jueves, 27 de septiembre de 2018

Soy rasca

Por Martín Estévez 

Fue en 2006. Casi ni nos conocíamos, pero nos tocó almorzar juntos. Pablo (no diré que su apellido es Aro Geraldes para preservar su intimidad) y yo teníamos trabajo estable, plata en los bolsillos, pocas urgencias; era tal vez el mejor momento económico de nuestras vidas. Nos dieron el menú del restaurante, lo abrí y enseguida supe lo que quería: era irresistible. No sabía si pedirlo o no, porque tenía miedo de que Pablo me mirara raro. Para disimular, empecé por la comida: 

–Te pidooo… Tira de asado con papas fritas, por favor –le dije al mozo fingiendo que no estaba nervioso. 

–Yo quiero un bife de chorizo, también con fritas –pidió Pablo. 

El mozo anotó. Yo sentía que llegaba el momento clave y me decidí: lo iba a pedir fuera como fuera. No podía dejarlo pasar. 

–¿Y para tomar? –preguntó el mozo. 

–¡Un vaso de soda! –grité yo y gritó Pablo, los dos al mismo tiempo, formando un coro que reveló algo maravilloso: él también era rasca.


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Que ni se les ocurra confundirme con un codicioso, un avaro o un egoísta. No soy nada de eso. Soy simplemente rasca. 

Rasca no es el que gasta poca plata para guardarla o invertirla: es el que siente un inmenso, delicioso placer al hacer compras baratas, al conseguir a 30 algo que valía 70, al comprar cuatro paquetes de 250 gramos porque sumados valen menos que el de un kilo. 

Me encanta caminar 30 cuadras hasta una panadería que vende la docena de facturas a $10 menos que la que está a la vuelta de mi casa. Disfruto pasando horas en kiosquitos que ofrece golosinas al por mayor pensando en cuál me sale menos por unidad. 

Amo los restaurantes que tienen gaseosa de dos litros, pero más amo que te vendan un vaso de soda a un precio casi inexistente, más amo tomar esa soda de a poco para no tener que pedir otra, más amo gastar en un almuerzo con entrada y postre lo mismo que otras personas gastan en una coca y un alfajor. 

¿Por qué digo que no soy avaro o codicioso? Porque no lo hago por la plata. Si vamos a comer catorce personas, y todas piden mariscos y champagne, me gusta dividir la cuenta por igual. Eso sí: yo seguro pediré tortilla de acelga con agua mineral, para gastar menos.

No necesito plata: necesito el dulce éxtasis de encontrar ofertas, necesito el milagro de la rebaja, necesito la hazaña de regatearle pesitos a una multinacional. 

Cada noche, cuando me acuesto, repaso en silencio mis mejores momentos: los 14 alfajores Suschen a $0,89 (¡menos de 7 centavos cada uno!) en 2002; el sánguche de tortilla de papas a $15 en 2009; que me arreglen la rueda de la bicicleta por $25 en 2017. ¡Ay, qué orgasmos, carajo! 

Y agrego algo más (esta es la parte en la que todos piensan que miento aunque diga la verdad): mi gusto por lo rasca me está alterando el cerebro. Es en serio, créanme. Justo antes de comer algo de oferta, de probarme una remera barata o de entrar a una pizzería de mala muerte, es como si mi mente dijera: “Esto te va a gustar”. 

Parece increíble, pero les juro que me terminan encantando las empanadas de $9, el helado de Grido, andar en bicicleta, la Pritty lima-limón, las canchas de paddle rotas, la pizza de Ugi’s, las mandarinas, los turrones después de Navidad, bañarme con jabón blanco, los chizitos sueltos. No es chiste: mi cerebro me hace creer que el chocolate Hamlet no tiene grandes diferencias con el Milka; siento que el desodorante Axe no me dura tanto como el Etiquet; las vacaciones en Humahuaca, en una casa de familia, me gustan mil veces más que en un hotel cuatro estrellas de Río de Janeiro. 

Me sentía un poco solo en el mundo hasta que con Pablo vimos el precio del vaso con soda. Desde entonces, nuestra relación no se basó en charlar, en trabajar juntos, en cuidarlo cuando sufre síncopes ni en que me enseñe detalles de países absurdos: creció gracias a porciones compartidas, a sobrecitos de azúcar gratis, a estrategias sobre cómo potenciar la austeridad hasta extremos sin sentido. 

Ya los escucho cuchichear a ustedes, los que están leyendo. “Este en realidad es una rata, un amarrete”, deben andar pensando. Por eso les contaré nuestra obra magna, que debería figurar en el manual del buen rasca. Ojalá Pablo recuerde esa noche. 

Eran más de las once, teníamos hambre, entramos al lugar menos ostentoso que encontramos. Miramos la carta, calculamos $75 cada uno por la comida y $35 cada uno por las gaseosas (no había grande). Total: $220. Podíamos gastar eso sin problemas, pero sentimos que la sangre rasca hervía en nuestras venas. 

La pizza grande estaba $110, era un buen ahorro, pero encontramos algo mejor: porciones de pizza a $12 cada una (muzzarella, obvio). Pedimos cinco, dos y media para cada uno. Nuestro total descendía a $130, pero no nos conformamos. 

La moza iba y venía esperando que pidiéramos, pero nosotros seguimos buscándole la vuelta al asunto. Pablo encontró, en un rinconcito del menú, “pingüino de moscato”. Me explicó que era un vino medio raro, en una jarra medio rara, pero valía $45 y, si pedíamos mucho hielo, duraría toda la cena. Accedí sin dudarlo. 

Comimos y tomamos por $105 y, desde ese momento, me volví fanático del moscato: me parece la mejor bebida alcohólica del planeta. Siempre tengo uno en casita para los jueves a la noche. 

Después de terminar la quinta porción, quedamos tan contentos que pedimos otro moscato y terminamos medio borrachos, hablando de cuando nos conocimos en la revista Fox Sports, de todos los trabajos que él me consiguió, de equipos de fútbol africanos, de Dolina, de cómo nos duele a veces la vida. 

Ya no quedaba nadie, la moza nos puso cara de “por-favor-váyanse-así-cierro”. Pagamos, Pablo se escondió tres sobrecitos de azúcar en el bolsillo y, antes de irnos, puso 10 pesos de propina y yo puse otros 10. 

