Por Martín Estévez
Me pasa todo el tiempo. Siento unas ganas irrefrenables de escribir algo simpático y con alguna idea medio fumada, y justo cuando estoy por arrancar me doy cuenta de que lo que quiero decir ya lo escribieron Alejandro Dolina o Hernán Casciari. Entonces las ganas de escribir se me vuelven angustia, y la angustia continúa incluso cuando desisto de escribir, y termino deprimido sin saber por qué, y sin haber escrito nada. ¡Mierda!
Casciari me enseñó que Borges “dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Las demás cosas que dijo o escribió el resto pueden estar bien o estar mal, pero no son tan, tan, tan fundamentales”. Qué bien escribe el hijo de puta de Casciari. Pero él, incluso afirmando que Borges escribió todo lo que había para escribir, sigue escribiendo. Debería tomarlo como ejemplo y escribir pese a todo, pero ya estoy deprimido, y no quiero escribir, ni leer, ni tomar como ejemplo a un forro que escribe tan, tan, tan bien que me deja sin ganas de nada.
Antes de empezar este texto (lo confieso con vergüenza de principiante) había hecho un listado de temas que podía desarrollar (según mi obsesión cronológica) sobre 1993:
• Hablar sobre Matías Podestá, un compañero de 4º grado al que le decíamos Zapallito.
• Hacer una deducción matemática de cuántas lamparitas rompíamos con Mati jugando a la pelota.
• Recordar los partidos que jugó Racing ese año contando dónde estaba mientras se jugaban. La derrota 3-0 contra Vélez la escuché en un parque en el que estábamos porque Gaby quería ver a Festilindo; el 1-0 a Mandiyú fue un miércoles a la noche: el gol nació desde la radio de mi abuelo, semidormido, y me acerqué a escuchar si había sido de Racing o de los correntinos. Y así.
• Detallar los orígenes del prode familiar, que empezamos con Mati en el '93 y que sobrevivió hasta 2010.
• Contar mi búsqueda de historietas imposibles en Parque Rivadavia, especialmente para ver si alguno se compadecía y me regalaba el imposible especial Nº 4 de la Liga de la Justicia.
Pero, como esa gente que en el amigo invisible arruina todo averiguando quién le regala a quién, antes de empezar agarré a escribir agarré un libro de Casciari. Justo lo que no tendría que haber hecho.
Así me dejó: deprimido, entendiendo que mis ideas son galletitas de agua húmedas, rancias, con las que es imposible cocinar un texto riquísimo como los de Casciari, o nutritivo como los de Dolina.
Sin embargo, desde el mismo libro, Casciari me tira ánimo: “El arte sólo requiere un 10% de talento; el resto es práctica tenaz y constante”. La frase no es gran cosa, pero de algo tengo que agarrarme. Y escribo.
Escribo con tenacidad y constancia, aunque no hable sobre nada. Ni de lamparitas, ni de la radio de mi abuelo, ni del Parque Rivadavia. Pero escribo, no paro de escribir. Hago de la escritura mi ejercicio, mi desahogo y mi justicia. Insisto, buscando ese momento fugaz, peligroso e irrepetible en el que siento que escribí algo que me gusta leer. Como insistía buscando emociones ese gordito de 9 años que, cada vez que Mati le pegaba fuerte a la pelota, se tapaba la cabeza porque sabía que, instantes después, pasaría algo fugaz, peligroso e irrepetible: cientos de pedacitos de vidrio, que antes habían fingido ser lamparita, caerían como lluvia sobre su cabeza.
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