lunes, 29 de marzo de 2021

Aunque la vi dos veces

Por Martín Estévez

Vanina no me ama y lloro, con un té en la mano, mientras mi mamá me mira. “Pero ¿cuántas veces se vieron?”, me pregunta Tati. “Dos”, respondo, y lloro mirando la taza, un poco más fuerte. Me chupa un huevo la humillación de este momento, que Tati no me entienda, en este puto momento de mierda no me importa nada, excepto que Vanina no me ama. 

Dos años sufriendo como un pelotudo por Rosana y, cuando la supero, en cuatro meses me hacen concha el corazón de nuevo. No puedo creer estar otra vez en la misma inmundicia, en la misma sensación de desconsuelo sórdido, me parece una mierda la palabra “sórdido”, me parecen una mierda todas las palabras que no consiguen que Vanina me ame. 

Después de que nos robaron los celulares la segunda vez que nos vimos, le mandé uno, dos, tres mails. “Puedo callarme diecisiete veces, pero sólo si las tristezas valiosas, el futuro intimidante, y la maldita y bendita forma en la que te acurrucaste en mi vida siguen existiendo en algún lugar, en cualquier lugar, en el que seamos primos, inocentes, cómplices, culpables o eternos denunciantes denunciando que nunca podremos ser lo que deseamos juntos, pero siempre podemos desear juntos lo que queremos ser”, le escribí primero. 

“Ganaste: si prometo no seguir diciéndote enana, ¿voy a volver a saber de vos algún día?”, después. 

“Mi yo tan perfectito, tan lustrado, sabe (porque siempre lo sabe todo) que sos una persona, y que hay otras personas, y que está lleno de personas. Matt sabe que sos única. Ellos son dos y me hablan y se pelean y se hablan y se van. No sé si alguno tiene razón. Sí sé que si alguien tiene que estar cerca tuyo, es ese algo que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro de algún lugar que estaba adentro mío. Ese tengo que ser yo”, decía el tercer mail. 

No hubo respuesta. Durante 24 días, no supe nada de Vanina. Un 9 de mayo me mandó el mail más dolorosamente hermoso que me mandaron en la vida. 

“Ella pensó que la vida era como una foto en movimiento, cuya escena variaba ligeramente mientras los personajes de la composición seguían estáticos, presos del rol bajo el cual habían nacido. Pensó, pensó pensando sin pensar. Podía seguir mutando, pero había una situación que jamás cambiaba: siempre estaba sola. En sus temores, en la tormenta, sola en un cuarto donde Vani lloraba en un rincón, mientras Vani se reía de ella. Sola. S – o – l –a. Y estaba bien. Sea como sea, ‘cada hombre es una isla’, y las islas no están destinadas a formar continentes. Sea como sea, tu día empieza con vos abriendo los ojos, y termina cuando vos los cerrás. Entonces, ¿porqué se sentía tan triste?”, decía apenas una parte de ese mail que leí cientillones de veces, en el que Vanina me susurraba que ya no quería besarme para siempre, pero yo (claro) no quise entenderlo. 

“Le habían dicho que la vida era una línea recta y que a veces, solo a veces, hay líneas que te chocan y ¡PAF! te cambian de dirección. Le vino a la mente una línea sacándola de su hermosamente triste soledad. Un día entendió que la otra línea era importante, y que por eso necesitaba irse. Ahora la extraña, pero no es nadie para ir y volver cuando lo desea, y espera en silencio una respuesta. Alguien nos dio libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”. 

¡Ay, Vanina, cómo te amo! “Alguien nos libre albedrío. Hay que usarlo, entonces”. Googleé esa magia para ver quién la había dicho, ¡y fuiste vos! Seguís siendo un escritor de ochenta años que finge ser una enana adolescente. Seguís siendo mi creencia tan atea, mi fe tan materialista.

“En algún momento me cansé de ser una nada sencillita y almidonada –le respondí–, y preferí ser un algo revuelto y destripado. Boceto, sombra, maullido amorfo, un intento. Pero nunca, nunca más la nada. Alguien nos dio la esperanza. Hay que abrazarla, entonces”. 

Volvimos a escribirnos, a intentar intentarnos hasta que, después de tres meses esperando verla, me dijo por MSN que no, que lo que hubo ya no existía, que no quería besarme ni mirarme ni dejarnos robar en cualquier plaza de cualquier lugar del mundo. Vanina sabía a años luz de distancia que yo la amaba y entendía (demasiado bien) que ya no podríamos ser felices juntos. Que el amor desparejo es tan cruel y sádico como el no-amor. Las ideas de Vanina, como casi siempre, estaban seis pasos adelante de todas mis corridas apuradas. 

Ahora estoy sentado frente a la computadora y empiezo a decir, para arrancarme un poco de muerte: “Escribo en directo, la noche del 12 de julio de 2009, que ya se acerca a 13. Sin cronologías, ni correcciones, ni poesía. Escribo triste, y desgarrado, y solo. Solo, porque tu día empieza cuando vos abrís los ojos y termina cuando vos los cerrás…”. 

Vanina no me ama. Yo la amo aunque la vi dos veces, y escribo un texto sin sospechar que lo recitaré 11 años después, en algo llamado Instagram, cuando mi corazón esté roto otra y otra y otra vez. 

Vanina no me ama y yo ya no sé en qué tiempo estoy viviendo, cuánto de esto que escribo es pasado y cuánto es ahora, cuánto es verdad y cuánto es Vanina, cuántas Vaninas inventé para destrozarme y reconstruirme, cuántas culpas dibujé afuera para no mirarme allá adentro, pero ¡ay, Vanina! cuánto y cómo daría para me ames y para que la vida tenga mucho más que un libre albedrío que nos dieron sin preguntarnos. 