Amagamos con salir, abrimos la puerta de vidrio, pero él volvió y puso 10 más. Y yo puse otros 10. Después él puso 5, y yo puse otros 10. Nos miramos con intensidad. Sin emitir palabras, empezamos a sacar lo que teníamos de los bolsillos, apoyamos todo lo que pudimos sobre la mesa. Y al final lo contamos, para estar seguros de lo que estábamos haciendo: dejamos $137 de propina. Entonces sí, salimos a la calle. 

Dormiríamos en su departamento, que estaba a unas 25 cuadras. Me acuerdo bien: hacía frío, lloviznaba un poco. Nos sentíamos algo mareados, sonreíamos. Y empezó a llover un poco más.  

–Vayamos caminando –me dijo Pablo– así nos ahorramos la guita del colectivo.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Me cago en mis promesas

Por Martín Estévez

Tengo una costumbre de mierda: prometer cuando estoy sensible. “Quedate tranquila que yo lo arreglo”, “La semana que viene voy seguro”, “Lo guardo hasta que haga falta” y “Te voy a amar para siempre” son frases que suelo decir conmovido por algo que pasó en el mundo, pero que me terminan atando durante días, meses, siglos a promesas que después ni sé por qué hice y que me niego a olvidar (también sin saber por qué). 

Una de esas promesas se originó el miércoles 19 de julio de 2006. Yo escribía y corregía una revista llamada Fox Sports, en Palermo: un trabajo durísimo que me ocupaba buena parte de la vida. Una compañera del sector de administración, Sandra, se acercó temprano a la redacción y preguntó si a la tarde podían visitarnos su hijo y un amigo para que les contáramos “cómo era ser periodista”. 

“Ser periodista es una mierda”, pensé por dentro, antes de darme cuenta de que mis compañeros se hacían los boludos y miraban para otro lado. “Justo tengo una nota”, “me voy temprano”, “conmigo se van a aburrir”, fue el coro de excusas. Vi la cara de derrota de Sandra y no pude evitarlo: 

–Yo recién empiezo en esto del periodismo –le dije–. Pero no tengo problemas en estar un rato con ellos. 

Desde entonces fui su favorito, pero me metí en un quilombo grande. 

Su hijo Maxi y el amigo de él, Lautaro, tenían 11 años y resultaron bastante simpáticos. A mí, cualquier cosa me parecía mejor que corregir revistas que se publicaban en El Salvador, así que les armé un show en el que el periodismo era la pasión misma e imagino (porque ahora haría lo mismo) que armamos una nota en la que ellos eran protagonistas. Fin del asunto. 

¿Cuál es el gran problema, entonces? Que, seis años después, me llegó este mail de Lautaro:


Yo atravesaba un momento sensible y su mensaje me conmovió. Recordé los ojos del pequeño Lautaro y le dije que sí, que claro, que contara conmigo para lo que fuera. Y pisé el palito, como siempre: le prometí que nos juntaríamos personalmente a conversar. ¿Por qué hiciste eso, Martín? ¡¿Por quéee?! 

Ya pasaron seis años desde aquel mail. Seis años en los que presentí que no podría cumplir la promesa; pero, en vez de confesarlo, la seguí alimentando: saludaba a Lautaro por facebook en su cumpleaños, les daba MG a sus publicaciones y anotaba su nombre en mi lista de “cosas pendientes”. Me mentía a mí mismo. 

Hasta ahora había podido cumplir todas mis promesas, pero me doy cuenta de que tal vez no pueda seguir haciéndolo. Que es verdad que nuestra palabra es importante, pero eso no significa que haya que viajar durante horas para ver a un desconocido y conversarle sobre no-sé-qué-cosa solamente para dormir tranquilo, solamente para poder decir “no traicioné a nadie”. 

Y también sé, lo asumo, que ser capaz de romper una promesa es ser capaz de romperlas todas. Yo prometí visitar a Fanny hasta que alguno deje de respirar; prometí no pegarle a una puerta nunca más; prometí no hacer nada injusto por plata; prometí no olvidar a las mujeres que amé para siempre… ¿Seré capaz de romper también esas? 

Dirán que no son comparables, pero la promesa que le hice a Lautaro valía exactamente lo mismo que todas, porque todas son una, todas son mi palabra, todas son lo que prometí ser. Y me duele, pero mucho peor que no cumplir una promesa sería no asumir que no la vamos a cumplir. 

Así que escribo este texto para pedirle perdón a Lautaro por haberlo hecho esperar en vano durante doce años. Y confesar, ante todos los que están leyendo, que hoy ya no sé si es posible amar siempre lo imprevisible, encapricharnos con nuestras promesas, hacer lo que creemos justo aunque nos duela como la mierda. 

Durante seis años quise escribirle a Lautaro que no nos íbamos a ver nunca, que me arrepentía de lo que le dije, que me perdonara, o que no me perdonara, pero que yo no sabía, no tenía idea de qué decirle cuando lo viera, que tenía miedo de que fuera una mala persona y tener que caretear simpatía, o de que él pensara que yo era mala persona y me despreciara. Durante seis años quise decirle a Lautaro que ya soy un señor grande y que no es tan fácil dedicar tardes enteras a buscar historias, que me duelen los huesos, me duele la vida, Lautaro, que no te puedo aconsejar casi nada porque yo tampoco sé para dónde voy, que ya no sé qué es el periodismo, qué soy yo, que ya ni siquiera sé si soy ese pibe de anteojos, asustado, apático, sin sexo, explotado por malas personas que una tarde de 2006 mintió con fuerza para que ese chico de 11 años no supiera antes de tiempo que lo que le esperaba en la vida no eran periodismos brillantes y tardes de sueños, sino angustias brutales, explosiones de injusticias, alivios en el amor, pérdidas, imposibilidad de entender, enfermedades, mujeres que tal vez ya no nos amen y también otra clase de mentiras, las compartidas, porque las mentiras compartidas entre personas que se aman son siempre un poco verdad. 

Pero no me animé, no me animé nunca a escribirle, estuve años escondiéndome como un imbécil, como un injusto, como esto que soy. Angustiado, angustiadísimo por todo aquello que me persigue, doce años después, exactamente doce años después de la primera vez que nos vimos, el 19 de julio de 2018, no aguanté más tanto silencio, tanta cobardía y tuve que admitirlo todo. Fui a su casa, toqué su puerta y se lo dije: las promesas, Lautaro, están hechas para cumplirlas.


miércoles, 18 de julio de 2018

Homenaje en vida

Por Martín Estévez 

Me hincho soberanamente los huevos cuando se muere un famoso y todo el mundo se convierte en su fanático. En los últimos años lo sufrí con Spinetta (2012), Gustavo Cerati (2014) y Eduardo Galeano (2015). Centenas de personas a las que jamás en la puta vida les oí nombrarlos, comenzaron a poner frases de sus canciones, partes de sus textos o hasta fotos diciendo “te vamos a extrañar”. ¡No van a extrañar una mierda, mentirosos del infierno! ¡Están careteando para quedar bien! Usar un cadáver para ganar popularidad es lo más bajo que se me ocurre. Perdonen las malas palabras, pero este tema me pone loco. 

