viernes, 30 de diciembre de 2022

La noche en que fui violento


Por Martín Estévez

Hace exactamente 12 años, el 30 de diciembre de 2010, hice lo peor que hice en mi vida: violenté a una mujer. Estábamos en una habitación y, en medio de una discusión, le di una piña a una puerta y la rompí. El texto debería terminar acá, porque todo lo demás va a sonar a justificación, pero nunca hay justificación para las violencias de género. Tampoco para la mía. Entonces, ¿por qué estoy contando esto? Por muchos motivos mezclados. Tal vez porque a la verdad está bien decirla aunque duela. Tal vez para aliviar un poco la culpa que, 12 años después, todavía siento. Pero quisiera pensar que el motivo principal es la esperanza de que le sirva a algún hombre para reconocer algún síntoma y no llegar al extremo violento al que llegué. 

Contar que escribo temblando y con dolor de panza sería una forma de buscar una compasión que la violencia de género nunca merece. Pero igual lo cuento: me escondo en esta angustia que siento ahora para que no me odien. Pero… ¿y yo no me odiaría? ¿Qué pensaría yo de un hombre que le pega una piña a una puerta mientras discute con una mujer? 

No es la primera vez que lo cuento. Muchas mujeres de mi vida saben lo que hice: es justo advertirles que se relacionan con alguien que fue violento. ¿”Fue” violento o “es” violento? ¿“Fui” violento o “soy” violento? ¿Acaso tienen fecha de vencimiento las violencias? Si un hombre que mata a una mujer es un femicida para siempre… ¿alguien que violentó a una mujer no debería ser llamado violento para siempre? Me lo vengo preguntando, con muchísimo miedo, desde hace 12 años. 

Este texto no va a tener prolijidad, ni detalles literarios, ni le voy a calcular caracteres para que entre bien en Instagram. Nomás quiero contar crudamente como un hombre que nunca (ni antes ni después) le pegó a nadie, que ni siquiera le había gritado a una mujer, pudo convertirse en un violento. Me lo recuerdo a mí mismo: no tengo que justificarme. Tengo que contar qué cosas me llevaron hasta lo peor de mí. 

El 30 de diciembre de 2010 había citado a mi papá para, por primera vez en la vida, hablar de temas tabú: por qué me había abandonado durante algún tiempo, por qué nunca pudimos tener una relación profunda, qué poco nos conocíamos el uno al otro. Yo (recién ahora lo entiendo) estaba haciendo un intento desesperado para salvar ese vínculo. Para no quedarme sin papá. 

Esa charla fue triste y frustrante: mi papá y yo hablamos (como casi siempre) en distintos idiomas. Éramos personas demasiado diferentes. Hubo una barrera infranqueable en la conversación que me llenó de angustia, y también de mucho enojo. Mi papá no me pudo dar las respuestas que esperaba, o necesitaba, o deseaba. Pero yo estaba muy vulnerable para decírselo, para enojarme con él. Me guardé todo para adentro, salí del café y empecé a caminar. 

Cometí el error de ir a una fiesta en la que estaba mi pareja. Le había contado que me iba a juntar con mi papá, pero (como solemos hacer los hombres, como suelo hacer yo) le resté importancia sentimental, nunca le conté todo lo que me jugaba en ese encuentro. Cuando llegué, la fiesta estaba avanzada y ella estaba un poco efusiva por el alcohol. Yo, para evadir mi angustia, intenté hacer lo mismo, pero no me sirvió. Entonces, al rato le empecé a pedir que nos fuéramos, sumando otro error: no le expliqué el motivo. Solo le pedía que nos fuéramos. Ella, en todo su derecho, no accedió a mi casi caprichoso pedido. 

Pasé un rato largo sin saber qué hacer, hasta que me acerqué y le dije que me iría sin ella. Se enojó y decidió irse conmigo, probablemente para no tener que volverse sola. Caminamos en tenso silencio y llegamos a su casa. Nos sentamos en su cama, cada uno en una punta. Yo estaba furiosísimo y no sabía por qué. Ella me reprochó pensando que yo había tenido un ataque de celos: que porque hablaba con otros hombres yo sentí golpeada mi masculinidad. 

Yo seguí mi cadena de errores y, en vez de explicarle que eso no era cierto, me enojé todavía más y me quedé callado. Ella siguió diciendo que no podía creer una reacción tan celosa e infantil de mi parte, y eso me hizo sentir humillado. No quiero justificarme: ella no me estaba humillando. Yo me estaba sintiendo humillado, que es diferente. Bastaron una mueca y algunas palabras más (que sin querer me tocaron una fibra íntima) para que yo cometiera la peor acción de mi vida: pegarle una piña a la puerta de su habitación hasta astillarla. 

Ella me gritó: “¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿Estás loco?!”. Yo me miré los nudillos ensangrentados, salí corriendo al comedor y me senté en el suelo a llorar. No siento compasión de mí: le había pegado a un objeto estando solo con una mujer. Eso, aunque no haya sido mi intención, siempre puede entenderse como “mirá qué fuerte te puedo pegar”. Es terrible, es gravísimo lo que hice. Fui culpable de un acto horroroso. 

Mi pareja podría haber quedado traumada para siempre: podría haber arruinado parte de su vida. Pero tuve mucha, muchísima suerte: ella tenía una personalidad muy fuerte y no sintió miedo. Nos quedamos un rato en silencio, en habitaciones separadas. Imposible saber si fueron 5 minutos o una hora. Hasta que de pronto se acercó despacio, me levantó la cara y me dijo: 

–Ay, Martín… ¡hoy te juntabas con tu papá! 

Y me abrazó fuerte. Y lloramos juntes. 

Le pedí perdón millones de veces, ella me perdonó a la primera. Les dos entendimos que eso no alcanzaba, que el hecho era grave y que yo tenía que trabajar para que no volviera a ocurrir. Empecé a formarme en género y a repensar todas mis acciones como hombre. También acordamos algo: yo tendría que arreglar la puerta cuando ella no me viera porque el daño generado era únicamente mi responsabilidad. El trabajo recién estaría terminado cuando a ella le resultara imposible encontrar el lugar en el que yo la había roto. 

Fuimos pareja durante un año y dos meses más. Luego nos separamos cariñosa y cordialmente por otros motivos. Pero en ese tiempo, y tras varios intentos, yo no había logrado ocultar perfectamente la marca. Así que incluso estando separades, nuestro acuerdo siguió: ella me dio copias de su llave y, cuando ella no estaba, yo intentaba reparar la marca de mi violencia en su puerta. Me fue difícil imitar el veteado de la madera, hasta que un día ella me mandó un mensaje diciéndome que ya era imposible ver dónde había sido el golpe. Que la puerta estaba sanada. Y que me quería. Le respondí que yo también. 

Si piensan que terminé contando una historia de amor, o de aprendizaje, para tratar de atenuar que ejercí violencia de género, tal vez tengan razón. No voy a discutirlo, sería otra violencia más. Pero aunque es posible que este texto tenga el objetivo nefasto de lavar mi culpa, aun así les puede servir a otros hombres para no cometer las mismas violencias. 

Yo tuve montones de chances de no llegar a eso. Podría haber caminado hacia otro lado después de hablar con mi papá. Podría haber descargado mi angustia contra él. Podría haberme ido de la fiesta al ver que no me sentía cómodo. Podría no haber tomado alcohol estando inestable emocionalmente. Podría haber entendido lo que me pasaba antes de pedirle a mi pareja que se fuera de un lugar donde la estaba pasando bien. Podría haberme ido de su casa cuando me sentí humillado. Pero no. Hice todo mal. Fui acumulando errores, tensiones, violencias dentro mío. Y, sin medir consecuencias, las liberé frente a alguien que no tenía nada que ver con todo eso. Violenté a la mujer que amaba. 

Doce años después, sigo trabajando todos los días para nunca más cometer algo así. Y sigo agradeciendo que quien era mi pareja no haya sentido miedo y haya dejado atrás la situación rápidamente. Pero no alcanza con todo eso, tal vez no alcance con nada, y está bien: mientras haya patriarcado, mientras sigamos oprimiendo a mujeres y disidencias sexo-genéricas, estará bien que los hombres nos avergoncemos, nos lamentemos, nos arrepintamos y nos duela cada violencia de género que hayamos cometido. Que cualquiera de nosotros cometa. Ese infierno interno sigue siendo poco comparado con el infierno que resulta para cada mujer este mundo machista. 

