domingo, 4 de noviembre de 2012

Ir a la cancha es una mierda

Por Martín Estévez

Los que dicen que ir a la cancha está bueno, mienten. A menos que vivas en Europa, ir a la cancha es salir de tu casa a las seis de la tarde con la camiseta escondida para que no te caguen a palos en el viaje y pagar 50 pesos para estar tres horas parado en un lugar cuyos baños son lo más parecido al infierno que conocí. Ir a la cancha es entrar una hora antes para tener una ubicación donde al menos veas algo y que, cinco minutos antes del partido, entre la barrabrava, empuje a todos, termines justo atrás del tipo más alto del mundo y te la pases espiando por los costados del gigante.

Ir a la cancha es fumarte el humo del tabaco y la marihuana de treinta mil tipos, pasar noventa minutos pegado a un grandote transpirado y en cuero. Ir a la cancha es que el sacado de atrás te escupa cada vez que putea, cada vez que alienta y cada vez que habla. Es no poder disfrutar un gol porque enseguida viene una avalancha que te golpea la cara contra el hombro de otro y te deja tirado en el suelo. Si tenés anteojos, te aseguro que la avalancha es una verdadera pesadilla.

Ir a la cancha es que te venda un vaso de gaseosa rebajada con agua, a diez pesos, un tipo que pasa cada cinco minutos por donde no hay lugar para pasar y te grita al oído “¡cocaaaaaaaa!” justo cuando está por venirse un gol. Ir a la cancha es que termine un partido malísimo en el que tu equipo perdió 1-0 y esperar treinta minutos para que los cincuenta tipos de la hinchada rival se vayan. Antes, claro, cantan canciones soeces en las que te someten a todo tipo de vejaciones sexuales.

Ir a la cancha es salir del estadio a las once y cuarto de la noche, rezando para que no haya choque de barras y apurado para que no se escape el último tren. Ir a la cancha es viajar en un vagón repleto de hinchas calientes que cantan canciones brutales asustando a señoras que vuelven de trabajar y que tratan de no mirar fijo a nadie para que no les afanen.

Ir a la cancha es perder todo el puto sábado, o el puto domingo, para pagar los autos lujosos de futbolistas millonarios que duran seis meses en tu club. Es haber dejado de estudiar, de visitar a tu abuela en su cumpleaños, de juntarte con tus amigos, de dormir la siesta para estar ahí, para cumplir con un ritual absurdo que, después de una derrota estrepitosa, te caga no solo un día, sino toda la semana. Porque el lunes, en el trabajo, en el colegio o en el almacén no va a faltar un pelotudo que te diga “¡Se comieron tres de nuevo, eh!”. A esos hijos de puta habría que prenderlos fuego.

Mi primera vez en una cancha fue en el ‘91. Mi papá, que había desaparecido durante dos años, volvió a verme y quiso meter presión para que yo fuera de River llevándome a un partido contra Racing. ¡Ja!, dije yo y fui a la tribuna de River con un gorrito de La Academia. Resultó una experiencia de mierda: fue la primera vez que escuché expresiones como “chupame la pija”, a Juanca lo cargaban porque su hijo le había salido perdedor y encima el partido se suspendió porque al arquero de River le tiraron un piedrazo en la cabeza. Juro que todo es cierto.

En el ‘94 fui por primera vez a la popular de Racing, con mi tío Alberto, mi primo Matías y un amigo suyo, Rodrigo. Argentinos tocaba la pelota mientras Racing la veía pasar. Cuando faltaban diez minutos, Albert me sentó sobre la pared que separa la tribuna del foso para que viera cómo los hinchas insultaban y le tiraban cosas al presidente del club, el impresentable Juan De Stéfano, que estaba escondido en una cabina de transmisión. El foso, para los que no lo saben, es un hueco lleno de agua podrida que rodea la cancha para que los hinchas no entren a cagar a piñas a los jugadores. Lo único que hice en esos minutos fue rezar para no desbalancearme y morir cayendo de cabeza en ese pozo sin fondo. En el último minuto, el Piojo López capturó una pelota perdida y puso el 2-1 para Racing. Albert, Mati, Rodrigo y yo nos abrazamos. Qué grande el Piojo.

Durante los años siguientes, el contexto se repitió. Una vez por torneo, Albert juntaba plata y nos llevaba a la cancha contra algún rival poco peligroso. La rutina terminaba casi siempre con una derrota.

En el año ‘98, Racing llevaba 32 años sin salir campeón, pero armó tan buen equipo que el día del debut como local, como Albert no podía, nos llevó Tati. Empezamos ganándole 2-0 a Rosario Central y ella dijo: “No sé por qué siempre vuelven de la cancha tan tristes, si esto es divertido”. Con Mati la miramos en silencio. Dos horas después, Racing había perdido 5-3 y, mientras volvíamos, Tati dijo enojada: “A estos muertos no hay que venir a verlos nunca más”.

Meses después, la Justicia determinó que Racing "había dejado de existir". Tal vez Tati me vio llorar a escondidas en esos días, o se enteró de que hacía colectas en la escuela para levantar la quiebra. Por lo que sea, cuando el equipo volvió a jugar, en marzo del ‘99, nos dijo a Mati, a Rodri y a mí: “Nos vamos para Santa Fe”. Y fuimos en una caravana increíble hasta la cancha de Rosario Central, a vengarnos del humillante 5-3 del torneo anterior. Hacía un calor bestial, estuvimos apretadísimos en la tribuna y, claro, perdimos 2 a 1.

Eran semanas de sufrimiento. Racing estaba a punto de desaparecer y cada partido era una agonía, casi como despedir a un pariente enfermo. Juanca lo comprendió un domingo en el que yo estaba en su casa y se jugó el clásico contra Independiente. Racing perdió 2-0 y quedó último. Habrá sido muy fuerte ver mi sufrimiento en vivo, porque cuando volvió a jugar después de otro coma institucional, me llevó a la cancha. Sí: mi papá, el tipo que me odió cuando me vio con una camiseta celeste y blanca, estaba ahí, con la gente de Racing, aplaudiendo cada vez que Perico Ojeda peleaba la pelota en el banderín del córner. Al final, claro, perdimos 1 a 0 contra Argentinos.

Las cábalas, a veces, son crueles. A mi prima Chuna la llevamos en el 2000, y Racing, que sumaba nueve meses invicto como local, perdió 2-0 contra un Ferro que no le ganaba a nadie. Pobre Chuna: no volvió nunca más.

En 2001, cuando el equipo peleaba el descenso, fue la primera vez que tuve la iniciativa de ir a la cancha. Me habían regalado plata por mi cumpleaños y le dije a Albert, con timidez: “¿Podríamos ir el viernes, no? Yo tengo para mi entrada”. Fue contra Lanús y al final no me dejó pagar. ¿El resultado? Racing erró dos penales y terminamos 1 a 1.

El 2 de diciembre de 2001 se jugó el partido más importante del mundo. Si Racing no perdía contra River, daba el paso clave para ser campeón después de 35 años. Ahí estábamos Albert, Mati, Rodri y yo, hermosamente apretados en la popular. Yo rogaba que, por una vez, no volviéramos callados y tristes. El olor a marihuana ya me parecía simpático y en el segundo tiempo, cuando River ganaba 1-0, me vi gritando “¡Vaaaaaaaaaamos, Racing, carajooooooooooo!” y escupiendo sin querer al tipo que estaba abajo, un grandote transpirado tan nervioso como yo.

A cuatro minutos del final, Bedoya metió el gol más importante del mundo. Los cuatro nos abrazamos y empezamos a gritar “dale campeón”. Yo lloraba sin parar. Albert parecía el hombre elástico: nunca más lo vi saltar así. A mí no me importaban las cargadas en la escuela o perder siempre. Sólo quería que Racing no desapareciera para seguir escuchándolo con Víctor, yendo a la cancha con Albert, cantando “La Acadé, La Acadé” mientras caminaba por Lomas. Y ahora estaba ahí, gritando “dale campeón” mientras volvíamos en tren. Una señora que viajaba con su hijo nos veía saltar como resortes y sonreía. Seguro era de Racing.

Falté a mi entrega de medallas del secundario para ir con Gaby al amistoso en el que festejamos el campeonato, un 5-1 ante Guaraní de Paraguay. En los partidos siguientes, aunque perdiéramos, el recuerdo del título nos consolaba. Yo ya era más grande y las charlas con Albert y Mati a la vuelta de la cancha, en la pizzería Las Carabelas, no eran solo sobre Milito y Chirola Romero; empezamos a conocernos más mientras los mozos miraban con cara de “son las dos de la mañana y queremos cerrar”.