Entiendo que, algunas veces, homenajear a nuestros muertos sirve como un legado futuro. Recordar todo el tiempo a Luciano Arruga, Norma Plá, Darío Santillán o Anahí Benítez me parece bien, porque nos enseña el camino hacia un sistema más justo. Pero rondar las redes sociales como buitres, esperando que muera un famoso para buscar sus frases en Google y pegarlas en nuestro muro, eso directamente nos denigra como especie. 

Redoblo la apuesta: no sólo me enojo con los que elogian hipócritamente a los recién muertos, sino con los que realmente admiraban a Cerati, Galeano o a quien sea, y no lo dijeron a tiempo. ¡Había que abrazarlos, mandarles cartas y homenajearlos cuando estaban vivos! ¡Ahora ya no sirve para nada! A Spinetta, lamento decirles, no le hace feliz que se hagan un tatuaje con su cara… ¡porque ya se murió! 

Y todo esto, claro, lo traslado a nuestra vida cercana, íntima, familiar. ¡Cuántas, cuántas miles de veces nos quedamos con cosas por decir cuando se muere alguien! “Me hubiera gustado decirte que…” es una proclama de nuestra cobardía, nuestra torpeza, nuestros más grandes errores. ¡Hablemos ahora, carajo! ¡Hablemos antes de que la gente se muera! 

Yo empecé la Campaña Mundial de Homenajes en Vida (CMHV) el 18 de diciembre de 2005. Ese día, mi abuelo Víctor cumplió 80 años y decidí contar su historia para conocerlo, para compartirla y para decirle cuando todavía me podía escuchar: “Te quiero tanto, gordito hermoso”. 

Desde entonces no hago más que perseguir personas vivas para gritar a tiempo lo que pienso de ellas. ¡Me aterra pensar que se mueran antes de oírlo! Mis blogs están llenos de homenajes a seres que todavía respiran, comen postre y cantan. Cuando alguien muera, no quiero pensar “me hubiera gustado decirte que…”. 

Si los homenajes a los muertos nos dejan sabor gris, sensación de vacío, los homenajes en vida generan lo contrario: nos acercan a los que amamos y resignifican su existencia cuando todavía nos queda tiempo para abrazarlos o insultarlos. Hablar durante tres tardes con Víctor sirvió para que él supiera, durante los últimos cuatro años de su vida, cuánto lo quería. Estoy seguro de que eso lo hizo feliz. 

Homenajear a un muerto no es un riesgo: podemos decir que Galeano fue un héroe o nuestra bisabuela una genia porque ya no pueden decepcionarnos ni arruinarlo todo. Los homenajes en vida, en cambio, son para valientes: por ahí le hacemos un monumento a alguien que, poco después, comete una injusticia aberrante que humilla nuestra admiración. Pero, como dice Alejandro Dolina, poner las manos en el fuego por alguien sólo tiene valor si sabemos que podemos quemarnos. 

Por eso, quiero seguir hablando y hablando de Dolina y de todos los vivos a los que admiro. No quiero esperar a que Vanesa Orieta, Hernán Casciari, Nora Cortiñas, Braian Toledo, Marcelo Bielsa o mi abuela Fanny se mueran para hablar maravillas de ellas y ellos. Hay que hacerlo antes. Hay que hacerlo ahora. Hay que hacerlo ya. 

Propongo que todos se sumen a la Campaña Mundial de Homenajes en Vida y cuenten, ahora mismo y todos los días, a quién adoran, a quién aman, a quién admiran. Háganlo para que esas personas se enteren y sean felices. Para que los demás los conozcamos y vayamos a abrazarlos. ¡Homenajeemos en vida, carajo! 

Yo mismo quisiera que cierren el pico cuando me muera. Las personas que jamás dijeron algo bueno de mí, no me felicitaron, no anotaron frases mías en sus cuadernos, no me regalaron parte de su tiempo, no tienen el más mínimo derecho a elogiarme cuando ya no esté. 

Incluso si existiera algo después de la muerte, no pienso volver a la Tierra a escuchar lo que dicen de mí: quiero saberlo ahora. Y no sólo yo: todos queremos saberlo ahora. Queremos saberlo vivos. 

Estoy haciendo un listado de personas que me homenajearon. Sólo ellos, cuando muera, podrán levantar la voz, clamar verdades, amarme sin culpas. Sólo ellos dormirán tranquilos porque, cuando me vieron sufrir, no se quedaron en silencio pensando “algún día le voy a decir que…”. 

Y para demostrar que me tomo la campaña mundial en serio, me la juego: a los que cuenten ahora qué dirían sobre mí el día de mi muerte, les diré lo que yo diría sobre ellos. Porque homenajes hay muchos, es cierto. Pero los homenajes de verdad, los importantes, los justicieros, los que cambian el mundo, señoras y señores, se hacen en vida.

viernes, 15 de junio de 2018

Choriplanero, tibio y globoludo

Por Martín Estévez 

Este texto será buen argumento para que los macristas me digan “choriplanero”, los revolucionarios me acusen de “tibio”, los kirchneristas me apoden “globoludo” y los apolíticos repitan que “gobierne quien gobierne, tengo que trabajar todos los días” (desconociendo que gracias a luchas sociales tienen uno o dos días de descanso por semana). Se los advierto desde el principio, como para que vayan frotándose las manos antes de destrozarme. 

Desarrollaré acá apenas dos ideas: inventaré el término “decisionista” y afirmaré que nada le hace peor a una ideología que sus propios fanáticos. O sea: que para el kirchnerismo no hay nada peor que un kirchnerista, y etcétera. Y después saldré corriendo para que no me fajen.


