miércoles, 15 de agosto de 2018

Me cago en mis promesas

Por Martín Estévez

Tengo una costumbre de mierda: prometer cuando estoy sensible. “Quedate tranquila que yo lo arreglo”, “La semana que viene voy seguro”, “Lo guardo hasta que haga falta” y “Te voy a amar para siempre” son frases que suelo decir conmovido por algo que pasó en el mundo, pero que me terminan atando durante días, meses, siglos a promesas que después ni sé por qué hice y que me niego a olvidar (también sin saber por qué). 

Una de esas promesas se originó el miércoles 19 de julio de 2006. Yo escribía y corregía una revista llamada Fox Sports, en Palermo: un trabajo durísimo que me ocupaba buena parte de la vida. Una compañera del sector de administración, Sandra, se acercó temprano a la redacción y preguntó si a la tarde podían visitarnos su hijo y un amigo para que les contáramos “cómo era ser periodista”. 

“Ser periodista es una mierda”, pensé por dentro, antes de darme cuenta de que mis compañeros se hacían los boludos y miraban para otro lado. “Justo tengo una nota”, “me voy temprano”, “conmigo se van a aburrir”, fue el coro de excusas. Vi la cara de derrota de Sandra y no pude evitarlo: 

–Yo recién empiezo en esto del periodismo –le dije–. Pero no tengo problemas en estar un rato con ellos. 

Desde entonces fui su favorito, pero me metí en un quilombo grande. 

Su hijo Maxi y el amigo de él, Lautaro, tenían 11 años y resultaron bastante simpáticos. A mí, cualquier cosa me parecía mejor que corregir revistas que se publicaban en El Salvador, así que les armé un show en el que el periodismo era la pasión misma e imagino (porque ahora haría lo mismo) que armamos una nota en la que ellos eran protagonistas. Fin del asunto. 

¿Cuál es el gran problema, entonces? Que, seis años después, me llegó este mail de Lautaro:


Yo atravesaba un momento sensible y su mensaje me conmovió. Recordé los ojos del pequeño Lautaro y le dije que sí, que claro, que contara conmigo para lo que fuera. Y pisé el palito, como siempre: le prometí que nos juntaríamos personalmente a conversar. ¿Por qué hiciste eso, Martín? ¡¿Por quéee?! 

Ya pasaron seis años desde aquel mail. Seis años en los que presentí que no podría cumplir la promesa; pero, en vez de confesarlo, la seguí alimentando: saludaba a Lautaro por facebook en su cumpleaños, les daba MG a sus publicaciones y anotaba su nombre en mi lista de “cosas pendientes”. Me mentía a mí mismo. 

Hasta ahora había podido cumplir todas mis promesas, pero me doy cuenta de que tal vez no pueda seguir haciéndolo. Que es verdad que nuestra palabra es importante, pero eso no significa que haya que viajar durante horas para ver a un desconocido y conversarle sobre no-sé-qué-cosa solamente para dormir tranquilo, solamente para poder decir “no traicioné a nadie”. 

Y también sé, lo asumo, que ser capaz de romper una promesa es ser capaz de romperlas todas. Yo prometí visitar a Fanny hasta que alguno deje de respirar; prometí no pegarle a una puerta nunca más; prometí no hacer nada injusto por plata; prometí no olvidar a las mujeres que amé para siempre… ¿Seré capaz de romper también esas? 

Dirán que no son comparables, pero la promesa que le hice a Lautaro valía exactamente lo mismo que todas, porque todas son una, todas son mi palabra, todas son lo que prometí ser. Y me duele, pero mucho peor que no cumplir una promesa sería no asumir que no la vamos a cumplir. 

Así que escribo este texto para pedirle perdón a Lautaro por haberlo hecho esperar en vano durante doce años. Y confesar, ante todos los que están leyendo, que hoy ya no sé si es posible amar siempre lo imprevisible, encapricharnos con nuestras promesas, hacer lo que creemos justo aunque nos duela como la mierda. 

Durante seis años quise escribirle a Lautaro que no nos íbamos a ver nunca, que me arrepentía de lo que le dije, que me perdonara, o que no me perdonara, pero que yo no sabía, no tenía idea de qué decirle cuando lo viera, que tenía miedo de que fuera una mala persona y tener que caretear simpatía, o de que él pensara que yo era mala persona y me despreciara. Durante seis años quise decirle a Lautaro que ya soy un señor grande y que no es tan fácil dedicar tardes enteras a buscar historias, que me duelen los huesos, me duele la vida, Lautaro, que no te puedo aconsejar casi nada porque yo tampoco sé para dónde voy, que ya no sé qué es el periodismo, qué soy yo, que ya ni siquiera sé si soy ese pibe de anteojos, asustado, apático, sin sexo, explotado por malas personas que una tarde de 2006 mintió con fuerza para que ese chico de 11 años no supiera antes de tiempo que lo que le esperaba en la vida no eran periodismos brillantes y tardes de sueños, sino angustias brutales, explosiones de injusticias, alivios en el amor, pérdidas, imposibilidad de entender, enfermedades, mujeres que tal vez ya no nos amen y también otra clase de mentiras, las compartidas, porque las mentiras compartidas entre personas que se aman son siempre un poco verdad. 

Pero no me animé, no me animé nunca a escribirle, estuve años escondiéndome como un imbécil, como un injusto, como esto que soy. Angustiado, angustiadísimo por todo aquello que me persigue, doce años después, exactamente doce años después de la primera vez que nos vimos, el 19 de julio de 2018, no aguanté más tanto silencio, tanta cobardía y tuve que admitirlo todo. Fui a su casa, toqué su puerta y se lo dije: las promesas, Lautaro, están hechas para cumplirlas.