En 2004 ya era periodista y por primera vez me acreditaron para un partido de Racing: cubrí el 0-0 de visitante contra Quilmes para el (detestable) diario Clarín. El 10 de abril de 2005 cumplí 21 años y me designaron para Racing-Independiente: un maravilloso 3-1 con golazo de Lisandro López incluido. Aún recuerdo la frase que elegí de Navarro Montoya, arquero del Rojo, para empezar mi nota: “Fuimos un equipo amargo”. Mi periodismo partidario encubierto daba sus primeros pasos.

Cuando el Piojo López volvió a Racing después de 11 años, me hice socio para no perderme ningún partido suyo. Pero, días antes del debut, Rosana rompió nuestros seis años de noviazgo y me destrozó el corazón. Ir a la cancha se transformó en mi último refugio, el rincón del mundo donde simulaba gritar goles del Piojo mientras gritaba mi dolor. Era un fantasma en las tribunas y esperaba una situación que me permitiera saltar o insultar para no implotar por dentro. La extrañaba mucho.

Los que piensan que me independicé cuando me fui a vivir solo no entienden nada. Mi declaración de independencia llegó el 16 de junio de 2007. Racing cerraba un mal torneo contra Godoy Cruz, un congelado viernes a la noche. Por primera vez, nadie quiso ir conmigo a la cancha. La tentación de mirarlo por tele al lado del horno era enorme, pero jugaba el Piojo López, así que agarré el carnet, las monedas para el colectivo y encaré para el Cilindro. Por primera vez, elegí en qué lugar de la tribuna ubicarme: exactamente donde iba siempre con Albert y Mati. El Piojo metió un gol memorable de tiro libre y Racing ganó 4 a 2. Volví a la medianoche, solo, extrañando a Albert y a Mati, y a Rosana. Pero sintiéndome vivo.

Mi amor por ella empezó a terminarse cuando me mandó un mail contándome que había ido a ver un 1-1 entre Racing y Banfield... ¡a la tribuna de Banfield! Mirá, Rosana, yo puedo aguantar que me dejes, que me rompas el corazón, que destroces todos mis planes futuros en una noche. Pero que tu nuevo novio te lleve a la tribuna visitante cuando juraste ser de Racing para siempre es im-per-do-na-ble. Sos la peor ex novia del mundo, no pienso sufrir nunca más por vos. Ah: y ojalá se vayan a la B.

En 2008, Racing estaba al borde del descenso y seguimos la campaña con fanatismo. Fecha a fecha, derrota a derrota, nos dábamos ánimo para no abandonar. Volvíamos siempre con dolor en el cuerpo, angustiados, hechos mierda. “Tío, ¿seguro querés venir hoy?”, preguntaba yo con culpa. “Vamos, Martincito, vamos. Hoy ganamos seguro”, me respondía. Pero Estudiantes nos daba vuelta el partido y perdíamos 2 a 1, con tres expulsados y escándalo incluido. Siempre lo mismo.

Finalmente, Racing cayó en la Promoción y todo se definía en un partido: si perdía contra Belgrano en Avellaneda se iba al descenso. El fin del mundo era un chiste comparado con eso. Entresemana, Albert nos mandó un mail ofreciéndose a comprar plateas para estar más tranquilos, porque iba a haber 50 mil personas en la cancha. Mi respuesta textual fue la siguiente:

“Me gusta la popular porque siento que ése es mi lugar, porque veo las mismas caras tristes cada partido y ansío verlas felices una vez, y porque si vuelven a estar tristes quiero compartir su tristeza. Si algo tiene que pasar, que sea en ese lugar, donde me abracé y revoleé remeras con ustedes. Probablemente en algunos años prefiera ir a la platea para sentarme y tomarlo como un juego, pero el domingo quiero seguir creyendo que el destino de la humanidad se define en 90 minutos, y que los buenos son los de celeste y blanco”.

Salimos cuatro horas antes del partido, con las camisetas puestas y sánguches de milanesa para todos (la mía de soja, porque ya era vegetariano). El viaje y la espera fueron tensos. No sabíamos qué decir para ahuyentar los malos augurios. El fin del mundo, Racing en la B, estaba ahí, a un partido de distancia. La cancha explotaba y me llenaba de orgullo que siguiera entrando gente hasta aplastarnos, hasta ser todos uno, hasta que no hubiera lugar ni para rascarse la cabeza.

El vendedor tampoco podía moverse y gritaba desde su lugar: “¡Coooocaaaaaaa! ¡Y vamos Racing que hoy ganamos!”. A los 10 minutos, Maxi Moralez metió un golazo y me golpeé la cara contra el hombro del de adelante. Y lo abracé, y abracé a Albert y a Mati. Sufrimos el resto del partido, pero ganamos 1 a 0 y nos quedamos en Primera. Esperamos treinta minutos hasta que salieron los de Belgrano, pero no nos fuimos: nos quedamos media hora más cantando “soy de Racing, soy de Racing”. El regreso en tren fue uno de los viajes más placenteros de mi vida.

Cuando mi amigo Sebastián Fernández volvió luego de varios meses en España, nuestro reencuentro fue en la popular. Racing, claro, perdió 2-0 con Colón. En 2010 fui por primera vez a la cancha con una novia: Tamara y yo festejamos juntos un 1-0 clave contra San Lorenzo. Y este año lo invité a Leandro, mi intelectual compañero en la carrera de Letras, a un partido “tranquilo”. Para qué: Racing erró dos penales, empató 1 a 1 con Atlético de Rafaela y él me vio gritando como un desquiciado por un gol mal anulado a Sand. Qué papelón.

Acabo de contar las veces que vine a ver a Racing: este fue mi partido 108. Estoy en la platea gracias a mi acreditación de prensa, mandé estadísticas por mensaje de texto a otros periodistas, le relaté la mitad del partido por teléfono a Leandro, disfruté de un estadio repleto y me prometí volver pronto a la popular.

Mientras me preparo para volver en el tren, miro este estadio gigante y me acuerdo de Albert, de Mati, de Rodri, de Tati, de Chuna, de Gaby, de Sebastián, de Tamara, de Leandro: de ellos y de todos los que alguna vez entendieron que, aunque venir a la cancha siga siendo una mierda, es una de las cosas que más me gustan en el mundo.

sábado, 27 de octubre de 2012

Rodolfito

Por Martín Estévez

En el año ’94, Tati compró nuestro primer equipo de música con una novedad inmensa: la posibilidad de escuchar compact discs. En mi familia todavía se ríen de la pregunta de Gaby la primera vez que vio uno: “¿Y esto cómo se rebobina?”. Días después me regalaron mi primer disco: El amor después del amor, de Fito Páez.

Mi admiración por Fito había nacido dos años antes, cuando Mati bajó las escaleras con el cassette de El amor después del amor y lo puso para ver si me gustaba.

Me rompió la cabeza.

Yo tenía 8 años y no capté ni por casualidad las alegorías, metáforas e intertextos de las letras, pero me sentí fascinado. Los ojos se me quedaban fijos y mi cabeza, siempre tan grande e inútil, entraba en una dimensión de supermarkets, AZT’s, círculos de baba, mandalas y Gibson Les Pauls

No tenía ni puta idea de qué eran esas cosas, pero me excitaron el cerebro. Hubo algo en la melodía, en la voz, en esas catorce canciones que me transportó a un lugar que nunca había visitado hasta entonces. Sí: estaba conociendo a la música.

Me grabé el cassette en un TDK y lo escuché tanto que, cuando Gaby y Tati quisieron comprarme mi primer CD, ni tuvieron que pensar cuál debía ser. Y así, un tipo empezó a escurrir su voz entre mis ropas, entre mis amigos, entre mis tristezas. Desde hace ya veinte años, este tal Fito Páez es tan parte de mi vida como mi mano izquierda.

No soy su fan, no lo considero perfecto. Incluso algunas de sus canciones me parecen menos buenas que otras. Pero no puedo negarlo: aunque me inyecté en los oídos cientos de otros músicos, ritmos y sonidos durante estas dos décadas, es Fito quien está componiendo la banda sonora de mi vida.