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El 15 de diciembre de 2005 a la mañana, yo era un vago de 21 años que estaba en el fondo de casa, metido en la pileta porque no tenía otra cosa que hacer. Mi tía Elvira, como siempre, había puesto Radio Mitre a todo lo que da. De pronto, ella, Gaby y yo escuchamos una conferencia en la que el presidente Néstor Kirchner decía: 

“En el día de la fecha hemos tomado las decisiones institucionales… que nos permitirán destinar nuestras reservas de libre disponibilidad… al pago de la deuda total con el Fondo Monetario Internacional…”. 

Oímos también aplausos y, de pronto, Elvi se puso a llorar. Fue la segunda vez que la vi lagrimear por una decisión gubernamental: la primera había sido cuando Menem terminó con el servicio militar obligatorio. 

–¿Por qué llorás? –le preguntó Gaby. 

–Porque por fin este país va a salir adelante… No sabés cuánto hace que venimos sufriendo para pagar esa deuda, un año, otro año, y no se terminaba nunca… Ay, qué alegría… 

Y siguió llorando. 

Trece años después, no conozco a nadie más antikirchnerista que Elvi. Es probable que si le pregunto por aquella mañana, la haya borrado de su memoria. Y si se la recuerdo, dirá: “No sé para qué pagaron la deuda, si después se robaron todo”. 

No es esto una crítica contra el gobierno de Kirchner ni contra mi tía, sino la historia (una de tantas) que da pie a una pregunta: reconocer que un gobierno que no nos gusta tomó una buena decisión, ¿es contradictorio con lo que pensamos? Y si lo hacemos, ¿estamos “beneficiando al enemigo”?

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Está difícil hablar de política sin generar enojos, sin que nos bloqueen de una red social, sin que un desconocido crea que somos amigos por apoyar una idea. Hay muchas personas olfateando, como perros de presa, si somos kirchneristas, macristas o cualquier-cosa-istas para saltarnos a la yugular y acusarnos de cosas horribles. 

Voy a aclarar rápidamente mi posición política para que no pierdan energías descubriendo un secreto que no existe. 

Por una parte, me parecen injustos y peligrosos los partidos políticos. Injustos, porque el poder en ellos no está distribuido: algunos mandan, otros obedecen. Peligrosos, por lo mismo: si las decisiones dependen de pocas personas (¡a veces de una sola!), las posibilidades de error aumentan. Y un error, a nivel gubernamental, puede generar sufrimiento, dolor, muertes. 

Prefiero (y formo parte de) organizaciones sociales que toman decisiones en asambleas donde las opiniones de todos valen por igual (esto disminuye la posibilidad de cometer errores) y que no apuestan a llegar a la presidencia, sino que trabajan por fuera del “sistema electoral” para generar modificaciones estructurales en barrios, localidades y provincias. 

Sin embargo (esta es la parte donde los revolucionarios me pueden considerar “tibio”) considero que no todos los partidos políticos son igual de malos; y que el voto es una importante herramienta que tenemos para luchar contra lo que creemos injusto. 

Por eso, en este texto haré dos propuestas: primero, a quienes gustan de los partidos políticos; y, luego, a los que no. Quédense: hay para todos.

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¿Por qué un kirchnerista es malo para el kirchnerismo? 

Porque los partidos políticos, por definición, necesitan crecer para sobrevivir. Crecer significa que personas que antes no apoyaban a ese partido comiencen a hacerlo. 

La mayoría de quienes se autodefinen “kirchneristas”, “macristas” o “lo-que-sea-istas” no son útiles para esa función por dos motivos: porque suelen estar más enfocados en demostrar su pertenencia que en convencer a los que piensan distinto; y porque al mostrar con vehemencia su afiliación hacia un partido pierden credibilidad. 

Les guste o no, que yo venga y diga: “Soy del Frente de Izquierda y quiero decirle que Nicolás del Caño es la mejor opción para presidente” da mucho menos resultado que decir “yo no estoy ni con uno ni con otro, pero la verdad que este chico Del Caño habla muy bien y, cuando dice algo, lo cumple”. 

¿Les estoy aconsejando a kirchneristas y macristas que si quieren favorecer a su partido deben ocultar su afiliación? ¡Sí, señoras y señores! ¡Exactamente! No se trata de avergonzarse de lo que son: se trata de estrategia para favorecer a su partido. Piensen ustedes mismos: ¿qué da más resultado? ¿Un kirchnerista criticando al macrismo; o alguien que dice “con el kirchnerismo tengo mis diferencias, pero lo que está haciendo el macrismo es mucho peor”? ¿Se entiende? 

Y ni hablar de aquellos que presentan “argumentos” en favor de su partido acompañados de términos como “la década ganada”, “el mejor equipo de los últimos cincuenta años”, “gobierno nacional y popular”, “sinceramiento y transparencia” o, en los peores casos, “globoludo”, “choriplanero”, “facho” o “negro de mierda”. 

Al leer esas cosas, yo (y muchísimas personas) lo que más deseamos en el mundo es estar lo más lejos posible del partido que esa persona defiende. A mí me gustó la reestatización de YPF, pero si alguien la explica diciendo “para vos, globoludo, gato”, me dan ganas de oponerme sólo para no darle la razón. 

“Gorila”, “dinosaurio”, “feminazi”, “kuka”, “fascista”… Todas esas palabras anulan la posibilidad de cambiar el pensamiento de alguien. Y así, el kirchnerista o macrista fanático de sí mismo termina perjudicando a su partido. 

Si te gusta un espacio político por sus ideas, no se las repitas a los que se las saben de memoria: llevalas a territorio ajeno, robale fuerzas al que se opone. ¡Sé estratégico, escondé un rato tu bandera y convencé con argumentos, carajo!

Ay, me calenté para la mierda.


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Y los que no estamos de acuerdo con la política partidaria, ¿qué hacemos respecto a las acciones de los gobiernos?

Si no somos “kirchneristas”, “macristas” ni nada vinculado a un partido político, propongo que seamos “decisionistas”. Aprovechando nuestra libertad de opinión y cierta “neutralidad”, debatamos cada decisión gubernamental con total franqueza. No hace falta oponerse a todo, de ninguna manera. 

Seamos honestos por conveniencia: conseguiremos la confianza del otro y luego podremos comentarle por qué creemos en las organizaciones independientes y autogestivas. Por qué, aunque algunas decisiones de los partidos nos parezcan buenas o malas, consideramos que uno de los problemas es justamente el sistema partidario. 

