viernes, 18 de febrero de 2011

El último clásico

Por Martín Estévez

En épocas en las que yo todavía usaba guardapolvo, en casa eran todos de Racing. Corrijo: se habían hecho de Racing por cariño a Albert, a Mati y a mí. Por eso, cuando se jugaba un Racing-Boca, todos queríamos que gane Racing. Todos menos Víctor: él hinchaba por Boca, gritaba los goles, nos desafiaba.

Yo pensaba que era para molestar, pero hace poco entendí que no. Que Víctor lo hacía para incentivar nuestro fanatismo por Racing dándonos un rival, un archienemigo. Si todos hubiéramos sido de Racing, los partidos hubieran sido aburridísimos. No hay nada más tibio que una conversación en la que todos piensan igual. No tiene gracia un juego donde todos queremos que gane el mismo. Sí: Víctor era de Boca solamente para que nosotros fuéramos de Racing.

El nivel de complicidad era enorme: durante el partido se gritaban los goles y, enseguida, se pedían las disculpas correspondientes. Pero se gritaban. Y durante los seis meses siguientes, todas las benditas mañanas, el último ganador recordaba el resultado con algún comentario burlón.

--Ay, Martín... ¿cuándo ganarán? –me decía Víctor después de un 4-0 de Boca.

--Ya les ganamos –respondía yo con injustificado orgullo-. Acordate del 6 a 4 en el ‘95.

Durante los noventa minutos que duraba el partido reinaba la paz. Siempre había un bizcochuelo, unos cafés y más de seis personas frente a la televisión. O tardecitas sentados frente a la radio. Con él compartí el 6 a 1 que, a Boca, lo dejó a un paso del título en el Clausura 91; y a mí, a un paso de la depresión. Con él compartí ése y treinta y siete clásicos más.

A principios de 2010 supe que a Víctor le quedaba poco tiempo de vida. Una enfermedad avasallante y brutal se le había instalado en el cuerpo para no irse.

El último clásico lo jugamos el 6 de marzo de 2010. Y yo sabía que era el último. Faltaban seis meses para que volvieran a enfrentarse y Víctor no iba a llegar. Ya no podía levantarse de la cama y había perdido parcialmente el oído y la vista. Me acosté al lado suyo y, por primera vez, no supe por quién hinchar. Me dediqué a relatarle el partido bien fuerte, a decirle cuánto tiempo faltaba, a hacerle creer que no le dolía todo.

Boca hizo el 1-0 enseguida y yo aproveché para enojarme y poner mala cara. En realidad estaba enojado porque mi abuelo se estaba muriendo, pero había que disimular para no levantar sospechas. Yo quería ser bueno e hinchar por Boca, para que Víctor se pusiera contento aunque no tuviera fuerzas para festejar, pero me costaba mucho desear contra Racing. Encima, el empate nos dejaba complicados con el descenso.

Peor me sentí cuando Racing dio vuelta el partido y se puso 2-1. No puedo negar que, por dentro, lo deseaba. Yo quería ser bueno, pero antes que bueno era hincha de Racing. Debería darme vergüenza.

Durante el segundo tiempo tuve ganas de llorar, de ver el partido, de hablar con Víctor de otra cosa y de irme, todo junto y sin pausas. Seguía diciendo sin parar que iban 19, que Racing iba a hacer el tercero en cualquier momento, que el partido era emocionante.

Cuando faltaban diez minutos ya no podía relatar porque tenía un nudo en la garganta. Pero no llorar cuando estabas con Víctor era sagrado. Ya no me importaban una mierda Hauche, Riquelme ni los promedios. Me le acerqué bien al oído, como para que no escuche nadie más, y le dije:

--Ahora viene el gol de Boca, Babu, ya vas a ver. Yo quiero que empaten así estamos contentos los dos.

Le acaricié la mano derecha y la frente. Y le sonreí la última sonrisa sincera que me quedó hasta su muerte. El mundo se hizo silencio y yo comprendí que se nos iba el Racing-Boca, los veintiseis años compartidos, la vida. Nunca más nadie iba a ser mi archienemigo. Si me despedí de Víctor muchas veces, ésa fue una de las más dolorosas.

Corrían 42 minutos del segundo tiempo y el empate de Boca era inminente: nos estaban peloteando. De pronto, Babu me tocó. Me acerqué y, con el hilo de voz que le quedaba, me dijo:

--Yo quiero que gane Racing, Martín. Yo quiero que gane Racing.

Le agarré la mano de nuevo, fuerte, y seguí relatando hasta el final. El equipo aguantó como pudo; Racing ganó 2 a 1. No sé de dónde sacó fuerzas, no sé de dónde saqué fuerzas, pero él y yo festejamos juntos, sin nadie alrededor, de la manera que pudimos. Dos meses después, Víctor murió. Desde entonces, no hay burlas a la mañana, ni canciones de cancha, ni sonrisas compartidas. Desde entonces, no hay Racing-Boca para mí.