En el secundario, con Nico cambiábamos las letras de sus canciones para transformarlas en futboleras. Veamos un ejemplo. Si El diablo de tu corazón decía:

¡Buenos Aires, sí, sacate el diablo de tu corazón!
Porque aquí en todas partes hay pibes en el balcón
También hay pibes en un cajón
Hay mucha rabia suelta, y angustia, nena
¡Y hay mucha, mucha desesperación!

Nosotros cantábamos:

¡Academia, sí, sacate el miedo de la promoción!
Porque aquí por todas partes hay pibes de Selección
Pibes que dejan el corazón
El Chanchi está de vuelta, y las redes llena
¡Bastía es lucha y recuperación!

Un poco más osada era la conversión de Lleva. La canción original dice en su parte más hermosa:

Llevame vos, llevo mucha nada en la valija
Llevarlo es preciso para amar
¡Llevame como yo te llevo!
Under, así, liviano
Llevame el fuego, no lleves mal.

Y nuestra traducción racinguista era:

Llevala vos, Chatruc, vos siempre sos una fija
Llevala vos, sos preciso y sos un crack
¡Sessa, que buen corte de pelo!
“Bajen, Lux, Green y Arano,
si yo no llego”, gritó Bressán.

No sólo marcó mi amistad con Nico, sino muchas otras relaciones. Conocí a Vanina porque su nick en el messenger era: “El tiempo a mí me puso en otro lado”, frase de Al lado del camino. Y esa canción representa mi vínculo con Pablo aunque no sepamos por qué. Tamara odiaba a Fito pero terminamos cantando juntos El cuarto de al lado. La última planta que me regaló Melisa dice en su maceta: “El tiempo cuenta al final lo que valió la pena”, un extracto de Limbo Mambo. Y otro Pablo de mi vida, Aro Geraldes, hasta se parece físicamente a él.

Mientras fui creciendo, descubrí que las palabras raras de sus canciones (hash, art decó, voyeur, requiem, Jobim, steady cam, Kubrick, Chagall) en realidad existían; y cada vez que me aprendía una, sus canciones se resignificaban. La semana pasada, sin ir más lejos, leyendo un número de Orsai descubrí que macoña, eso que menciona en Ojos rojos, es el nombre que recibe la marihuana en Brasil. ¡Ahora entiendo, viejo!

Quiera o no quiera, sus frases están todo el tiempo en mi cabeza, asegurándome que “nada nos deja más en soledad que la alegría si se va” y que “lo que perdemos lo volvemos a amar”, aconsejándome que “no dificulte la llegada del amor” y recordándome que “nadie nos prometió un jardín de rosas”

Fito, Fito, Fito. Camino por Oliden tarareando Soy un hippie, me anudo la garganta escuchando Las palabras encerrado en casa, adoro Un vestido y un amor al repasarla en silencio, grito la letra de Sable chino mientras escribo este texto. Canté tanto sus canciones que a cualquier tema, aunque sea de Valeria Lynch, termino cantándolo con su voz. Los que me conocen saben que no es chiste.

Está tanto Fito en mi vida que lo tienen incluso acá arriba, en el nombre de este blog: Palabras enreveradas es antes que nada un homenaje a él, que inventó la palabra “enreverado” en la gloriosa Al lado del camino.

Se supone que este texto viene a cuento de que se cumplen veinte años desde que compuso El amor después del amor, y de que me emocioné escuchándolo en el Planetario. Pero podría haberlo escrito ayer o mañana, a los 10 años o a los 37, porque Fito es un tipo que desde hace dos décadas es parte de mi vida cotidiana y de mis giros, de mis mañanas entusiastas y mis noches melancólicas, de mis euforias y mis despedidas, de mi viejo mundo y de mi mundo de hoy, de mis hermosos buenos tiempos y de mis más dolorosas e inolvidables tumbas de la gloria.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Terapia infantil

Por Martín Estévez

La primera vez que fui a una psicóloga tenía 10 años. Me da mucha vergüenza contar esta situación, pero necesito exorcisarla. Un lunes me desperté a las 7:30, corrí a la cocina y les pregunté a mis abuelos dónde estaba mi mamá. Cuando respondieron que, como siempre, se había ido a trabajar, me largué a llorar. Y no paré.

Ojalá supiera el motivo, pero no lo sé. Sólo sé que lloré y lloré y lloré durante horas. Sin gritos, ni quejas, ni palabras: sólo lágrimas. Fanny y Víctor estaban viviendo la pesadilla que habían imaginado: Martín, el más pequeño de sus cinco nietos, por fin había enloquecido.

Enseguida me encerraron en la pieza para que nadie se contagiara. Yo los escuchaba hablar detrás de la puerta, pero sólo podía llorar. No reclamaba amor, ni regalos, ni faltar a la escuela. Lloraba con la mente en blanco, o demasiado llena de colores para distinguir alguno. La cosa se estaba poniendo fulera.

–Gaby, decile a Martín si quiere jugar diez minutos a la pelota, antes de que vayan al colegio –le dijo mi primo a mi hermana.

No, Mati, me parece que Martín no va. Está encerrado en la pieza llorando –respondió Gaby mientras se peinaba.

–¿Que qué? –se sorprendió Mati y, sin pensarlo, abrió la puerta con valentía.

Levanté la cara de la almohada y quedó petrificado. Nos miramos fijo. Intentó decirme algo, preguntarme, darme ánimo, pero no pudo. Con las lágrimas chorreando como una catarata silenciosa, hice un gesto lapidario. Seguro supo codificar el mensaje: “Parece que esta vez va en serio”.

Cuando Tati intenta sacarme fotos en un momento inapropiado, debería recordar sus viajes desde el trabajo por cualquier pavada: Gaby era abanderada, Martín actuaba de Belgrano, había reunión de padres. Colectivo-tren-colectivo-escuela-colectivo-tren-colectivo. Tres horas de viaje por unos minutos de orgullo materno. Y yo, qué hijo de puta soy, me quejo porque quiere una foto justo cuando tengo ganas de ir al baño.

La hora y media de Tati hasta casa debe haber sido de las peores. Cuando llegó y me preguntó qué pasaba, no tuve nada para decirle. Seguí llorando. Ella también sintió ganas de llorar, pero se contuvo. O tal vez lloró como lloran las buenas madres: con tanto disimulo que ni nos enteramos. Pasaban las horas y nos mirábamos con impotencia. Me apretó las manos en silencio y me miró, gesto que traduje como:

–Si no sé qué te pasa, no tengo idea de qué puedo hacer.

Le respondí moviendo los hombros, lo que significaba:

–Tengo 10 años, ¿cómo querés que lo sepa?

Probablemente ya era de noche cuando aparecieron las palabras salvadoras. A esa altura, Tati estaba más cansada que preocupada.

–¿Y si voy a un psicólogo? –le dije mientras me sonaba los mocos.

No se crean que vengo de una familia analizada: ni uno solo de los diez que vivíamos en la casa de Oliden había ido a terapia. Ni siquiera sé cómo demonios había aprendido la palabra psicólogo. Pero Tati accedió.

La primera experiencia fue nefasta. Después de una conversación de diez minutos en la que explicamos mi caso (o sea, que no teníamos idea de por qué no paraba de llorar), una licenciada muy de mierda nos cobró cien pesos y dijo que volviera tres días después.

Cuando salimos del consultorio, la paré a Tati en la vereda y le dije: “Es mucha plata, por ahí no hace falta un psicólogo. De verdad”. Ella confió en mí y me contó lo que sentía. “Sí, es mucha plata, pero además me dio esto –abrió la cartera y sacó una receta–. Quiere que tomes estas pastillas antes de venir”. Nos miramos aterrados. “Martín, no quiero que tomes esto. No sé ni qué es”. Acabábamos de descubrir la diferencia entre una psicóloga y una psiquiatra. “No, no, pastillas no”, dije pálido. Cruzamos la avenida corriendo y nunca más supimos de la vieja ni de los cien pesos.

Al final, Tati consiguió una psicóloga sin pastillas y dentro de nuestras posibilidades económicas: la hermana de una amiga. Era una chica joven, bastante novata, que la remó como pudo.

–Contame, Martín, ¿qué hiciste ayer?

–Y... Se armó un lindo partido, con dos equipos muy parejos, hubo alguna patada de más pero ninguna tarjeta roja. Jugamos noventa minutos y nada: un cero a cero cerrado, con pocas llegadas a los arcos, doctora.

–Mirá vos... ¿y en dónde jugaron?

–En el patio de mi casa.

–¿Entraron todos en el patio de tu casa? ¿Cuántos chicos eran?

–Yo solo.

