándo volver, pero yo aparecía antes. Si me pedía “vení en tres meses”, yo volvía en dos. Si me decía que lo visitara en seis, yo estaba ahí en apenas cuatro. Es que visitar a Moldes me encantaba, me levantaba el ánimo. Incluso trataba de ir cerca de Navidad para desearle felices fiestas y darle un abrazo.

Casualidad o no, durante más de diez años mi vista casi no empeoró. No sé cuántas veces habré ido a verlo, pero seguro fueron más de cuarenta. Durante el control me hacía leer números, aunque en un momento ya no me hacía falta mirar: me los sabía de memoria. De hecho, todavía los sé. Las dos últimas líneas, por ejemplo, eran:

9          6          7          6
7          4          2          9

Se los juro. Igual, jamás le mentía. Si veía borroso, le aclaraba: “Sé que dice 7-4-2-9, pero no lo veo bien”. Entonces Moldes usaba otra forma de examinarme.

Fuimos perdiendo la formalidad y nos contábamos cosas de nuestra vida. Hasta me enteré de que tenía un hijo hincha del Valencia de España, como yo. Me gustaba pensar que me trataba así porque era su paciente preferido, pero sabía que no. Sabía que trataba así a todos, que no lo hacía por favoritismo sino por generosidad: el doctor Moldes deseaba que las personas fueran más felices y hacía lo que estaba a su alcance por lograrlo.

Cuando yo tenía unos 24 años, dejó de atender a pacientes que tenían OSDE. Fue un golpe duro, pero lo tomé como el fin de una etapa. Como homenaje, decidí comprarme lentes de contacto, algo con lo que él siempre me insistía y a lo que yo me negaba.

Ahora que soy profesor, me doy cuenta de que lo más importante para entusiasmar a los chicos de la secundaria lo aprendí del doctor Moldes. Me enseñó que jamás hay que decirles “esto empeoró mucho” señalando sus faltas de ortografía; ni preguntarles “¿esto es lo mejor que se les ocurrió?” cuando presentan una idea para un cortometraje. Hay que poner en juego la sensibilidad, el tacto, la compasión. ¡El alma hay que poner!

-Sí, tenés setecientos errores de ortografía, como elejir, que se escribe con “G” –le decía a Facu Szeinkop en El Rancho, escuela de Turdera-. ¡Pero qué hermosa te sale la jota! ¡Es la mejor jota que vi!

Y Facundo, en vez de frustrarse porque lo llenaba de reproches, al siguiente trabajo se la pasaba buscando palabras con jota para lucirse. Y eso no sólo servía para motivarlo, sino que lo obligaba a pensar bien qué palabras usar. Se me ocurren pocas formas mejores que esa para sumar herramientas literarias.

-La verdad es que este grupo funciona bastante mal, no se juntan nunca y siempre se quejan de todo –les remarqué anteayer a Brenda y Sofía en la Escuela 37 de Lomas-. Pero ustedes vinieron a la reunión un día de lluvia a las ocho de la mañana. ¡Son unas genias!

Hace bastante quería escribir sobre el doctor Moldes, pero lo hago justo hoy, minutos después de una derrota de Racing: 1-3 contra Lanús en Avellaneda. ¿Qué tiene que ver esto? Que pensé en él durante el retorno hasta mi casa. Intenté pensar como él para aliviarme.

-Sí, perdimos otra vez y el árbitro nos afanó de nuevo, Martincito –imaginé su voz en mi cabeza-. ¡Pero qué golazo hizo Centurión! ¡Cuánta gente fue a la cancha! ¡Qué noble es ser de Racing, Martincito, qué noble!

Después me acomodé los anteojos y, la verdad, me sentí menos triste.