No quiero terminar este texto con una frase grandilocuente o que intente lavar mi violencia. Ya bastante sospechoso de querer justificarme es todo esto que escribí. Lo que quiero es volver a ponerme en la cara y en la conciencia lo que hice, para que me impulse a disminuir cada vez más las posibilidades de volver a hacerlo. No quiero contar qué a partir de entonces mis formas cambiaron, que mis reacciones son más lentas y meditadas. Quiero asumir que todos los hombres somos (en mayor o menor medida) violentos, y que no es excusa ni argumento que así fuimos criados: es nuestra responsabilidad aprender, reflexionar y trabajar todos los días, en cada lugar y situación en la que estemos, para ser cada vez un poquito menos violentos de lo que yo fui aquella noche.

viernes, 23 de septiembre de 2022

No me avergüenza decir que llegué a amarlo

Por Martín Estévez

Está sentado solo en un rincón del aula, lee un libro de Lovecraft en inglés, jamás lo escuché hablar pero me gusta cómo esquiva los bancos de la universidad para sentarse en ese rincón. Siento que camino parecido. Me acerco como si no me diera nervios y le digo “¿Te molesta si te hablo?” sin intuir que está amaneciendo la amistad más importante de mi vida. 
 
Es miércoles 8 de septiembre de 2010 y empiezo a querer a Leandro como me gustan los amores: progresivos y constantes y suaves y tranquilitos. Tengo 26 años, él 18, y todo lo demás que escriba no puede transmitir eso que tiene la amistad: sentir que no estamos tan solos en el mundo. 

Me sentía aislado en la universidad pero también en mi forma de existir. Y Leandro era un poco Borges, un poco palta y un poco jugar. Y era todo austeridad. Era lo que hubiera querido ser a los 18: una persona que sabía escuchar y que sabía, a secas. Había sentido y pensado cosas que yo todavía no. 

No me avergüenza decir que llegué a amarlo. 

Después de 33 meses recorriendo ferias, libros, plazas y autogestiones, nos juntamos una noche larguísima y hermosa, y creamos con descaro una organización social a la que en los siguientes nueve años se sumarían más de 100 personas. 

Me llevó a andar en bicicleta y dormir en carpa, me presentó a mis siguientes amigos, me enseñó a jugar al ping-pong, me cocinó cosas riquísimas. Aunque el mundo cambia y nos cambia, y crecieron diferencias que nos dolían, las pudimos mirar con un poco de verdad y un poco de sarcasmo. Fuimos sobreviviendo a nuestras crisis de amor. Crecimos juntos. 

Siguió pasando la vida, las amistades, el capitalismo y el mundo. Nos fuimos alejando, acercando y alejando otra vez. Hoy no sé si lo conozco, pero al Leandro que conocí no le gustaba que ventilara intimidades, así que escribo contenido: el amor es también (y esencialmente) respetar el deseo del otro. Ojalá él también entienda que no escribo esto por impúdico, sino por necesidad. 

Y escribo sensible, porque la amistad es tal vez la más importante de las relaciones humanas, y nunca se habla lo suficiente sobre ella. ¡Cuántas cosas tengo para decir! Que para conocer amigues hay que andar con el alma un poco desabrigada, que cuando muere una amistad a veces necesitamos un tiempo de duelo, y que aunque la amistad es una magia tan pasajera como todas las magias y todos los sentimientos y todos los mundos, es también una de las pocas ilusiones que hacen que esta vida sin sentido tenga sentido al menos por un rato. 

Gracias a vos, Leandro de mi alma, durante vaya a saber cuántos años mi vida tuvo sentidos y risas y palíndromos y amor, y Federer y asambleas y Etiopías y obsesión, y gracias a nuestra amistad hasta que me muera caminaré la vida con la esperanza de que, mágica, nazca otra amistad como la que nació ese 8 de septiembre de 2010.

viernes, 16 de septiembre de 2022

¿Qué onda, che, cómo se lee este blog?