A ella le sobraban buenas intenciones pero no sabía para dónde agarrar. Pobre santa. Se le ocurrió decirme que llevara juegos de mesa para usar durante la sesión. Habíamos empezado con la ruleta hacía sólo diez minutos cuando le conté:

–Mi hermana siempre me trata mal. Eso me pone triste.

–Bueno, cuando te trate mal, preguntale con tranquilidad: ¿por qué me tratás mal? ¿Qué te hice?

Al otro día, yo estaba mirando televisión y Gaby cambió el canal para molestar. Lo puse donde estaba, pero cambió de nuevo. Y otra vez. Y otra. Diez segundos después, y no es chiste, mi hermana estaba acurrucada en la cocina protegiéndose bajo una silla de madera. Yo era un cuerpo de 70 kilos de furia a punto de pegarle mientras gritaba:

–¿¿¿Por qué??? ¿¿¿Por qué me hinchás tanto las pelotas, por qué??? ¿¿¿Por qué no me dejás de joder de una vez, pelotuda???

Por primera vez, Gaby tuvo miedo de que le rompieran la jeta. Yo grité un poco más, me largué a llorar y me encerré en el baño.

Fue la última vez que me molestó.

A los tres meses, ya estaba hinchado las pelotas de ir a la psicóloga. Y mucho más cansado estaba de no tener amigos y de no poder contarle a nadie que sufría por una chica, que mi cuerpo me avergonzaba, que el mundo que estaba fuera de las paredes de mi casa me daba pánico. Hasta que una noche todos se juntaron a cenar y yo, que lloraba en la pieza (como siempre), llamé a Tati.

–Creo que ya sé lo que me pasa –le dije.

Tati respiró hondo. No sabía si estaba por anunciarle una solución o un problema. Me preguntó qué me pasaba.

–Me siento solo.

Ella necesitaba algo concreto. Que un compañero de colegio me pegaba, que se me había perdido una historieta o que no quería ser más de Racing. Pero lo que le dije era muy abstracto y no le gustó nada.

–¿¿¿Te sentís solo??? ¿¿¿Te sentís solo??? ¡Martín, mirá a tu alrededor! ¡Somos diez personas, en esta casa no podés estar solo ni aunque quieras! –me dijo–. Yo te quiero ayudar, ¡pero no me vengas con pelotudeces!

Sí, Tati, te lo juro: dijiste pelotudeces. Igual, no te culpes ni te preocupes: no sólo te perdoné, sino que gracias a eso me di cuenta de que no podía depender de alguien para todo. Había cosas que ni Tati, ni Mati, ni mis abuelos, ni nadie podía hacer por mí. Dejé de llorar sin sentido, de llamar la atención, de esperar que alguien me entendiera siempre. Crecer, igual, dolió como la mierda.

Mi primera frase en la siguiente sesión con la psicóloga fue también la última:

–Le quería decir que no voy a venir más.

domingo, 12 de agosto de 2012

El que no arriesga, no pierde

Por Martín Estévez

Son las 6:57 del domingo. Todavía es de noche y hace frío. Estoy caminando por calles desiertas buscando un café en el que pasen el partido de básquet entre Argentina y Rusia. Tal vez debería comprarme un televisor, pienso. Hasta hoy, no había dudado del innegable beneficio de no tener tele. Pero pasan las cuadras y lo único que cruzo son borrachines volviendo de bailar.

Encuentro una remisería con un televisor prendido y pienso seriamente en pedir un auto para dos horas después, quedarme a ver el partido y cancelar el auto cuando termine. Pero no: el mejor equipo de la historia argentina define la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos y la señora de anteojos tiene la tele en Crónica. Qué indignante.

Entro en la pizzería donde comíamos con Albert y Mati después de ir a la cancha de Racing y digo con entusiasmo: vengo a ver el partido de básquet. La rubia no entiende de qué le hablo y se encoge de hombros. En silencio, me siento en la mesa más cercana a la televisión. No hay nadie más en Las Carabelas.

El partido ya empezó; pido un café y medialunas sin perder tiempo. La tele es pequeña, está muy arriba y le da el reflejo de las luces, pero el problema es otro: el sonido. No hay sonido, y lo peor es que en la pizzería suena una especie de música funcional espantosa. Nocioni pelea un rebote con ferocidad mientras se escucha Phil Collins, o una porquería así. ¿Se podrá subir un poquito el volumen de la tele?, le pregunto a la rubia con mi mejor tono de súplica. No le ponemos volumen, responde con mala cara. Qué gentil.

Cuando Argentina pasa de ganar 27-21 a perder 27-33, y a la música de dentista barato se suma el ruido de los empleados pegándole a las milanesas, decido irme. Me doy vuelta para cancelar el pedido y ahí viene ella, la desalmada que no le sube el volumen a esta tele de mierda, con el café y las medialunas. Lo tomo rápido y me voy en el entretiempo, pienso.

¿Adónde voy a ir, si no hay nada abierto? La casa más cercana es la de Tati: 25 cuadras. Si espero el 562 un domingo a esta hora, voy a llegar para los Juegos Olímpicos de 2016. Mientras la primera mitad termina 38-40, internamente le agradezco a Tamara por las veces que me prestó su tele en horarios como éste.

Si me voy a quedar, tendré que inventarme una realidad: decido relatar el partido en mi cabeza, con los gritos de las tribunas y todo. No dejo de pensar en Pablo: hago todo esto para que él crea que me gusta el básquet. Ya miraba los partidos de la Selección una década antes de conocerlo, pero era para que la mentira fuera más creíble. Yo me pongo contento al reconocer un triple de Leo Gutiérrez por la posición de sus piernas; Pablo podría reconocer a Hernán Jasen por la posición de sus dientes.

Arranca el segundo tiempo y miro alrededor buscando compañía, una mirada cómplice, pero la indiferencia es avasallante. Recuerdo un texto de Hernán Casciari en el que cuenta que, cuando Racing salió campeón, estaba solo en un bar de España. Era de madrugada y, aunque había esperado ese momento durante una vida, terminó triste. Lo entiendo: yo esperé 11 años que el Piojo López volviera a Racing, y lo hizo horas después de que una novia me dejara para siempre. Otra vez pienso en Pablo: esperó 15 años que Dálmine subiera a Primera B, y horas antes supo que su mamá tenía cáncer. ¿Cómo estará Pato después de la sesión de quimioterapia del jueves?

Cuando Argentina lo empata en 44, mi festejo ya es grotesco. Los empleados notan que están en presencia de un chiflado. Claro que, si detesto el nacionalismo, no debería desear tanto un triunfo argentino. Veo la camiseta rival y entiendo que no es nacionalismo: Rusia me recuerda a mi abuelo Víctor. Jamás le desearía una derrota. Y si jugaran Las Leonas, por ejemplo, me importaría un rábano. Si estoy acá, sufriendo este triple en contra que nos deja 44-47, es porque estos pibes parecen buena gente y juegan como hubiera querido jugar yo. Y por Pablo, claro.

Terminé el café y las medialunas hace una eternidad. La emoción aumenta gracias al falso relato. Mi sensibilidad está en llamas y un simple rebote ganado por Argentina impulsa pensamientos existenciales: debería escribir más, debería hacer cosas que me gusten.

De golpe, el desarrollo del partido empieza a influir en mi vida. Cuando Scola mete un doble que nos deja 48-49, decido pedirme una semana de vacaciones para el mes que viene. Al ver a Prigioni defender con el corazón, me prometo no hacerme mala sangre por pavadas. Alguno postulará que este partido es una pavada. Ja. Puede ser que me importe por motivos ajenos al básquet, por problemas ocultos que no puedo resolver desde hace años. Lo que quieran. Pero no es una pavada, señora de anteojos de la remisería. De ninguna manera es una pavada.

Un tal Sasha Kaun les da tres de ventaja a ellos; mi abuela me explicó que tanto Sasha como Shura, en ruso, significan Alejandro. Nunca entendí cómo es que se traduce un nombre, pero cuando Mati dibujó a un luchador ruso le pusimos ese nombre, que en alfabeto cirílico se escribe muy parecido a wypa. Está claro: no me puedo concentrar en el partido.

Cuando los rusos clavan el 48-56 y Ginóbili pierde una pelota innecesariamente, descubro que tengo las manos como si estuviera rezando y las bajo rápido. ¿Habré estado mucho tiempo así? En un partido como éste, sería bueno creer en un Dios. O podría empezar, al menos, por creer en mí. En la pizzería suena una canción odiosa de Mandy Moore, una rubia que me gustaba cuando era chico. Había conseguido anular la música en mi cerebro, pero el resultado y mis recuerdos no ayudan. Me gustaría que mi vida fuera distinta, pienso porque sí y me angustio.