Para poner un ejemplo práctico, arranco yo. Personas del mundo, aquí va toda mi tibieza: 

• me parece justo que el gobierno de Macri haya permitido el debate sobre el aborto, y me parece injusto que ordene golpear a personas que reclaman por sus derechos; 

• me parece justo que el gobierno de Cristina Fernández haya impulsado la Asignación Universal por Hijo, y me parece injusto que haya impulsado la Ley Antiterrorista; 

• me parece justo que las organizaciones sociales autogestivas decidan todo en asamblea, y me parece injusto que no le den al voto la importancia que merece; 

• me parece justo que los apolíticos desconfíen de la clase política, y me parece injusto que con su apatía sean cómplices de aberraciones criminales. 

¿Qué soy si digo todo esto? ¿Tibio, panqueque, choriplanero, globoludo, desclasado, anarquista, piquetero, imbécil? No: soy decisionista. Y también estratégico. Para cambiar de sociedad (y no sólo de gobierno) tenemos que ser muchas y muchos; y para llegar a serlo, tenemos que mostrar inteligencia, apertura mental y, sobre todo, honestidad. 

Si los que gustan de los partidos políticos tienen que mentir un poco más para sobrevivir, nosotros podemos permitirnos un camino más agradable: tenemos que decir más la verdad. 

Discutamos la suba de tarifas, la legalidad del aborto, la distribución de la riqueza, visibilicemos el hambre y el frío que pasan las personas que duermen en la calle sin sentirnos cancheros ni graciosos repartiendo insultos o chistes que minimicen las tragedias. 

“Macri gato” no es una realidad, una información ni un argumento convincente para nadie. “El gobierno de Macri ordena golpear y lanzar gases lacrimógenos a jubiladas que reclaman que no les aumenten más el gas”: esa es la realidad, esa es la información, ese es el argumento convincente. No seamos torpes: no reemplacemos la realidad por un apodo.

No tenemos derecho a aliviar el dolor que generan las injusticias compartiendo un meme en una red social; tenemos la obligación de aliviarlo informándonos y accionando para cambiar la realidad. Discutiendo y debatiendo, enfrentando o apoyando cada decisión que cada gobierno tome, sin prejuicios que nos aten y aceptando las contradicciones de los espacios a los que deseamos pertenecer. 

Un ejemplo de que este método funciona lo dieron en 2017 las 500.000 personas informadas (sin insultos ni fanatismos, con argumentos) que consiguieron anular la ley que liberaba a genocidas de la última dictadura. 

Otro ejemplo fueron las 700.000 mujeres informadas que consiguieron impulsar anteayer una ley que intenta finalizar con los abortos clandestinos. 

Sus ideas no incluían las consignas “Macri gato”, “no vuelven más” ni “son todos gorilas”: surgieron a partir de información recolectada, analizada y reconstruida por mujeres que se unieron bajo una consigna común. Mujeres orgullosamente feministas y, si se me permite a partir de ahora, mujeres “decisionistas”. Si queremos un mundo más justo, aprendamos de ellas.

viernes, 11 de mayo de 2018

Yo fui impotente

Por Martín Estévez

Escuché a muchas personas decir inmensas barbaridades, pero nunca a un hombre o a una mujer contar que no puede tener relaciones sexuales. Pronunciar “soy impotente” o “soy frígida” (o decir lo mismo evitando esas palabras de mierda) es muy difícil, es el infierno mismo en esta sociedad infernal. Casi todos preferimos contar que fuimos corruptos, que le pegamos a una vieja o que nos importan un carajo los demás antes que confesar que no se nos para el pene o no se nos lubrica la vagina.

Lo perverso no es que dos de cada tres personas tengan problemas sexuales, sino que el 80% de los casos de disfunción sexual (o, mal dicho, impotencia y frigidez) es estrictamente psicológico: cuerpos que funcionan bien a los que los nervios, la ansiedad, las malas experiencias, la presión los atan, los limitan, los censuran. Y aunque la solución más sencilla y directa es contar ese problema (como contamos que nos duele la cabeza o que nos salió un zarpullido en el pie), estamos obligados a callar, a guardarlo, a aumentar el sufrimiento embotellándolo dentro nuestro. 

Tengo mis teorías sobre por qué el placer sexual está mal visto, pero no quiero aburrirlos, sino hacer lo que suelo hacer en este blog: empezar a destrabar las puertas del infierno. Ser el primero en decir “soy impotente”.

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Mi pene siempre fue uno de mis grandes enemigos. Desde que tuve uso de razón hasta los 15 años, sufrí muchísimo por una extraña deformidad que tenía. Cuando lo solucioné viví sólo unos meses de calma, ya que a los 17 descubrí que era eyaculador precoz. Y cuando empecé a trabajar sobre eso, llegó el cachetazo final: la impotencia.

En el año 2005 tenía 21 años, y cuando mis únicos amigos (Pablo y Julia) me preguntaban por mi novia, respondía “de mi vida privada no hablo” y me hacía el superado. En realidad, de lo que no quería (no podía) hablar era de que llevábamos cuatro años en pareja y no disfrutábamos del sexo. Decenas, tal vez centenas de veces lo intentamos, siempre en el mismo lugar, siempre a la misma hora, siempre de la misma forma. Y aunque algunas veces terminábamos con menos angustia que otra, siempre, pero siempre estaba ahí la sombra negra de saber que no estábamos conformes, contentos, extasiados. Siempre cargamos una enorme frustración en la piel.

El doctor Juan Pablo Aguirre, que me soportaba desde hacía años, ya no sabía qué decirme.

–Es una cuestión de tranquilidad, de que se relajen –me explicaba–. Físicamente no tenés problemas. Si alguna vez tenés una erección, significa que siempre podés tenerla. Decime, ¿vos lo hablás con tu novia?


Y sí, doctor, lo hablábamos un montón, pero tal vez el problema no era cuánto hablarlo, sino cómo hablarlo. ¿Cómo hablar de algo que no sabíamos, que no entendíamos? ¿De cosas que no conversamos nunca con nuestras familias, en nuestra escuela ni con nuestros amigos? ¿Cómo aprender algo que nadie te enseña?

–Aunque no la necesites, tomate un cuarto de esta pastilla –me decía el bueno de Aguirre, y me daba 12,5 gramos de sildenafil, droga más conocida como Viagra–. Por ahí te sirve para empezar más tranquilo. 

Pero no: mi cerebro ya tenía demasiados años de frustración encima y no me permitía nada. Ni relajarme para que fluyera sangre del cerebro hacia abajo, ni pensar que el sexo no tenía que estar únicamente ligado a la genitalidad, a un pene entrando en una vagina. Yo no entendía que eso no era el principio del camino: era apenas un posible final. 