► Cuento mi vida en orden cronológico en estos textos:

• Burum bum bum (1990)
• Walter Castaño (1990)
• El amigo que perdí (1990)
• El peso de la langosta (1991)
• Violeta (1991)
• 1992 (1992)
• La edad de mis preocupaciones (1992)
• Apenas algo de Tavárez (1992)
• Y él respondía "nada" (1993)
• La culpa la tiene Casciari (1993)
• El Mundial '93 (1993)
• Terapia infantil (1994)
• Rodolfito (1994)
• Ir a la cancha es una mierda (1994)
• ¡Soy varón, la puta madre! (1995)
• Martín Estévez en wikipedia (1995)
• La esperanza no desciende (1995)
• Duhalde, mi buen amigo (1996)
• Esquinas (1996)
• Hoy maté al Piojo López (1996)
• El doctor Moldes (1997)
• Mi problema con Milito (1997)
• Los Chakales 1 - Borges 0 (1997)
• Verano del '98 (1998)
• No terminé el colegio (en serio) [1998]
• Mi mentira tiene patas largas (1998)
• El día que salvamos a Racing (1999)
• Mi papá (por fin me animo) [1999]
• Rencorito (1999)
• Me cortaron el pene (2000)
• Lo que me enseñó Marisa (2000)
• Los Andes es sólo una cordillera (2000)
• La basquetbolista más linda (2000)
• El Asesino Anónimo (2000)
• Lo que aprendí en un balcón (2000)
• Qué hacer si gustás de tu amiga (2001)
• Por qué odio Bariloche (2001)
• Tan cerca del dolor y de la fiesta (2001)
• La mentira del periodismo deportivo (2002)
• ¿Y vos de qué trabajaste? (2002)
• Yo fui eyaculador precoz (2002)
• La revista más pobre del mundo (2003)
• La agenda de la vergüenza (2003)
• Mi primera muerte virtual (2003)
• ¿Quién es el presidente de tus amigos? (2003)
• Estoy enfermo (2004)
• En paz descanses, e-mail (2004)
• Clarín me genera orgullo (2004)
Dejame en paz, Lisandro (2004)
• Los milagros son apenas matemáticas (2005)
• Yo fui impotente (2005)
Choriplanero, tibio y globoludo (2005)
Homenaje en vida (2005)
Me cago en mis promesas (2006)
Soy rasca (2006)
Conocí a Messi de chiquito (2006)
El Día del Fin del Mundo (2007)
Del 0 al 37 (2007)

La Gira del Desamor (2007)
Flashear amor (2008)
Mis noches en el infierno (2008)
Héroes por un día (2008)
• La psicóloga que no me entendía (2008)
Abrazame hasta que termine la pandemia (2008)
Vanina (parte 1) [2008]
• Vanina (parte 2) [2009]
• Mi novia flogger (2009)
37 (2009)
 Ojalá te pase (2009)
• La noche en que fui violento (2010)

► Textos "personales" pero sin orden de tiempo:


• Vanina (escrito en 2009)
• Tamara (aunque ella prefiera otro título) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (I) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (II) [2010]
• Últimos días con mi abuelo (III) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (I) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (II) [2010]
• Primeras tardes sin mi abuelo (III) [2010]
• Quería llamarme Javier (2010)
• El último clásico (2011)
• Vivir solo (2012)
• Cuadras y barquitos (2012)
• Yo también soy Damián Toledo (2012)
• El que no arriesga, no pierde (2012)
Perdió Racing y estoy feliz (2015)
• Primeros años sin mi abuelo (2015)
• El pelotudo de la mesa 51 (2016)
• Los orgasmos de mi abuela (2016)
• El asesinato de mi tía-abuela (2017)
El cierre de El Gráfico, desde adentro (2018)
Ningún pibe nace macrista (2018)
Ellas (2018)
Mentir, la obligación docente (2018)
Voy a ser papá (2019)

Se me murió una vida (2019)
¿Y ahora cuál es el enemigo? (2019)
¿Por qué hay que hablar sobre Braian Toledo? (2020)
El día después de la pandemia (2020)

► Otros textos:

• Ausencias (escrito en 2006)
• Imposibles (2006)
• Soy maestra (2009)
 Soy ladrón (2009)
• Soy boliviano (2010)
• Los cedros (2011)
• Historias de sueños (2012)

► Poesías viejas que me avergüenzan pero las dejo porque perdí una apuesta: 

Y siempre (escrita en 1998)
 Historias secretas (1999)
 Te sigo perdiendo (2000)
 Acariciando tus manos (2001)
 Sueño de una noche de invierno (2002)
 El día que fui silencio (2003)
 Una fresia por cada sonrisa (2005)
 Neuquén (2007)
 Tu voz sin barniz (2007)
 La peor parte de Arjona (2007)
 Lo que queda de vos (2007)
 El vals de los milagros (2008)
 El secreto que ya sé (2008)
 Micaela (2009)
 Soneto para los que luchan (2016)