Scola pelea y consigue el 50-56, entonces decido que pelearé yo también para cambiar mi rumbo. Rusia saca once de ventaja: 50-61. Se nos está yendo la medalla de las manos. Y tal vez yo nunca pueda cambiar. Odio este lugar, esta mañana, odio mi vida.

Queda 1:16 para el final del tercer cuarto y Julio Lamas, que con esos anteojos se parece a Quino, arenga a sus muchachos. En mi imaginación, el entrenador cita a Dolina y les dice:

-Muchachos, el Universo es una organización perversa donde siempre ocurre lo que uno no desea y donde todo acaba siempre en tragedia. Las fuerzas del bien son minoría y el destino apoya descaradamente a los malvados. Así que no se preocupen, porque toda victoria es una traición.

En realidad, probablemente haya dicho:

-¡Marquen a Kirilenko, carajo!

Los instantes siguientes son casi un tratado filosófico. Con la rápida jugada de tres puntos de Manu, comprendo que en la vida no hay que dejar pasar el tiempo e intentar todo lo antes posible. Cuando Scola falla un tiro libre y Nocioni recupera la pelota con un rebote colosal, confirmo que los buenos amigos pueden ser nuestros salvadores. Facu Campazzo clava un triple tremendo a tres segundos del cierre y se me revela que la esperanza no es un artificio inútil, sino la fotosíntesis del alma.

Antes del último cuarto, Tati se despierta a 25 cuadras de distancia y me manda un mensaje para saber si estoy viendo. No sé qué le escribí, pero me respondió “tranquilo, che”. Exactamente dos segundos después, un mozo pasa cerca y me repite: “Tranquilo, muchacho”. Las manchas que me aparecen cuando me pongo nervioso deben estar pintando murales en mi cara.

La bandeja de Scola gira sobre el aro y entra. Nos ponemos 60-61 y siento que se viene otro triunfo épico. Ellos tiran libres que no pasan ni cerca, y entre Manu y Delfino empatan el partido en 64. ¡Ya los tenemos! De pronto, a 4:16 del final, Rusia toma ventaja de cinco: 66-71. ¡Marquen a Kirilenko, carajo!

Chapu Nocioni acierta un triple bestial y Manu, con 2:44 en el reloj, nos pone 72-71. Ya estoy sobre el mostrador, pegado a la tele. Me alegra haberme levantado temprano, y haber venido acá, y que los mozos estén al lado mío, un poco por interés en el resultado y otro poco para entender por qué alguien está gritando en una pizzería un domingo a la mañana.

Ellos empatan y Delfino tiene dos tiros libres infernales en sus manos. Por un momento, el juego de equipo se transforma en individual. Comprendo que aunque debemos agruparnos para cambiar el mundo a través organizaciones sociales y etcétera etcétera, a veces nuestras decisiones personales también son importantes. Dale, Cabeza, metelos porque si no el capitalismo no se acaba más. Adentro: 74-72 arriba. ¡Vamos la revolución!

Mi relato ya es en voz alta. Faltan 54 segundos y Rusia gana 76-75. Prometo cosas improbables en nombre del triunfo: olvidar viejos rencores, desencadenar a mi sombra, comprarme un cepillo de dientes nuevo. Ginóbili hace una jugada valiente, desprolija, y tira de espaldas al aro. Hay que tirar en la vida, viejo. Hay que poner el pecho como Manu. La pelota entra con suspenso y el mozo lo grita conmigo. Quedan 43 segundos y ganamos 77-76. ¡Por favor, Dios!

Pero, como sabemos todos, Dios no existe: en una ráfaga criminal Rusia mete cinco puntos y gana el partido 81-77. Así, como una cachetada invisible, sin pedir perdón y sin pagarme el café. Así, como esas felicidades que extrañamos sin haberlas sentido nunca.

Tal vez perder no esté tan mal, después de todo. Los que dicen que ése es el consuelo de los mediocres, no entienden nada. Los grandes derrotados no participan: arriesgan lo que tienen, se juegan los dientes para cambiar una realidad, exponen su piel ante los rayos ultravioletas del fracaso. Si alguien perdió mucho es porque apostó mucho y lo hizo sin promesas de éxito, sin el conformismo de los indeseables ni la resignación de los cobardes.

Son las 9 de la mañana de este domingo, que puede ser un domingo cualquiera o el domingo en el que arriesguemos el pellejo por un fin noble. Podría ser un lunes de lluvia, un martes ocupado, el jueves en que te despidieron del trabajo: cualquier día es el indicado para empezar a hacer lo que tenemos que hacer.

No esperemos señales cósmicas, tener más plata, que llegue el verano. No esperemos hasta las seis y media, hasta que ella nos quiera, hasta que él nos llame. No esperemos un momento mejor, porque no hay momento mejor que ahora. Cuando podamos hacer lo que queremos, tal vez ya no queramos hacerlo. Entonces, quedémonos con la tranquilidad de haberlo intentado a tiempo.

Caminemos a horarios extraños hasta encontrar lo que buscamos. Si no nos ayudan a hacerlo, hagámoslo nosotros mismos. Relatemos nuestra vida con ganas y sin miedo al ridículo. Las medallas y los resultados sólo les importan a los ganadores de siempre, a los que dibujaron esta realidad de injusticias justificadas y de personas durmiendo en la calle. Los que ganaron crearon un mundo triunfal pero lleno de sufrimiento y soledad.

Sólo una cosa más: los que pierden muchas veces ya no le tienen miedo a la derrota. Los ganadores, en cambio, andan con el maletín lleno, mirando con desconfianza, temiendo que la buena racha se acabe. Y ya se sabe que el miedo y la felicidad nunca juegan en el mismo equipo. Si alguien nos pide todos nuestros triunfos de cotillón, nuestros festejos pasajeros, las medallitas que acumulamos para satisfacer nuestro ego a cambio de un rato, un instante, un segundo de felicidad libre y valiente, aceptemos sin dudar. Seguro, pero seguro, salimos ganando.

sábado, 14 de julio de 2012

Historias de sueños

Por Martín Estévez

I
Desde chico, Bruno Loscri sufría una pesadilla recurrente: una cálida reunión familiar era interrumpida por una viejita que repartía paquetes. Todos recibían hermosos obsequios, hasta que llegaba el turno de su madre. Cuando ella abría el regalo, sufría una terrible descarga eléctrica y moría instantáneamente. Bruno miraba a la vieja y en su lugar estaba el demonio.

La pesadilla se repitió durante años. Apenas comenzaba, Bruno sabía lo que iba a pasar pero el pánico lo inmovilizaba. Miraba desesperado a sus familiares y nadie parecía advertir el repetido final: la violenta muerte de su madre.

Cuando Bruno conoció a Verónica, se enamoró de ella y comenzaron a dormir juntos. Verónica descubrió muchas veces a Bruno sobresaltado, agitado, con miedo a dormir. Él le contó la verdad con miedo a ser humillado; ella le acarició la cara con sus manos chiquitas y le dijo:

-La próxima vez, buscame entre tu familia. Aunque vos no te puedas mover, yo le voy a pegar una trompada a esa vieja y no te va a molestar nunca más.

Bruno sonrió. Casi deseó tener aquel sueño, pero nunca volvió a soñarlo. Tal vez saber la solución eliminó automáticamente el problema. O tal vez olvidó, porque a veces olvidamos nuestros sueños, una batalla épica en la que Verónica y él derrotaron al demonio y fueron felices para siempre.

II
Lautaro Paz y Agustín Naranjo discutían desaforados. A Lautaro le habían dicho que en los sueños es imposible leer. Que la parte del cerebro capaz de reconocer letras no funciona mientras dormimos. Agustín aseguraba haber leído decenas de veces mientras soñaba. Como ocurría cada vez que un conflicto no encontraba solución, consultaron a Ungenio Ramírez.

Ungenio, que cuando soñaba sabía que soñaba, les pidió una noche para develar el misterio. Y lo hizo: descubrió que, efectivamente, en los sueños no podemos leer, pero que a veces tenemos la sensación de estar leyendo porque visualizamos imágenes, colores o escenas que nos remiten a un texto. “Si vemos un logo similar al de Coca-Cola, creeremos leer Coca-Cola aunque sólo veamos borrosas manchas –explicó Ungenio-. Es como el amor: aquellos que lo vimos alguna vez creemos verlo en todos lados, aunque sólo veamos borrosas manchas”.