Cuanto más tiempo pasaba, más crecía el fantasma y más lejana parecía la solución. Por ese motivo, seguramente, en aquellos años era tan meloso, obsesivo, romántico: le escribía tantas poesías a mi novia, festejábamos tantos aniversarios ridículos, le tenía tantísima paciencia probablemente porque tenía culpa, una culpa abrumadora por lo que me pasaba. Tenía miedo de que un día se cansara de tanta frustración y se fuera por ahí, a buscarse a alguien que sí supiera, que sí pudiera. 

Un hombre que no juega al fútbol, no maneja un auto, no hace asado y no tiene relaciones sexuales, ¿cómo puede ser feliz en un mundo machista?

¡Cómo me cuesta pensar en esos días sin mezclarlos con aquella angustia! ¡Cuánto más hermosos serían los recuerdos sin esas madrugadas infinitas, sin esas despedidas agridulces! Hubiera cambiado todos los festejos exagerados, esas pavadas como “1500 días de noviazgo”, por una noche en la que nuestros cuerpos se entendieran tanto como nuestras manos. Pero no pasó. No hubo final feliz. 

Poco a poco hasta dejamos de intentarlo y, cuando nos separamos, sentí que mis traumas sexuales me perseguirían para siempre. Que tendría que seguir ocultando la frustración y el miedo en mi cerebro. Lo que no sabía en aquel momento era que justamente ese silencio, ese secreto putrefacto, era lo que me estaba cagando la vida.

Por eso, cada vez que me junto a charlar con alguien le cuento, antes que nada, esta historia. Le digo, con la voz firme y sin titubear, que fui impotente. Y si estamos en confianza soy capaz de usar palabras más groseras o graciosas, según para quién. “¿Sabés lo que es pasar cinco años sin que la chota te funcione?”, termino diciendo, y sonrío. 

No lo hago para que ustedes piensen que soy un maleducado de mierda, sino para lograr que, si a esa persona le pasa algo parecido, pueda contarlo. No ando gritando mi impotencia porque me parezca gracioso, sino porque alguien tiene que empezar, de una reputísima vez, a destrabar las puertas del infierno de la sexualidad.

martes, 10 de abril de 2018

Los milagros son apenas matemáticas

Por Martín Estévez 

Se los aviso: vengo a cagarles la vida. Si se creen especiales por algún motivo, estoy a punto de arruinarles esa sensación con una contundente demostración científica. Y si son razonables, después de leer este texto verán que todo es mentira, verán que nada es amor y que al mundo nada le importa. O mejor dicho, al mundo le importa una sola cosa: las matemáticas.


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Fue una tarde mágica, celestial. Que a un fanático de Racing como yo el diario Clarín lo enviara a un partido en Avellaneda ya era suficiente. Que ese partido fuera Racing-Independiente, sublime. Que Racing ganara el clásico de local después de 12 años, un sueño. Que mi ídolo, Lisandro López, metiera el 3-1 decisivo, el éxtasis. Pero si le sumamos que todo sucedió el 10 de abril de 2005, justo el día que yo cumplía 21 años, directamente hay que pensar que se trató de una señal divina, de un mensaje del más allá, de que (citando una pavada de Paulo Coelho), “cuando deseas alcanzar algo en la vida, el universo conspira para que lo logres”. 

¿Les gusta pensar esas cosas, no? Les encanta, seguro. Pero lo siento: no hay señales divinas ni conspiraciones galácticas. Lo que hay son probabilidades matemáticas, sólo eso. Lo raro sería que esas “magias” no existieran. Avancemos en la teoría, así la entienden. 

Algo es “especial” o “inexplicable” cuando es atípico. Nadie se considera especial por haber nacido un miércoles o por medir 1,72. Lo que creemos maravilloso es que una abuela, una madre y una hija cumplan años el mismo día; que alguien caiga de un cuarto piso y sobreviva. Nos conmueve padecer una enfermedad que sufre una de cada cien mil personas; o soñar con un accidente terrible la noche anterior a una catástrofe mundial. Cuando eso sucede creemos estar en presencia de algo “sobrenatural”, “mágico”, “metafísico”. 

Pero no, gorditas y gorditos. No. Lo que pasa es simplemente el cumplimiento de las probabilidades. 

Todos tenemos algo “especial”, improbable, raro, porque así lo determinan las matemáticas. El que mide 2,12 metros, el que se salva de tomar un avión que se cayó, la única pianista entrerriana que tocó en Japón: todos son “especiales”. 

Los consideramos así porque centramos la mirada en la única probabilidad rara que se les cumplió, pero no en las millones de probabilidades en las que son “normales”. Analicemos tu caso, estimado lector o lectora. Vos tenés: 

• Una posibilidad en 175 de ser muy pero muy bajo, o muy alto, o muy gordo, o muy flaco. 
• Una posibilidad en 183 de nacer el mismo día que tu mamá o papá. 
• Una posibilidad en 250 de haber sobrevivido a un accidente grave.
• Una posibilidad en 365 de nacer el mismo día que tu hermano. Si tenés cuatro hermanos, la chance aumenta a una en 92. 
• Una posibilidad en 500 de sufrir el síndrome de Brugada, porfiria eritropoyética o tetralogía de Fallot. 
• Una posibilidad en 4000 de haber nacido con un dedo menos, o un dedo más. 

Nombro seis, pero existen millones de “cosas rarísimas” que son simples probabilidades. Probabilidades que encima son acumulativas y están metidas en cada detalle de nuestra vida. Continúo la explicación.

Si sumamos las rarezas que nombré, cada uno de nosotros tiene el 5% de probabilidades de cumplir con alguna. ¡Y son apenas seis rarezas! Como existen millones y las probabilidades de tenerlas son acumulativas, eso genera que, finalmente, tengamos ¡más del 95%! de probabilidades de protagonizar alguna “rareza” en nuestras vidas. 

Insisto: son tantas las cosas “raras” que podrían pasar, que cada tanto alguna pasa. Y cuando pasa pensamos que es mágico, increíble, porque no nos damos cuenta de todas las que no pasaron. Por ejemplo, sería “especial” si, mientras escribo este texto, en televisión nombraran la palabra probabilidad, alguien me hablara de aquel partido de Racing o si sucediera una catástrofe justo ahora. Pero nada de eso está pasando, ni pasará. Y por cada miles de “rarezas” que no suceden, alguna tiene que suceder.