Si este mundo tuviera muchos Juan Antonio Moldes –pienso ahora- no harían falta antidepresivos, interconsultas médicas ni renuncias de directores técnicos. Yo no sé qué será de su vida, de hecho ni siquiera sé si está vivo, pero si alguno de ustedes lo conoce o se atiende con él, le pido que la próxima vez que lo vea le dé un abrazo sentido y lleno de cariño. Y no le digan que es de mi parte, eh, nada de eso: díganle que es de parte de la humanidad. 

jueves, 17 de julio de 2014

Hoy maté al Piojo López

Por Martín Estévez

Debería tener las manos manchadas con sangre, pero ni eso. Nunca pensé que iba a poder hacerlo, pero lo hice. Acabo de matar a una persona. Y no a cualquier persona. Acabo de matar a alguien a quien adoré. Me siento Mark Chapman, el fanático enloquecido que asesinó a John Lennon. Lo hice, lo hice, por fin lo hice. Y sé por qué lo hice. Que Dios me perdone: acabo de matar al Piojo López.

Para los que no lo saben, antes de morir el tipo jugó a la pelota. Bastante bien. Me hice fanático suyo en 1996. Él llevaba casi cuatro años en Racing, pero en el 96 la rompió. En Racing y en la selección. Y se fue. Se fue de una manera exageradamente memorable: tenía que mudarse a España para jugar en su nuevo club, pero le-pidió-por-favor-dale-dale-dale-dejame al presidente del Valencia, le rogó que le permitiera volver a Avellaneda un ratito más, un partido más, porque Racing jugaba contra el Boca de Maradona y él no podía irse así, con la triste derrota que había sufrido contra Newell’s un mes antes.

Se fue de una manera exageradamente memorable porque metió un gol sobre el final y Racing ganó 1-0, y Boca y Maradona y Caniggia se quedaron sin campeonato, y él se subió al arco y saludó a todos llorando, moviendo las manecitas, y de ahí se fue directo a tomarse un avión que lo mantendría una década lejos.

Todo eso me hizo mal. Tocó una parte frágil de mi cerebro. Me conmocionó. Comencé a seguir su carrera con una intensidad injustificada. Yo tenía 12 años, estaba en 7º grado, y antes de que mis compañeros sugirieran un distintivo de egresados (esos dibujos plastificados que se colgaban los que terminaban la primaria), dejé en claro que no iba a usar otra cosa durante el año que una foto del Piojo enganchada en mi ropa. Se ve que en el colegio ya me sabían peligroso, porque nadie me lo cuestionó.

Miren la foto que está ahí arriba y díganme, con una mano en el corazón, si no les da una mezcla de pena y pánico: miren mi obesidad creciente, el buzo que parece un mantel, la mirada perdida observando con desdén al fotógrafo de turno. Quisiera que nunca nadie hubiera visto esta foto que me humilla; pero si no la hubieran visto, jamás entenderían por qué lo acabo de matar. Miren: yo era ése de ahí. Ése.

Los que me conocen (los que creían conocerme antes de lo que acabo de hacer) ya lo saben: recortaba cada noticia suya y la pegaba delicadamente en un libro de actas, negro y de tapa dura, en el que obsesivamente detallaba sus estadísticas, sus momentos memorables, su forma de respirar. Cuando yo jugaba a la pelota, me negaba a pegarle con mi pierna hábil, la derecha: quería ser zurdo como él.

Jugó en España, en Italia, en México. Jugó dos Mundiales, también. Jugó 812 partidos en su carrera. Lo sé porque los conté. Lo sé porque los tengo en el libro de actas negro y de tapa dura. Lo sé porque los tengo en una libretita que computa sus partidos, goles, calificaciones recibidas y su promedio de gol. Lo sé porque figuran en el blog que creé en su homenaje, y al que perfeccioné durante dos años.

Lo más demencial que hice ya lo conté en este blog: durante su etapa en México, cuando yo ya era una persona grande que trabajaba y tenía barba, sus goles sólo podía verlos a las dos de la mañana en un programa llamado ESPN Report. Y como yo tenía (tenía) que grabar todos sus goles, estaba entre las 2 y las 3 de la mañana despierto, con el control de la videograbadora en la mano, esperando, si había suerte, que anunciaran los goles argentinos en el exterior. Muchas veces no los pasaban, y yo me quedaba angustiado pensando que ese gol quedaría para siempre en el olvido, que yo no lo había registrado, que la vida era un poco más triste.

Tuve las camisetas de sus clubes, las medias de sus clubes, me hice remeras con sus fotos, practiqué la tonada cordobesa: todas las estupideces que hacen las adolescentes enamoradas de un cantante de pop barato. El problema era que yo crecía, que mis obligaciones aumentaban, pero cada partido suyo igual detenía el mundo, me obligaba a verlo, o a seguirlo por internet, o a imaginarlo.