III
Henry es un empresario inescrupuloso que gana dinero aprovechándose de los más débiles. Pero esta noche sueña que es un obrero que lucha por sacar adelante a su familia y se une a otros, a los que llama compañeros, para transformar una realidad que los oprime. En el sueño, ama y es amado, sufre y es feliz, participa de gestas colectivas que le ponen la piel de gallina. Henry despierta bruscamente, transpirado, y sólo se calma cuando ve el vaso de whisky y, durmiendo a su lado, a una mujer que no lo ama.

sábado, 7 de julio de 2012

El Mundial ‘93

Por Martín Estévez

Una de las emociones más grandes de mi vida fue haber jugado un campeonato mundial. Y, además, haberlo compartido con mi primo Matías. Fue a principios del ’93 y yo fui arquero de 64 equipos. Peor la tuvo Mati, que cumplió el papel de 640 futbolistas de campo, e incluso de algunos suplentes. Pero, para llegar a aquel torneo, tuvimos que atravesar situaciones difíciles.

Si digo que viví la mitad de mi infancia con Mati y la otra mitad solo, sería una exageración no tan exagerada. Al principio, nos conformábamos con ir al patio y jugar un rato a la pelota. Teníamos un arco bastante bien delimitado y los roles eran claros: él pateaba, yo atajaba. Pero no nos quedamos con eso.

Pronto empezamos a armar pequeños torneos entre equipos de todo el mundo. Inventábamos los nombres de los jugadores del Steaua Bucarest de Rumania, imaginábamos que el Jazz de Finlandia no le ganaba a nadie y festejábamos como propios los triunfos del Werder Bremen alemán. Esos torneos tenían un punto en común: el campeón siempre era Racing.

El día que la Academia le dio vuelta un 0-3 al Barcelona en la final y ganó con cuatro goles de un rústico lateral llamado Cosme Zaccanti nos dimos cuenta de que nuestros torneos invitaban a la sospecha.

Por ahí –me dijo Mati con culpa– podríamos... No sé... Si Racing pierde, igual va a seguir siendo el mejor. No cambia nada si pierde, ¿no?

Está bien –entendí enseguida–. Pero si pierde, queda todo acá. No se lo contamos a nadie.

Dale –dijo más tranquilo–. En el próximo torneo, si pierde, no pasa nada.

El acuerdo, realizado con códigos casi mafiosos, era claro: al siguiente torneo, Racing no tenía que ganar. Sin embargo, superó las primeras rondas, como para que la derrota fuera más digna. Cuando llegó la final contra el Milan de Italia, nos miramos serios. Si atacaba Racing, lo sabíamos, Mati tenía que patear muy al medio o muy desviado. Y en los ataques del Milan, yo no debía oponer demasiada resistencia.

Empezó el partido con Milan ganando 1-0, pero en un ataque de Racing se me escapó la pelota y todo quedó 1-1. El final del partido fue dramático. Los delanteros de Racing se perdían goles que en otro torneo jamás hubieran fallado. Y, en el último minuto, Van Basten quedó mano a mano conmigo y metió el 2-1 para el Milan. El objetivo se cumplió y Racing no fue campeón, pero no estábamos felices.

¿Cómo te vas a errar esos goles, boludo? –le grité yo, que jamás puteaba–. ¡Sos Racing, no te podés errar esos goles!

¿Y vos? ¿Tenés un problema en las manos o solamente sos estúpido? ¡El último tiro lo atajaba hasta Vanesa! –me respondió.

Estuvimos dos días sin hablarnos, hasta que subí (Mati vivía en la planta alta) para que me ayudaran con una tarea de Sociales. Diego, el mayor de los primos, nos vio preocupados y preguntó qué pasaba.

Si jugamos y Racing gana, es aburrido –le explicó Mati–. Pero no queremos que pierda.

¡Hagan torneos en los que no juegue Racing! –dijo Diego.

La idea era tan lógica, estaba tan en nuestras narices, que no la vimos. Estaba decidido: a partir de ese momento, Racing se retiraba de nuestros campeonatos.

Empezamos entusiasmados porque los resultados eran inciertos, pero poco a poco nos fuimos sintiendo vacíos. Después de una final que River perdió humillantemente contra el Cosmos de Estados Unidos, los dos dijimos solamente una frase, y era idéntica: “Este torneo, Racing lo ganaba de taquito”.

A principios del ’93 supimos que nuestras vidas iban a cambiar para siempre. En marzo, después de las vacaciones, Mati empezaba el secundario. Él tendría ocupadas las mañanas; y yo, que recién pasaba a cuarto grado, seguiría yendo a la tarde. Era una verdad terrible: se acababan los torneos, nunca más decenas de partidos con definiciones interminables.

Mati, que ya tenía alma de diseñador, armó con telgopor la copa más hermosa que vi en mi vida. Tenía la forma perfecta, el tamaño perfecto y estaba cubierta de papel metalizado. Brillaba más que la Champions League. Acordamos que organizaríamos un torneo más, un Mundial que definiría todo. El ganador se quedaba con la copa y ya nunca más habría campeonatos.

Elegimos a los más importantes y armamos un cuadro de 64 equipos. Teníamos un serio problema: no sabíamos qué hacer con Racing. Si lo incluíamos, sería un campeón obvio. Y tampoco queríamos que no ganara y pelearnos de nuevo.

Tuvimos una larga reunión, interrumpida una vez para comer y otra para tirarles bombuchas a Chuna y Gaby, y tomamos una decisión: el resultado de los partidos se definiría por sorteo. Para evitar que nuestros deseos interfirieran con la limpieza del torneo, metíamos posibles resultados en una bolsa y sacábamos un papelito para cada partido.

Eso posibilitaba la inclusión de Racing en el Mundial, aunque sabíamos que el método generaba inconvenientes. Para empezar, uno de los dos tenía que saber el resultado del partido antes de jugarlo: Mati, que era el que pateaba. Entonces, cuando se realizaba el sorteo, él evitaba cualquier gesto cuando veía qué papelito había salido para que yo no supiera el resultado.

La primera fase, de 32 partidos, generó dos situaciones dignas de mención. La primera fue el debut de Racing. ¡Dios, cómo queríamos que se quedara con la copa! En el sorteo le había tocado jugar contra otro equipo de Argentina, Ferro, y Mati no había hecho la más mínima mueca cuando salió el resultado, así que yo no sabía qué esperar.

Recuerdo que Ferro se venía como una tromba. Yo jugué uno de los mejores partidos de mi vida; parecía el verdadero Lechuga Roa. Racing tuvo algunos ataques tibios que me generaron ilusión, pero Ferro tenía la pelota, tocaba y tocaba, llegaba por todos lados. Incluso le tapé un zurdazo tremendo a Pobersnik volando con la mano cambiada. 

–Brillaaaaaante, Roaaa, la saca al córner –relató Matías. En ese momento supe cómo se sintió Maradona en México '86.

Parecía que terminaba 0-0, y tenía lógica: Mati no había hecho ningún gesto porque había salido un empate, y habría que hacer otro sorteo para definir el ganador. Mientras pensaba en eso, un delantero de Ferro me cabeceó de pique al suelo y metió el 1-0. 

Mati no lo gritó. Yo no lo podía creer y reclamé offside, pero nadie me escuchó. Fue la última pelota del partido. Por culpa del estúpido sorteo, Racing quedó eliminado en primera ronda. Mati vino a consolarme y subimos la escalera abrazados y llenos de tristeza. Sabíamos que la culpa no era nuestra, sino del destino.

El otro aprendizaje que dejó la primera ronda fue que algunos resultados eran previsibles. Cuando yo veía que el Nantes de Francia atacaba y atacaba, y que los delanteros del Flamengo ni figuraban, me daba cuenta de que los franceses iban a ganar. Era obvio.

Mati, que ya era un genio, modificó la estrategia para la segunda ronda, en la que se jugaron 16 partidos. ¿Cómo? Fácil. Ponele que jugaban Celtic de Escocia y Peñarol de Uruguay. Los escoceses se venían como locos, atacaban incluso estando 1-0 arriba. Yo ya imaginaba la goleada, pero en los últimos cinco minutos Peñarol metía dos goles y el partido terminaba 2-1.