Todo esto no es menor, porque la felicidad en nuestra vida depende de las matemáticas. Podemos hacer las cosas lo mejor posible durante años, pero si nuestros seres queridos nos organizan una fiesta sorpresa y antes de que lleguemos hay una pérdida de gas y mueren todos, no seremos felices. Es una probabilidad “rara”, pero una posible, y que no depende de nosotros.

También puede pasar lo contrario: nos desmayamos en una vía de tren y, como justo había paro ferroviario, no hay trenes y nos salvamos. Son cosas poco probables; pero como ya vimos, lo poco probable, sumado, se transforma en bastante probable. 

Seguro que algunas de esas situaciones rarísimas te pasaron, o te van a pasar, y van a marcar tu vida para bien o para mal, sin explicación, sin justificación, sin otro sentido que el de ser una probabilidad matemática que se cumplió o no. 

¿Eso significa que no importa lo que hagamos, que todo depende de la suerte? No. Al menos, no exactamente. Lo que tenemos que hacer si queremos ser felices es aumentar las probabilidades de que nos sucedan cosas favorables. Todo el tiempo, a cada minuto, con cada acción estamos modificando esas chances. Eso no nos garantiza la felicidad, pero matemáticamente nos acerca a ella. 

Por ejemplo, si vas a la cita más importante del año, no vayas sobre la hora: hay un 15% de chances de demoras de tránsito, siempre. 

Si no querés que te pise un auto, no cruces la calle por cualquier lado ni mirando el teléfono. 

Si no querés que todos tus seres queridos mueran por una pérdida de gas antes de tu fiesta sorpresa, deciles que no te gustan las sorpresas o hacete amigo de un plomero con buen olfato, así lo invitan. 

La teoría es compleja, pero creo que la van entendiendo. Es cierto que podemos hacer todo bien y que las matemáticas igual nos jueguen en contra: que llueva cuando íbamos a ir a la plaza; que se corte la luz cuando tenemos que usar la computadora; que no nos quiera justo la persona a la que más queremos. 

Puede ser que hagamos todo para ser felices y no lo seamos, pero nunca sucede lo contrario: no hay probabilidad de ser felices si no hacemos algo para serlo. No hay situación “rara” que signifique felicidad duradera: ni ganar la lotería, ni curarnos de una enfermedad, ni tener una familia cariñosa. Todo eso lo podemos arruinar en segundos: usando mal la plata, cruzando mal la calle, tratando mal a los que nos quieren. Arruinando las probabilidades. 

Entonces, aunque corramos el riesgo de que las matemáticas nos destruyan, la única chance de ser felices es aliarnos a ellas: entenderlas, aplicarlas, volverlas a nuestro favor. Sí o sí, tenemos que aliarnos con las matemáticas para poder sonreír. 

Ahora mismo, por ejemplo, hay una probabilidad en diez millones de que este texto me convierta en un escritor famoso y me permita vivir de lo que amo. Una en diez millones: probabilidad casi inexistente. Pero si no lo escribiera, la posibilidad sería cero. Ninguna. 

Acá estoy, entonces: compartiendo este texto pero también comiendo sano para evitar enfermedades; evitando ser violento para bajar las chances de que me caguen a trompadas; saliendo con tiempo a las citas importantes, tratando lo mejor posible a los que me quieren y avisándoles a todos que no me gustan las fiestas sorpresa. 

Termino el texto acá porque si sigo escribiendo aumentan las probabilidades de que se cuelgue la computadora, de que me interrumpan antes de terminar o de que se aburran leyendo. Y también ahora mismo me siento más derecho en la silla, así disminuyo las chances de tener dolor de espaldas, contracturas o desviación de columna. Y también me voy a leer apuntes, así mejoro el porcentaje de chances de aprobar literatura latinoamericana. 

Voy a hacer todo eso, y especialmente voy a espiar en cada rincón, voy a mirar a mis espaldas, voy a estar siempre atento a cada detalle, porque las probabilidades matemáticas están en todos lados y tenemos que modificarlas porque, espero que lo acepten de una vez, todo lo especial, raro, bueno y malo de nuestras vidas depende de ellas.

lunes, 29 de enero de 2018

Dejame en paz, Lisandro

Por Martín Estévez 

¡No se vayan, por favor! ¡No voy a hablar de fútbol! Sé que muchas (y muchos) de ustedes están hartos de que escriba sobre partidos, campeonatos y esas cosas, pero déjenme decirles algo: yo también tengo los huevos llenos de que, cada vez que alguien me ve, la primera comunicación, el tema fácil, lo inevitable sea la pregunta: “¿Y, cómo ves a Racing?”. 

¿Saben cómo lo veo? Lo veo como el orto. Veo a treinta futbolistas llenándose de guita, a cuarenta mil personas pagando un montón de plata por mes para sostener esos sueldos aberrantes, a barrabravas haciendo negocios y a un ambiente de mierda, machista, hipócrita, lleno de mentirosos, corruptos, egocéntricos y mafiosos que se cagan en las pocas cosas lindas que podría tener el fútbol. 

Estoy a punto de separarme de Racing, de terminar con la simbiosis que desde 1990 me hace tener piernas celestes, brazos blancos, dedos celestes, uñas blancas, vísceras celestes, entrañas blancas. Estoy cerca de lograrlo, muy cerca, incluso más cerca de lo que estuve en el año 2004.


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En 2004 tenía 20 años y trabajaba en Clarín. Entre varias tareas, cubría los entrenamientos y partidos de Lanús. Vivía el día a día con el plantel, me sabía cada detalle. Por eso, rápida e inevitablemente, supe más sobre Lanús que sobre Racing. 

Cuando la Academia jugaba, yo estaba en una cancha de básquet, en la redacción o mirando a Lanús. Apenas podía escucharlo por radio. Para peor, aquel Racing era apático: no peleaba el campeonato ni el descenso, lo gerenciaba una empresa nefasta y contrataba desconocidos que no llegaban a nada. De 10 partidos, empató 3 y perdió 7. 

Cuando el tiempo dedicado a Lanús y a Racing era casi el mismo, en el diario me designaron para cubrir Almagro-Racing. Fue el 13 de noviembre de 2004. Un pibito que tenía un año más que yo, Lisandro López, metió dos golazos y Racing ganó 2-0. Me tocó entrevistarlo, conversar con él, escribir la nota. Esa tarde, la Academia y yo consolidamos nuestra simbiosis por otros catorce años. 