¡Ay, Vanina!, qué no arriesgaría yo para dejar de escribir “ay” en lugar de ese sonido que no se puede escribir: el de un mundo absurdísimo, impúdico y desalmado que se nos desarma bajo los pies, el de una vida en la que vivimos muriendo, el sonido silencioso de mis ojos mirando la taza de té, mientras Tati me mira, y vos no me amás.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Cita en un patrullero

Por Martín Estévez

Estoy en un patrullero, atravesando un barrio raro, con dos policías adelante y dos personas desconocidas al costado. Es de noche y nos llevan a una comisaría. No puedo creer que esto me esté pasando. En serio. Jamás, pero jamás de los jamases, hubiera pensado que iba a terminar así mi segunda cita con Vanina. 

• • • • • • • • • • • • • 

Vanina ya es una magia que me atraviesa la respiración. Si durante seis meses de chat me maravilló, después de verla y besarla, hace tres semanas, ya no sé cómo aguantarme tanto amor. Mi vida parece un pegajoso cuento romántico. 

Hoy nos veremos de nuevo. Quiero decir: me escaparé de nuevo del trabajo para pasear con ella por el Centro Cultural Recoleta. No tengo la menor idea de qué es el Centro Cultural Recoleta: solo quiero escucharla contarme de qué se trata el mundo. 

Vanina hace que todo sea curioso y nuevo, me empuja a su cosmos inquieto. De repente también parezco audaz y de colores, suspicaz y austeramente épico. ¡Ay, ni se entiende lo que escribo cuando pienso en ella! 

La cosa tiene ritmo de segunda cita: nos saludamos con un abracito, nos charlamos muchos minutos desde cerca y, sin darnos cuenta, nos estamos besando. Vanina es la tercera persona que beso en la vida pero cada beso con ella es como el primero. Siento en el cuerpo la certeza de estar siendo feliz. 

Nos sentamos en un banquito de Plaza Francia, empieza a anochecer, el universo está bien. Nos besamos con paciencia y dedicación, como si no existiera el tiempo, con los ojos cerrados durante larguísimos segundos. De pronto, siento un golpe en la cabeza. 

—¡Dame todo, guacho, dame todo, guacho, dale, dale, rápido! 

En la oscuridad, tres personas nos arrancan su bolso y mi mochila. Tienen una pistola. Cruzo el cuerpo adelante del de Vanina y, antes de que pueda decir algo heroico, me meten una piña en la frente que me sacude. 

Quince segundos después, ellos ya no están, pero tampoco mi buzo rojo y negro, mi celular ni mi plata. Peor: tampoco el celular, las llaves ni el documento de Vanina. 

Entra en shock, llora, trato de calmarla: cosas que pasan después de un robo. Vamos a la parte de seguridad del negocio más cercano (el Buenos Aires Design) para avisarle a su familia. Marca el número de su casa y, de pronto, me pasa el teléfono. 

—Emmm, hola, sí. Qué tal. Soy Martín, estoy con Vanina, por favor no se preocupe. Ella está bien, está al lado mío, ya le paso con ella. Está un poco asustada porque nos robaron, pero no le hicieron nada, ella está bien, ahora se la paso. Ella quería avisarle por las dudas, ahí le paso. 

Vanina habla como puede, corta y un rato después, cuando en vez de llorar se está riendo, aparecen en la oficina de seguridad su mamá y su hermano. Miro la escena con un silencio que jura inocencia. No sé dónde meterme. No sé cuanto pasa hasta que aparece la policía, llamada por la gente de seguridad, y sugiere denunciar el robo de documentos y llaves. 

• • • • • • • • • • • • • 

Estoy adentro de un patrullero, atravesando un barrio raro, con policías adelante y la mamá y el hermano de Vanina a mis costados. Somos cuatro atrás, apretados como hojitas de lechuga. Me pellizco para asegurarme de no estar soñando. 

Poco después estamos declarando frente a un policía y una máquina de escribir, con su mamá y su hermano atrás nuestro. “Siendo las 22:25 del miércoles 15 de abril de 2009…”, comienza a tipear el policía en voz alta, y nos hace preguntas sencillas hasta que… 

—¿Relación de los denunciantes?

—¡Amigos! —decimos a coro, sin tiempo a que termine la pregunta.

—¿Qué se encontraban haciendo al momento del robo?

Los ojos de la familia de Vanina se nos clavan en la nuca. 

—Charlando —dice ella. 

—Sí, sí, estábamos sentados charlando —confirmo con seguridad. 

—¿Por dónde vinieron los responsables del robo? 

—Emmm… No pudimos ver bien —dice Vanina. 

—Estábamos distraídos y aparecieron de golpe —digo, ya no tan seguro. 

El oficial nos mira raro. Toma otros datos y nos entrega una copia de la denuncia. Uff. Zafamos. 

• • • • • • • • • • • • • • 

Ya estamos fuera de la comisaría. Caminamos a no sé dónde. Vanina y su hermano se ríen a un costado. La mamá de Vanina es un amor: me dice por dónde pasa un colectivo que me acerca a Lomas y me da monedas para tomarlo. Su hermano me dice “gracias, Vani me contó lo que hiciste”, y le creo su sonrisa. El universo vuelve a estar bien. 

Me despido en remerita, muerto de frío, pero feliz. Vanina me abraza fuerte. “Te quiero”, me dice despacito, al oído. Nunca hubiera imaginado lo que pasaría en mi segunda cita con ella. Y mucho, muchísimo menos, podía imaginar que ese 15 de abril de 2009, antes de que me golpearan la cabeza, la había besado por última vez.