Eso requería de mucho esfuerzo de Mati, que tenía que meter algunos goles en pocas llegadas, y calcular que yo atajara unos cuantos tiros. Pero, claro, a veces fallaba. Si el Toluca tenía que perder 1 a 0, Mati disimulaba y le inventaba ataques, pateando tiros más o menos fáciles. Cuando a mí se me escapaba alguna, aparecía el grito salvador: “¡Posición adelantada, posición adelantada, el gol no vale!”, decía el relato.

Yo, que no era tonto (al menos para esas cosas), me daba cuenta de que, cuando un gol se anulaba, era porque ese equipo no tenía que hacer ninguno más. Entonces, toda la emoción se iba al diablo.

Para los octavos de final, Mati redobló la apuesta. Escuchen con atención, así entienden porque lo admiraba tanto. Arrancaba un partido entre, por ejemplo, Colo Colo e Independiente. Empezaban 1 a 1 y después los chilenos no paraban de atacar. Yo intentaba descifrar el resultado mientras el partido transcurría. De pronto, Colo Colo metía un gol y Mati gritaba: “¡Posición adelantada!”.

–Listo –pensaba yo–. Eso significa que Colo Colo no va a hacer más goles.

Todo parecía confirmarse cuando Independiente metía el 2-1. Minga: sobre el final, los chilenos hacían dos goles y terminaban ganando 3-2.

–Pero... ¿por qué antes anulaste el gol si Colo Colo todavía tenía que hacer dos más? –pregunté.

Mati me respondió con una sonrisa triunfante: una vez más, había logrado que el resultado fuera incierto.

Los últimos partidos eran casi psicodélicos. Mati generaba situaciones rarísimas para que yo no adivinara los resultados y los dos terminábamos mareados por tantos goles anulados, incluso en partidos que salían 0 a 0.

Aquel Mundial del ’93, nuestro Mundial, duró más de dos meses. Los últimos partidos se estiraban desde la mañana hasta la tarde, incluso inventábamos las formaciones y actuábamos las charlas con los técnicos en el entretiempo. Pero ya era el primer fin de semana de marzo y el lunes empezaban las clases: el torneo tenía que terminar.

No sé si Mati me creerá, pero me acuerdo de que a la final llegaron Atlético Madrid y el Ajax de Holanda. Ese domingo, los dos estábamos melancólicos; así se debe sentir un futbolista cuando se retira. Pero el nuestro era un retiro apresurado: Mati tenía 13 años; yo, apenas 8.

Casi no habíamos dormido por la ansiedad, y el sorteo del resultado lo hicimos mientras nuestro abuelo Víctor escuchaba “Ucrania libre” en la radio. O sea, muy temprano. Pese a que Elvi nos pedía que no molestáramos a Luchessi, el vecino, con los pelotazos contra la pared, a las ocho y media de la mañana del domingo ya estábamos en la cancha. Creo que Mati hasta se puso canilleras.

Por mucho que estiramos el partido (incluso almorzamos durante el entretiempo), a la tardecita no había nada más para inventar. Estaban 1-1 y todos se pasaban la pelota sin peligro, yo solo participaba tocándosela a mis defensores. Era la final del único Mundial que jugaríamos en nuestras vidas. Los dos lo sabíamos y queríamos que ese momento durara todo lo posible.

Mati, que si de chico hubiera dedicado su inteligencia a algo que no fuera divertirme podría haber creado la Internet con un alambre y dos hilos, encontró una solución drástica. Les juro por Racing que esto es verdad: primero, el Ajax metió un lindo gol que lo dejó 2-1 arriba; después, Mati lo festejó colgándose de las rejas verdes; finalmente, relató:

–¡Los hinchas del Ajax se cuelgan del alambrado y el árbitro suspende el partido! ¡Iban 27 minutos del segundo tiempo y el partido estaba 2-1!

Yo no entendía nada. En la bolsa no había ningún papelito que dijera “partido suspendido” y además, al otro día, Mati arrancaba el colegio a las ocho de la mañana. La idea de dejar el torneo inconcluso tampoco me parecía correcta. ¿Qué estaba pasando?

Con una fenomenal cara de árbitro, Mati me miró y me dijo: “Yo así no puedo seguir, hay un montón de gente arriba del alambrado” y se fue a su casa. Yo agarré la pelota y entré a cenar para que Tati no me retara.

Al otro día empezaron las clases. Cuando me desperté, Mati ya se había ido. Y al mediodía me fui yo, solamente con Chuna y Gaby: ya no tenía con quién patear mandarinas durante el recorrido hacia la escuela. Pero, más que eso, me preocupaba el destino del Mundial. Pensé en la copa toda la tarde. Cuando volví del colegio, Mati me estaba esperando con la Caprichito naranja abajo de la suela.

–Apurate para sacarte el guardapolvo –me dijo– que se están por jugar los últimos minutos.

Yo ni llegué a entrar. Le di la mochila y el guardapolvo a mi abuela Fanny, que nos había ido a buscar, y Mati me tiró los guantes de arquero que usaba siempre.

Ajax hizo un gol más, ganó 3-1 y se quedó con la hermosa copa plateada. Cuando terminó el partido dimos la vuelta olímpica y celebramos como si estuviéramos drogados. Creo que Elvi nos miraba orgullosa desde el balcón.

–No sé si vamos a poder jugar siempre, pero igual armemos algunos amistosos para las tardecitas –me dijo Mati antes de subir las escaleras. Y yo sentí que tenía el mejor primo del mundo.

Seguimos jugando muchos años más en los ratos libres, que cada vez fueron menos. Hoy, Mati vive en otra casa con su mujer; y yo escribo esto desde mi austero y solitario departamento. Pero sé que leés este blog, así que te lo aviso desde ahora, Mati: para el verano que viene ya armé un amistoso entre el Cannon Yaoundé de Camerún y Racing, así que andá pensando cómo hacemos con el resultado.

sábado, 30 de junio de 2012

Yo también soy Damián Toledo

Por Martín Estévez

Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese alguien fue Damián Toledo.

Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi. Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado. Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.

Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos otros animales, pero hablemos de estas dos especies.

Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre: en realidad, es tortuga.

Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy. Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz. Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.

Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen, lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones compiten, y casi siempre ganan.

Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad; cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.

Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste por todos los compañeros. Y te salió mal.

A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso. Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.

Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy también este fuego.

Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un costado, vacío.

No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones, no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.

No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de simples seres humanos.

Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir. Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.

sábado, 23 de junio de 2012

La culpa la tiene Casciari

Por Martín Estévez

Me pasa todo el tiempo. Siento unas ganas irrefrenables de escribir algo simpático y con alguna idea medio fumada, y justo cuando estoy por arrancar me doy cuenta de que lo que quiero decir ya lo escribieron Alejandro Dolina o Hernán Casciari. Entonces las ganas de escribir se me vuelven angustia, y la angustia continúa incluso cuando desisto de escribir, y termino deprimido sin saber por qué, y sin haber escrito nada. ¡Mierda!

Casciari me enseñó que Borges “dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Las demás cosas que dijo o escribió el resto pueden estar bien o estar mal, pero no son tan, tan, tan fundamentales”. Qué bien escribe el hijo de puta de Casciari. Pero él, incluso afirmando que Borges escribió todo lo que había para escribir, sigue escribiendo. Debería tomarlo como ejemplo y escribir pese a todo, pero ya estoy deprimido, y no quiero escribir, ni leer, ni tomar como ejemplo a un forro que escribe tan, tan, tan bien que me deja sin ganas de nada.

Antes de empezar este texto (lo confieso con vergüenza de principiante) había hecho un listado de temas que podía desarrollar (según mi obsesión cronológica) sobre 1993: 

• Hablar sobre Matías Podestá, un compañero de 4º grado al que le decíamos Zapallito.

• Hacer una deducción matemática de cuántas lamparitas rompíamos con Mati jugando a la pelota.

• Recordar los partidos que jugó Racing ese año contando dónde estaba mientras se jugaban. La derrota 3-0 contra Vélez la escuché en un parque en el que estábamos porque Gaby quería ver a Festilindo; el 1-0 a Mandiyú fue un miércoles a la noche: el gol nació desde la radio de mi abuelo, semidormido, y me acerqué a escuchar si había sido de Racing o de los correntinos. Y así.

• Detallar los orígenes del prode familiar, que empezamos con Mati en el '93 y que sobrevivió hasta 2010.

• Contar mi búsqueda de historietas imposibles en Parque Rivadavia, especialmente para ver si alguno se compadecía y me regalaba el imposible especial Nº 4 de la Liga de la Justicia.