En febrero de 2007, tanto tiempo después de su despedida, anunció que volvía a Racing. Lo había prometido. Yo lloraba, pero no de emoción: horas antes (se los juro, horas antes), mi primera novia me había dejado para siempre. Nunca había estado tan triste como cuando fui a la conferencia de prensa a ver un sueño cumplirse, y ese sueño no me importaba nada.

Jugó un año en Racing y se fue a terminar su carrera a Estados Unidos. ¡A Estados Unidos! Y lo seguí, claro. Me hice hincha de equipos ridículos como Kansas City Wizards o Colorado Rapids. Grité en diferido su último gol: fue cuando apareció “López: ¡goal!” en la página de internet de Colorado durante una serie de penales. Ni siquiera salió en el diario al otro día: no le importaba a nadie.

Eso fue hace ya cuatro años: se retiró en 2010. En todo aquel tiempo, lo conocí, me saqué una foto con él, le hice una bandera, lo entrevisté por teléfono, le conté que lo admiraba y me dijo: “No te hubieras molestado en decir palabras tan lindas”. En todo aquel tiempo, crecí y me obsesioné con los recortes, con las cronologías, con completar todas las cosas que se pudieran completar. Me obsesioné con el pasado.

Hoy decidí terminar con todo eso. Me siento ridículo subiendo al facebook fotos de un tipo que ya no juega. Me siento anacrónico, antiguo, me siento gastado. Ese Martín, el que a las 2:51 de la mañana sufría porque quedaban nueve minutos de chances para grabar el gol al Cruz Azul, ya no existe más. Ese gordito triste de la foto es un poco parte de mí, pero ya no soy yo.

Sé que cuando subo una foto del Piojo López doy una imagen como la de Gaby cuando escucha Xuxa, la de Tati cuando insiste en juntar a sus compañeros de la primaria, la de Juanca guardando discos de los Beatles sin abrir. Parece que viene de familia esto de aferrarse al pasado aunque el pasado no nos haga bien, aunque nos detenga en un lugar donde no queremos detenernos, aunque no nos haga felices.

Así que lo hago un poco por mí, y un poco por ellos. Y un poco por todos los que estamos detenidos en momentos de nuestras vidas que nos marcaron. Salgamos de ahí. Huyamos. Vivamos.

No es un día cualquiera ni un momento cualquiera. Hoy, justo hoy, Claudio López cumple 40 años. Y yo ya bailo alegre alrededor de los 30. Ya no escucho Los Chakales, ni me gusta la chica que me gustaba a los 12 años, ni me cocina Fanny. Ya no uso buzos que parecen un mantel, ni grabo goles ajenos, ni quiero ser el más y mejor fanático de nadie.

Soy éste que soy ahora, y éste no quiere seguir escribiendo sobre partidos viejos, actualizando blogs de deportistas retirados, perdiendo el tiempo en otros porque me da miedo arriesgar ese tiempo estando conmigo.

Hoy, 17 de julio de 2014, declaro oficialmente mi independencia del Piojo López, de sus goles grabados en video, de sus recortes, de sus noticias, de las notas que le hagan. Me declaro libre del que fui a los 12 años, del que vivía a través de los demás, del que tenía (tenía) que hacer cosas sin saber por qué las hacía.

Elimino a su fantasma. Me lo saco de encima, lo borro de mi presente, nunca más será una obligación para mí. No más blog, no más recortes, no más estadísticas. No más fanatismos absurdos. Por fin, por fin puedo, por fin no duele, por fin aprendí. Por fin puedo desencadenarme, cortarlo en pedacitos, puedo agarrar el diario con su última carrera (porque ahora es piloto de autos) y destrozar las páginas con mis dientes, sin siquiera preocuparme por el puesto en que terminó. Escucho las sirenas de mi inconciente, los pasos de los guardiacárceles de mi pasado, pero vengan a buscarme, hagan lo que quieran de mí: no me importa, no me arrepiento. Hoy, hoy carajo, por fin y para siempre: hoy maté al Piojo López.