La culpa de mi extremo vínculo con Racing es casi toda mía, porque desde los 6 años fui un parásito que se alimentó de fútbol, pero el azar no me ayudó. Intentaré explicarles por qué. 

Tuve tres ídolos. Entre 1993 y 1996, el Piojo López, que se fue a España. Entre 1997 y 2003, Diego Milito, que se fue a Italia. Y entre 2003 y 2005, Lisandro López, que se fue a Portugal. Luego, nadie más. 

Ahí es cuando intervino el azar: en febrero de 2007 no quedaba ninguno y mi primera novia me rompió el corazón. Yo iba a tirar a la mierda todo (incluido el fútbol) para empezar de cero, pero el Piojo López volvió a la Argentina para retirarse en Racing. No pude evitar mezclar mis emociones y redoblé mi fanatismo: me hice socio y empecé a ir a la cancha siempre. 

Recién el 17 de julio de 2014 corté el cordón futbilical y maté al Piojo López. Con tanta mala suerte que, justo en ese momento, Diego Milito decidía volver para retirarse en Racing. Puta madre. 

Mi historia con Milito también la compartí: su retorno fue mítico y sacó campeón a Racing, pero sentí alivio cuando anunció que se retiraría en el 2016. Fue una liberación enorme. 

Me junté con mis amigos, con mi familia, con la chica con la que me gusta dormir, con la señora que atiende la dietética, con todos para anunciarles que en el 2016 terminaba mi condena. Que me dedicaría al trabajo comunitario, a tomar mate, a escribir boludeces. A lo que fuera, menos a faltar a reuniones porque había partido, a esperar colectivos en Avellaneda a la una de la mañana, a arruinar vacaciones recorriendo pueblos inhóspitos para ver un irrelevante amistoso de verano. Por fin, Racing y yo seríamos entes separados.

Pero en enero de 2016, me cago en la leche, volvió Lisandro.


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Tengo un testigo: hágase presente en el estrado Nicolás Briant. Nico estaba sentado al lado mío el 4 de abril de 2001, cuando abrí el diario y leí que un tal Lisandro López había metido tres goles en un partido de Quinta División. Lo miré y le dije: 

—Tengo un ídolo nuevo. 

Fue un poco por deseo y un poco por sabiduría. Lo deseaba porque su apellido y posición eran las mismas que las de mi primer ídolo. Pero lo sabía porque meter tres goles en un partido era una hazaña: Racing tenía unas divisiones inferiores tristísimas. 

Desde entonces seguí su carrera en Racing, en Portugal, en Francia. Pero después eligió Brasil y Qatar (¡Qatar!) antes que Avellaneda, y sospeché que no quería tanto a Racing como yo pensaba. Por eso, cuando volvió después de once años, traté de seguir con mi objetivo: separarme de Racing. 

Lisandro no me la hizo fácil: le metió un gol de chilena a Independiente en el minuto 90; y después le clavó otros dos para golearlo por primera vez en 41 años. Yo estaba por ceder: hasta convencí a mis compañeros de El Gráfico de que fuera la tapa de la revista

Pauté una entrevista con él con mucho tiempo de anticipación pero, la noche anterior, Racing perdió 1-0 contra Gimnasia y quedó eliminado de la Copa Argentina. 

Era el fin de la idolatría, porque yo sabía que nada me conformaría: si Lisandro no me daba la entrevista con la excusa de la derrota, no cumpliría con su palabra, lo que sería imperdonable. Y si, a pesar de semejante derrota, me daba la nota como si nada, significaba que no quería tanto a Racing, lo cual era todavía peor.


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El 20 de octubre de 2016, a las 11 de la mañana, yo era el único periodista en la sala de prensa. Los jugadores decidieron no hablar después de la derrota. El fútbol y el periodismo me tenían harto: llovía, hacía frío y sabía que estaba ahí solamente para derribar la estatua de un ídolo. Para cerrar una etapa en mi vida. 

Lisandro entró puntual, con cara de pocos amigos. Yo lo miré fijo, con cara de menos amigos todavía. Ninguno de los dos quería estar ahí. 

—Perdoname que esté así —me dijo—, pero lo de ayer fue durísimo. Vine solamente porque te había dado mi palabra. Así que si no necesitás que sonría mucho para las fotos, podemos hablar de lo que quieras. 

No sé por qué no le di un beso en la boca, si por heterosexualidad o por respeto, ¡pero, ay, Lisandro, cómo te quise en ese momento! 

Fue una de las entrevistas más largas y lindas que hice. Miramos libros sobre su carrera que eran “de un amigo” fanático suyo. Me contó cosas que jamás había contado; entre ellas, por qué no había vuelto antes. Y cuando terminamos le dije que el fanático era yo, y que le podía regalar esos libros. Me dijo que sí, y que para él había sido una entrevista linda. Antes de despedirnos, a coro, nos dijimos: 

—Lástima lo de ayer… 



Quince meses después de esa mañana, pasó de todo. Primero dejé de ser socio, pero iba a la cancha con la acreditación de prensa. Después dejé de ver a Racing de visitante, porque no lo pasaron más por la tele. Y hace poco dejé de ir de local, porque me quedé sin acreditación y sin trabajo. 

Los problemas familiares, el trabajo comunitario, la enfermedad de mi abuela, la convicción de usar la plata y el tiempo en cosas mejores que en el corrupto negocio del fútbol: todo me fue alejando de Racing hasta llegar a este presente en el que ya ni sé quiénes son los refuerzos. 

Les pido perdón, porque les dije que no iba a hablar de fútbol y al final lo hice, pero también les pido paciencia: ya falta poco para transformar mi relación con Racing en algo normal, llevadero, sano. 

Avancé mucho: este sábado me iré a un pueblo de Santiago del Estero y ni se me ocurrió planificar el viaje según los días que juega Racing. Ya no. No me interesa. 

Eso sí: si el domingo a las 21:30, justito, por casualidad, como quien no quiere la cosa, ando por algún bar santiagueño, y justito, por casualidad, como quien no quiere la cosa, tiene televisión, voy a preguntar si no ponen Racing-Huracán un segundo, un ratito, noventa minutitos, para verlo a él, al que nació en un pueblito de 900 habitantes, al de la camiseta 15, al pibito del diario, al que volvió después de once años, al que tan bien me trató aquella mañana de 2016. Para ver una vez más, en los instantes finales de su carrera, al último ídolo de mi vida.