Pero, como esa gente que en el amigo invisible arruina todo averiguando quién le regala a quién, antes de empezar agarré a escribir agarré un libro de Casciari. Justo lo que no tendría que haber hecho. 

Así me dejó: deprimido, entendiendo que mis ideas son galletitas de agua húmedas, rancias, con las que es imposible cocinar un texto riquísimo como los de Casciari, o nutritivo como los de Dolina.

Sin embargo, desde el mismo libro, Casciari me tira ánimo: “El arte sólo requiere un 10% de talento; el resto es práctica tenaz y constante”. La frase no es gran cosa, pero de algo tengo que agarrarme. Y escribo. 

Escribo con tenacidad y constancia, aunque no hable sobre nada. Ni de lamparitas, ni de la radio de mi abuelo, ni del Parque Rivadavia. Pero escribo, no paro de escribir. Hago de la escritura mi ejercicio, mi desahogo y mi justicia. Insisto, buscando ese momento fugaz, peligroso e irrepetible en el que siento que escribí algo que me gusta leer. Como insistía buscando emociones ese gordito de 9 años que, cada vez que Mati le pegaba fuerte a la pelota, se tapaba la cabeza porque sabía que, instantes después, pasaría algo fugaz, peligroso e irrepetible: cientos de pedacitos de vidrio, que antes habían fingido ser lamparita, caerían como lluvia sobre su cabeza.

domingo, 6 de mayo de 2012

Y él respondía “nada”

Por Martín Estévez

Todo empezó con Jorge Díaz. Estábamos en 4ºC, turno tarde, y Graciela Tacconi, nuestra maestra, explicó por qué a veces le compraba un alfajor a Jorge. Era cuando le preguntaba qué había comido durante el día, y él respondía “nada”. 

Jorge, que hasta ese momento era un flaquito malo que nos podía fajar con una mano atada, dejó de ser un villano. De algún modo, comenzó a parecerme casi justo que nos cagara a trompadas. A él, el mundo le venía pegando desde mucho antes.

Terminé 9º grado en el ’98. Mis compañeros ya habían perdido la ingenuidad y empezaban a fumar porro. Mauro había salido en el diario por llevar revólver a un colegio; poco después se caería de un techo en un intento de robo y empezaría un tratamiento para dejar de drogarse. La última vez que lo vi fue hace ocho años; me visitó para contarme cómo iba su recuperación. No sé qué fue de él.

A partir de los 18 años empecé a frecuentar sectores sociales opuestos. Cuando Tati me convenció de que estudiara en un terciario privado, me sentí incómodo. Mis compañeros... ¿cómo decirlo? Eran de otra clase. Yo nunca pasé hambre, pero para no pedir plata para viajar (la cuota sí me la pagaban) repartía volantes y, al principio con ayuda de Víctor, vendía diarios y cartones.

Las relaciones de pareja también me transformaron en esto que soy. Primero tuve una novia hermosa que sufría las desigualdades sociales. El método para comer en su casa era el siguiente: los cinco integrantes de la familia ponían las monedas que tenían, ella iba a la carnicería, dejaba las monedas sobre el mostrador y le pedía al carnicero que le diera milanesas, las que alcanzaran con esas monedas. A veces no eran más de tres.

Después tuve otra novia hermosa que luchaba contra esas desigualdades sociales. Que militaba, que se conmovía, que ponía en práctica cosas que yo, siempre tan apático, sólo manifestaba en teoría. Tal vez fueron demasiadas las veces en las que nos olvidamos de acariciarnos para discutir sobre comunismo, sobre la función del Estado o sobre movimientos piqueteros, pero no me arrepiento de que haya sido así.

En el medio, empecé a ir a las marchas de las Madres de Plaza de Mayo, a las de la Noche de los Lápices, a las del 24 de Marzo. Compartí muchas horas con imbéciles terratenientes, con dueños de campos de polo, pero también con integrantes de La Poderosa. Escuché a los cómplices del sistema quejándose por los cortes de ruta, contra los valientes que luchan por nuestros derechos, mientras me interiorizaba en las ideas del FOL y veía a la injusticia social más de cerca. 

Me anoté en una universidad pública con el único fin de aprender y compartir. Debatí con los del centro de estudiantes, con profesores, con compañeros. Me entusiasmé con la sociología, con Marx, con Foucault, con Adorno, con Althusser. 

En todo este tiempo, entendí que lo que me pasa desde los 9 años, la incomodidad de tener cosas que otros no tienen, la sensación de que, aunque me cagara a trompadas, Jorge no tenía la culpa de nada, no era un trauma mío, sino una consecuencia de miles de sucesos que ocurren desde hace siglos. Supe que no soy el único que tiene más ganas de cambiar la realidad que de conocer Estados Unidos.

Ahora puedo decir, desde mi corazón y desde mi cabeza, después de pensarlo y de sufrirlo, que los que piden cárcel para chicos de 12 años, los que creen que las personas son mejores o peores según su nacionalidad, los que se sienten superiores a otros no son ni serán nunca más mis amigos. Aunque me duela, los que dicen que quienes reciben planes sociales no quieren trabajar, los que repiten las pelotudeces que escuchan en televisión y creen que la culpa es siempre de los demás, van a perder puestos en mi lista de Personas Que Quiero hasta desaparecer.

Ya tengo algunas ideas claras, y no desde el capricho, sino desde el conocimiento. Me animo a debatirlas durante el tiempo que quieran, del modo y en el lugar que quieran, con todo el respeto y paciencia que me quedan. Tengo claro que nunca será justo que haya personas trabajando mientras otras viven del trabajo de los demás. Y no me refiero a los desocupados, entiéndanlo de una vez: me refiero a esos hijos de puta de traje y corbata que parecen tan respetables, a los hábiles empresarios que no son más que explotadores que nos esclavizan, a imbéciles a los que votamos por su piel blanca y sus ojos claros mientras son cómplices de la trata de personas, de la violación de menores de edad, de la corrupción en sus formas más abyectas.

Todo empezó con Jorge, con un sistema que mortificó a su familia hasta dejarla sin fuerzas, sin respuestas, sin nada para comer. Y siguió con una, dos, trescientas pruebas de que los robos, los asesinatos, la discriminación y esta enorme tristeza son culpa de elegantes y caritativos hijos de puta enfermos de sexo comprado, de cocaína y de barrios cerrados. Pero, por suerte, en estos años más amigos del dolor que de la alegría, encontré a muchas, muchas personas que me enseñaron por qué no hay que abandonar, por qué no hay que olvidar, por qué hay que seguir luchando y luchando y luchando hasta que nos brillen los ojos: hay que seguir por ellos, por los abandonados, por los olvidados, por los que, solos, tristes y cansados, necesitan mucho, muchísimo más que un alfajor.

martes, 13 de marzo de 2012

Cuadras y barquitos

Por Martín Estévez

Acá me duele. Acá y no quiero decírselo a nadie, ni quejarme, ni gritar. Acá, en las cuadras que caminamos los dos, en las noches que no perdimos, en tus tristezas. Me duele el momento en que algo empezó a salir mal y no supimos cambiarlo. Me duele tu voz tan neutral, me duele este viento que no nos silba ninguna canción. Me duele este segundo, y éste, y éste.

Me duele que esto no salga, me duele que escribir ya no me alivie. No sé si llorar con nadie es más verdad, pero debería serlo. Ver la pantalla borrosa de horror, de sonrisas humilladas por la realidad, de inmensa falta de consuelo. Desmoronado de a poquito, roto, destripado mi mundo y lo que tenía y lo que quería tener. Solo y pesado y apático, despreciable, gris.

Tantas palabras de mierda y tan inútiles, tantas palabras que no sirven para vivir. Tanto cemento, tanta pretensión y tanta nada. El cuchillazo de querer abrazarte. Pero vos allá, y yo acá. Todo tan mal. Hice un barquito para vos, y es de papel, y no navega, y se rompe. Lo hice para vos y me duele no dártelo, me duele verlo, me duele haberlo hecho.

Me duele no saber cómo empezar de nuevo, me duele no querer empezar. Encadenado a repetirme, a arruinarme, a insultarme de nuevo. Divorciado de mí. Áspero. Estúpido egocéntrico, lleno de violencia reprimida, y tan pero tan pero tan vulgarmente triste: no sos mucho más que nada. Corré a abrazarla o tené la humildad suficiente para aprender de este dolor tan insoportable, de estas lágrimas espesas, de este ahogo perpetuo. Y hacelo en silencio.