Pensaba vivir para siempre en la casona
de Oliden donde crecí. Con mi primo Matías incluso teníamos dividida la casa:
él en la planta alta y yo abajo. Pero los años pasan, a veces cambiamos y
nuestros sueños también cambian. Después soñé otra casita con pasto para cortar
y una novia que aceptara convivir con mis campañas de Racing y mis 5.500 historietas.
Pero los años pasan, a veces cambiamos y nuestras novias también cambian.
Recién a los 25 años asumí que era hora de irme de Oliden, de mi mamá, de mis abuelos, pero mi abuelo se fue antes: un cáncer se le agarró fuerte y se lo llevó de su casa, de nuestra casa, para siempre. Decidí quedarme un tiempo más para compartir ese profundísimo dolor con Fanny y con Tati.
Hoy tengo 27 años y del lugar en el que quiero vivir solo me importan dos cosas: que tenga un balconcito para tomar aire y no tener que alquilar jamás. Lo primero no es tan difícil, y para lo segundo vengo ahorrando desde los 17 años.
Desde chico me obsesionó la idea de no alquilar: me resultaba absurdo pagar todos los meses para vivir en algún lado. Llevo diez años juntando peso por peso, viviendo con austeridad extrema para ganarle a un sistema que me quiere inquilino.
Hace dos años me echaron de la revista Fox Sports y luché una indemnización que me acercó a mi objetivo, pero tampoco alcanzaba. Hasta que el año pasado, gracias a la recomendación de un amigo (dios te salve, Pablo Aro Geraldes) me contrataron de la revista El Gráfico. ¡4.400 pesos de sueldo mensual! Una fortuna inmensa que aumenta mis ahorros superlativamente: ya tengo la mitad de la plata que cuesta un departamento.
Voy a pedir un préstamo al banco para pagar el otro 50% y devolverlo en cómodas cuotas durante diez o veinte años. Todo va bien y empiezo a ver departamentos con balcón. Mi parte soberbia se enorgullece de haberlo logrado sin pedirle un peso a nadie.
Pero ¡ay!: desde el banco me responden que, como tengo poca antigüedad en mi trabajo, no me darán ningún préstamo. ¡Es una burocracia absurda! Averiguo, averiguo y no hay caso: tengo que esperar al menos tres años para que la computadorita de un banco de mierda determine que sí puedo tener casa propia.
Así, como si nada, se me rompió la ilusión. ¿Y ahora qué?, pienso una noche en mi piecita de Oliden, cuando entra Tati y me dice:
–Negrito, escuchame… Averigüé y puedo conseguir que te presten esa plata, pero está difícil: hay que devolver la plata y todos los intereses en tres años. No hay más tiempo que eso. Más no puedo hacer.
–Pero… ¿cómo lo conseguiste?
–No te preocupes por eso –dice Tati, y me la imagino durante un segundo como la reina de la mafia bonaerense, moviendo contactos–. El tema es… ¿vas a poder pagarlo?
Hacemos cuentas, rápido: tengo que pagar 4.000 pesos por mes durante 36 meses. Mi enorme sueldo de 4.400 quedaría reducido a 400 pesos por mes.
–Decí que sí, aceptá el préstamo –le respondo sin dudar.
–Pero Martín… ¿cómo vas a vivir con 400 pesos por mes?
–No te preocupes por eso. La plata va a estar –le digo, y Tati me imagina durante un segundo comiendo pasto todo el día en un departamento.
Consiguiendo ese préstamo y todo, descubro que la plata no alcanza para un departamento con balcón. Se van agregando gastos y gastos de todos lados. Bajo mis pretensiones y encuentro 28 metros cuadrados con dos ventanas grandes que serán suficientes para empezar otra etapa de mi vida.
Llegó el día de juntar la plata, llevarla a la escribanía, firmar. De no alquilar nunca jamás. Mi niño interior me felicita por haberlo logrado. Pero nunca nadie nos explica nada y de golpe hay más honorarios, certificaciones y no sé qué. Sumo, sumo y ni siquiera diez años de ahorros más un préstamo impagable más olvidarme de tener balcón alcanzan. Me falta una fortuna: 8.400 pesos.
Si no consigo la plata en 24 horas se cae todo e incluso voy a perder la seña que ya pagué. Se me ponen los ojos llorosos, pero no me caen las lágrimas. Tengo rabia. Por primera vez entiendo que esos diez años de ahorro y paciencia fueron una pelotudez inmensa. Que el sistema siempre gana.
–Los tengo, Martín.
–¿Qué?
–Tengo esa plata, Martín. Mis ahorros –me dice Tati.
–No, Tati. No. Es tuyo. En serio. Además no te lo voy a poder devolver hasta dentro de tres años, con suerte. Me quedan 400 pesos por mes. No.
–Pero después vemos, negrito, mirá, si vos…
–¡Pará! ¡Sí, sí puedo! ¡El aguinaldo, Tati! El de junio y el de diciembre. En apenas 6 meses te puedo devolver todo! ¡Y hasta me sobran 400 pesos! ¡El aguinaldo, Tatita!
Y nos abrazamos. Y le agradezco.
Vamos juntos, firmamos muchos papeles, saludo a los viejos dueños del departamento. Es día de semana: Tati se tiene que ir urgente a trabajar, y yo también debería. Pero me dan las llaves y estoy a solo algunas cuadras. No me puedo resistir: voy caminando rápido, subo escaleras y entro por primera vez a mi departamentito, a mi casa, a mi nuevo hogar.
Sin soberbia porque no pude solo: me ayudaron Tati y miles de obreras y obreros que lucharon por el aguinaldo entre 1910 y 1946. Tampoco tengo balcón, ni nada de nada: todo está vacío, blanco, un mundo nuevo que tengo que empezar a llenar de cero. Lloro tirado en el suelo, salto, miro por las ventanas, entra aire puro. Meto la mano en un bolsillo y encuentro un pumita chiquito de plástico que me guardé hace unos días, cuando había ayudado a una amiga a mudarse.
Entonces antes de irme, dejo al pumita parado arriba de lo único que hay: el portero eléctrico. Pero quiero que esta casa tenga algo mío desde ahora mismo. No sé cómo voy a vivir con 400 pesos por mes ni qué pasará en los próximos años, pero hoy mi vida, otra vez, cambia para siempre. Hoy conseguí el lugar en el que voy a vivir quién sabe cuánto tiempo.
Hoy, 21 de junio de 2011, no tengo ni idea de que, 12 años después, el pumita de plástico seguirá acá y que cada vez que lo vea recordaré, emocionado, que este día existió.