► Textos que fingen ser sobre deportes pero hablan de otra cosa: 

 Mundo Messi (2006)
 Cuentos asombrosos (2011)

martes, 31 de mayo de 2022

Primera película con mi abuelo


Por Martín Estévez 

Hoy se cumplen 12 años desde la muerte de mi abuelo Víctor. El 31 de mayo de 2010 fue la primera (y única) vez en la que murió alguien que vivía conmigo, luego de atravesar en nuestra casa cinco meses de un cáncer brutal que lo fue apagando de a poco. Escribí un montón sobre él, sobre su enfermedad, sobre su vida y su muerte, y probablemente gracias a eso hoy puedo recordarlo con alegría y sin dolor. 

Mi relación con Víctor no era la habitual entre abuelo y nieto: era la dificultosa de personas que conviven. Me molestaban cosas suyas. Hacía mucho ruido para comer, tomaba del pico de las botellas y no me dejaba insultar, pero cuando le daba comida a los perros se escuchaba siempre por la ventana: “¡Ayy! Me lastimaste, puta que te parió”. 

Sin embargo (para qué mentir), lo quise desde siempre y sin muchos problemas: a los dos nos gustaba el fútbol, jugar en la pileta y estar en silencio sin que nos rompieran las guinditas. Tenía un oficio hermoso (carpintero) y cumplía mis caprichos de madera. Todavía guardo arcos que hizo para que mis muñequitos hicieran goles, y una vez me ayudó a tallar un pedacito de árbol para una chica que me gustaba. 

Uno de mis primeros trabajos (y de los más lindos) lo hice con él: juntábamos papel y cartón, cargábamos la carretilla y los vendíamos cerca de casa. Esa plata (terrible año 2002) servía para pagarme los viajes a la facultad. 

Le sostuve una oreja ensangrentada que le colgaba hasta que se la cosieron, lo acompañé en su única noche en un hospital, hice una biografía sobre su vida cuando cumplió 80 años, me enseñó palabras en ucraniano. Vivimos juntos durante 22 años. 

Cuando le detectaron el cáncer cambió mi vida y también mi forma de escribir: de poemitas románticos o fríos cuentos de ficción, empecé a contar (por necesidad) lo que me pasaba. “Se está muriendo mi abuelo y me duele mucho”, decían mis textos, sin decirlo, una y otra vez. 

“Últimos días con mi abuelo”, “Primeras tardes sin mi abuelo”, “El último clásico”. Necesité montones de textos para liberar la angustia de haberlo visto morir de a poco durante cinco meses. Tal vez quienes me leían en ese momento se habrán fastidiado un poco: ¿taaanto por la muerte de un abuelo, Martín? 

Sí, tanto. 

Gracias a Borges, siempre fui hincha de la muerte porque nos evita la peor de las torturas: una vida infinita. Pero a veces la muerte llega temprana, injusta, de formas imprevistas o demasiado filosas para soportarlas. Entonces hay que hacer lo que podamos, lo que nos salga, para ir sanándola de a poco. Los duelos son una enorme piñata dentro del cuerpo, que se infla y desinfla, y nos aprieta la garganta, el estómago, los ojos. Los duelos son piñatas imposibles de explotar: solo podemos sacarles el aire de a poco, muy de a poco, haciendo montones de cosas, hasta que un día ya no están más. 

Hoy, al borde de la falta de respeto, pero lleno de amor por lo que mi abuelo hizo en mi vida, me animo a conmemorar su muerte con una buena noticia: gracias a Víctor participaré en una película sobre su hermana, Basilicia. 

Cuando escribí su biografía, mi abuelo contó (por única vez) que a su hermana de 14 años la había asesinado la policía de Misiones en una manifestación de campesinas y campesinos. A mi abuelo, por miedo, le pidieron que nunca hablara de eso, pero él (70 años después) se animó. Y su testimonio fue importante para avanzar en la investigación y el pedido de memoria y justicia para ella. 

En pocos días viajaré a Oberá, pueblo de Misiones en el que mi abuelo pasó su infancia, para ser parte de Basilicia, película que denunciará y exigirá memoria y justicia para la terrible Masacre de Oberá, ocurrida en 1936. No seré el único representante de la familia que estará ahí para honrar la lucha y valentía de Basilicia: estoy seguro de que mi abuelo Víctor también estará conmigo.