domingo, 17 de noviembre de 2019

Se me murió una vida

Por Martín Estévez

El día que presenté mi libro, “Lo hago para que me quieran”, fue uno de los más felices de mi vida. Yo no lo sabía, pero aquel 25 de marzo de 2018, también, empezó el fin de mi felicidad. 

“Lo hago para que me quieran”, qué curioso todo, se había convertido en mi forma de ser, de actuar, de pensar, de amar. Todavía no sé si fue una forma de vida buena o mala, porque entre 2013 y 2018 generó mis felicidades más largas; pero terminó hundiéndome en esta tristeza tan inmensa. 

Fui feliz en 2000, 2003, 2005 y 2009, tengo bien identificados los momentos. Semanas, a veces meses enteros. Pero nunca como sucedió entre 2013 y 2018: bloques gigantes de felicidades intensas, construcciones llenas de sinceridad, tal vez algún año entero (¡un año entero!) sin que la angustia existencial le ganara a las formas del amor. 

Yo “lo hice para que me quieran” otras personas, pude poner a un Martín social sobre mis deseos individuales, porque tenía amores asegurados, dónde ser abrazado, dónde descansar: mi familia, mi pareja, un trabajo estable, los viajes a la nada, los partidos de Racing, mis amigues, Etiopía. 

Hasta el 25 de marzo de 2018, con temblores, el modelo “Lo hago para que me quieran” aguantó bien. Nueve meses después, el edificio se destruyó y todavía duermo entre escombros. Son muchos, y difíciles, y me duelen. 

Las 7 patas de mi estructura, en apenas nueve meses, fueron atacadas. Algunas directamente estallaron en mil pedazos; otras tratan de rearmarse con las partes que quedaron. 

Me hice bastante el pelotudo, es verdad. Tardé nueve meses en asumir lo que no había podido ver durante la tristeza ni durante la felicidad, tal vez casi nunca en mi vida: que necesitaba ayuda. Que necesito ayuda. 

En medio de la catástrofe, llené los huecos que dejaron las cosas que me daban alivio con presiones: espacios y actividades en las que mi función era (es) colaborar, mediar, coordinar, ser paciente, respirar hondo, resolver, insistir, enseñar, construir, perseverar, esforzarme, respirar hondo de nuevo, insistir más fuerte, no aflojar la vena del cuello hasta que algo en este mundo de mierda sea más justo. 

Desde que me despertaba hasta que me acostaba, desde que me despierto hasta que me acuesto, durante nueve meses fui enterrando al Martín que sufre en Año Nuevo, que imita a Fito Páez, que necesita matecito los domingos, que quiere que alguien lea con las tripas lo que le sale de este llanto desgarrado. Lo silencié, con todo el dolor que siempre me generaron los silencios. 

Un lunes de hace dos meses, el Martín individual que tengo adentro se rebeló contra la opresión del otro, el Martín social que tiene que seguir siendo y haciendo aunque ya no haya alivios ni refugio ni nada que haga soportable el renacimiento del monstruo que me despertaba a los 10 años: el terror a que nadie pueda entenderme, a la soledad intelectual y, muchísimo más, a la soledad emocional. Siento el terror en la nuca, un escalofrío en estos dedos que tipean. Lo tengo acá al monstruo, mientras escribo, y me hace doler la panza. 

Necesité pedir ayuda. Yo (el hombre blanco que tuvo agua potable y comió todos los días, el heterosexual obligado a cuestionar sus privilegios y sin derecho a ningún derecho) tuve que humillarme y reconocer que no puedo solo, caer en el ejercicio más individual y burgués que se me ocurre: ir a un psicólogo. Pagarle a un señor desconocido porque ya no sé para dónde salir corriendo, o si dejar de correr, o si volver hacia ningún lado. Tuve que sentir esa aguja en la médula espinal que significa para mi ego asumir que no soy omnipotente. 

Y, enseguida, descubrir que esa omnipotencia del orto también estaba tirando a la mierda mi edificio. Metidita adentro, qué sé yo si era bondad, soberbia, confusión, presión social, estigma, vocación, estupidez, un poco de todo, no sé, y puedo no saber porque no siempre puedo saber todo, ni siquiera de mí. Por eso pedí ayuda en estos últimos 13 días: porque ya no pude más. Porque ya no puedo más. 

Habrá que volver a escuchar al nenito asustado que siempre fui por dentro: todavía me asustan la noche, las ratas, que se vayan a vivir lejos, la mesa larga del pasado. Me aterra la imperfección de mi cuerpo, que alguien me vea totalmente desnudo, me paraliza de miedo llegar a los 50 años sin familia y cenar solo, en una mesa chiquita, todos los domingos a la noche. 

La concha del mundo, Martín: hace seis meses no usás la excusa de escribir sobre el pasado para sanarte el presente. Ni siquiera eso hacés, cabezón. Te estás lastimando profundo. Me estás lastimando profundo. Me estoy lastimando profundo. 

Les estoy pidiendo ayuda. Que me tengan paciencia, que me digan cosas lindas, que no me exijan nada mientras hago el duelo de la vida que murió. Por ahí estoy siendo extremista, por ahí haber sido extremista fue parte de esa muerte, pero igual déjenme, déjenme ser lo que pueda ser, lo pido por favor y tapando mi cuerpo que ni siquiera yo puedo ver desnudo. 

Confieso mi derrota y mi tristeza, por fin y después de tanto. 

Lo hago porque hoy no me importa una mierda nada que no sea la verdad fuerte de adentro que nos hace tirar los objetos que nos torturan, nada que no sea escuchar a eso que fuimos durante el primer beso feliz, durante la primera valentía bajo la lluvia, eso que somos cuando tomamos la decisión que nos mata de miedo y nos hace llorar y nos hace abrazar a la persona que nos ayuda a tomar esa decisión. Lo hago porque no siempre podemos sol@s. 

Lo hago porque no voy a poder luchar por otres si no lucho ya mismo por mí. Lo hago por el nenito de 8 años que miraba su cuerpo desnudo con miedo a que esa deformidad lo convirtiera en un monstruo, o lo matara. Lo hago por el adolescente de 15 años que pidió un turno en un urólogo y con voz temblorosa le dijo a un desconocido: no sé qué tengo, necesito ayuda. Lo hago por el adulto de 35 años que pidió turno en un psicólogo y con voz temblorosa le dijo a un desconocido: no sé qué tengo, necesito ayuda. Lo hago para volver a jugar, lo hago para escribirlo después, lo hago porque lo merezco, lo hago para dejar de acariciarme una mano con la otra cada noche de angustia. A partir de esta vida, no lo hago para que me quieran: lo hago para quererme.

No hay comentarios: