Por Martín Estévez
Es 17 de diciembre de 1995 y estoy llorando. Lloro mucho en la planta alta de mi casa, donde viven mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y llorando. Tirado en el suelo, boca arriba, mientras escucho. Escucho cuatro cosas: que Colón le gana 5-1 a Racing, que Vélez le gana 3-0 a Independiente, que los de Vélez gritan “dale campeón” y que los de Independiente también festejan. Festejan que otra vez perdí.
El día había empezado con la esperanza de ver a Racing ganar un título por primera vez en mi vida. Había que derrotar a Colón y esperar que Independiente le ganara a Vélez para forzar una final. Entonces, ritual familiar: todos frente a la televisión, con café y bizcochuelo, esperando el milagro.
Racing arrancó ganando en Santa Fe y aumentó la ilusión, pero Independiente no estaba dispuesto a colaborar: sus jugadores no atacaron nunca y sus hinchas celebraron los tres goles de Vélez. Sí: los tres goles que su equipo recibía. Para peor, desmoronado anímicamente, Racing terminó comiéndose una goleada escandalosa.
Rotos de dolor e indignación, mis familiares se fueron yendo, uno a uno, antes del final de los partidos. Creo que viajaban a Campana y estaban con el tiempo justo. Yo me quedé. Siempre me quedo. Me quedo porque alguien tiene que cumplir ese rol: el del que barre después de la fiesta, el del que apaga la luz, el del que llora después del pitazo final porque Racing (otra vez) no es campeón.
Yo tenía sólo 11 años, pero ya sabía algo: La Academia no ganaba nunca. Ser campeón era casi imposible, y una buena oportunidad se había escapado. Los de Boca, los de River y los de Independiente, todos, habían sido campeones en esos últimos tres años. Racing, en cambio, no ganaba un título desde 1966.
Empecé a entender el fútbol a los 6 años y desde entonces fui íntimo amigo de la derrota: contra Boca, River y el Rojo, contra los tres enemigos a los que había que cruzar en el colegio o en cualquier parte, perdíamos siempre. Los que me conocen saben que soy el principal estadígrafo de Racing en el planeta y que no miento: de los primeros 32 partidos que viví contra esos equipos, ganamos 4. Apenas 4. 4 de 32.
Eso me marcó. Crecí acostumbrado a los golpes, sabiéndome parte del bando perdedor. Y a partir de ese momento, siempre que decidí entre dos posturas, elegí la de los débiles, la de los que sufren. Los que creen que soy piquetero porque leí a Marx o porque tengo conciencia social no entienden nada: soy piquetero porque antes fui de Racing. Así de sencillo.
Para peor, en mi escuela eran todos de Boca o de River. Por ahí a alguna chica no le gustaba el fútbol y no tenía equipo, pero el resto (turno mañana, turno tarde, directivos) eran de Boca o de River.
Si River le ganaba a Boca, una mitad del colegio cargaba a la otra mitad. Si Boca le ganaba a River, lo mismo. Pero si River o Boca le ganaban a Racing, todo el colegio me cargaba a mí. Me sabían sensible, me tenían marcado, me espiaban para ver si otra vez, como después de cada derrota, había llevado la camiseta abajo del guardapolvo. Y como Racing no ganaba nunca, yo no podía cargar a nadie.
El 27 de diciembre de 2001, cuando Racing fue campeón por única vez en 47 años, me puse a llorar. No lloraba porque estaba emocionado: lloraba porque era 27 de diciembre, se habían terminado las clases y no tenía a quien cargar.
Aquel título, igual, fue un espejismo. Las cargadas y el sufrimiento siguieron. Racing acumuló derrotas, peleó el descenso, estuvo al borde de la desaparición. Yo aprendí otros valores que no eran el éxito: la fidelidad, la constancia, la humildad, el dolor como forma de reconstrucción. En la cancha y en mi vida.
Estar del lado de los castigados es poético para escribirlo, pero en la realidad es una trompada todos los días. Todas las horas. Todo el tiempo. Racing y mi vida se fusionaron. El gerenciamiento del club y el capitalismo como sistema. El índice de desocupación y la tabla del descenso. La represión policial y las goleadas que nos metía Independiente. Todo dolía, todo era un poco lo mismo. Los que piensen que esta comparación es una frivolidad absurda tienen razón. Pero, como diría Dolina, “a mí la razón no me alcanza”.
Empecé a abrazarme a un Racing sin resultados, a Racing como forma de vida. Lo apliqué en la realidad: aprendí a luchar con mis armas, con lo que tengo, aunque parezca destinado a derrota incluso antes del partido. Empecé a aceptar que no puedo cambiar el mundo, pero puedo cambiar una partecita del mundo; y que si no puedo cambiar ni una partecita, puedo intentarlo hasta que no me quede aire por respirar.
Las derrotas se nos siguieron acumulando, a Racing y a mí. Pero con Leandro y Melisa nos lo repetimos todos los días: sólo necesitamos ganar una vez para haber ganado siempre. Un pibe que evite su destino de drogas y cárcel, una mujer que deje de ser golpeada por su marido, una chica que descubra una idea leyendo un texto de Casciari. Un solo día en el que los oprimidos liberen sus cadenas y los poderosos paguen sus culpas, una tarde en la que el adolescente que lloraba en la planta alta de su casa se dé cuenta de que, aunque estaba en el bando predestinado a perder, estaba en el bando correcto.
Es 15 de junio de 2013 y estoy sonriendo. Sonrío mucho en la planta alta de la cancha de Independiente, donde quisieran estar mis tíos y primos. Pero no hay nadie, estoy solo y sonriendo. No sonrío porque Independiente acaba de irse al descenso por primera vez en la historia de la humanidad. No. Sonrío porque cuando asumí que estaba en el bando débil, pensé que nunca iba a ver al poderoso derrotado, a la clase alta del fútbol perdiendo sus propiedades privadas, mientras los derrotados de siempre sostienen la esperanza de un futuro mejor.
Ahora, mientras asumo que estoy en el bando débil del mundo, en el de los empobrecidos, los explotados, los trabajadores desocupados, las que tienen que abortar ilegalmente, los que limpian los baños y manejan los autos y construyen las casas de los ricos mientras la sociedad los mira con miedo, pienso lleno de tristeza que nunca voy a ver a los poderosos, a los opresores, a la clase alta del mundo perdiendo su poder en manos del pueblo. Pero nunca, tampoco, había pensado en ver a Independiente descender; y acá estoy, escribiendo este texto en mi cabeza mientras soy testigo de ese descenso. Escribo este texto en mi cabeza mientras sueño con que algún día, aunque suene imposible, el mundo se parezca un poco más al fútbol. Y los débiles, por fin, tengamos una tarde de reivindicación.
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1 comentario:
Ay. Me hiciste volver a esa tarde en que el atardecer entraba anaranjado por los vidrios amarillos de una ventana del comedor de casa, casi abrazada a un radiograbador ya medio viejo. Sola. Supongo que mi viejo laburaba. La tarde en que decidí que lo mío era alentar al que quería, pase lo que pase. Porque no quería ser como ellos. Porque ellos no amaban como 'se debía' amar, o como yo elegía amar.
Después me fui a esa otra tarde en un café a la vuelta de la facu, haciendo un trabajo de una de las últimas materias de la carrera. Atenta al televisor que de pronto dijo que el mundo cambiaba, que el destino esta vez tenía sabor a justicia. En abril de ese año se había muerto mi hermano. En mayo se murió Videla. En junio descendió independiente. Muchas cosas que nunca habían parecido posibles de pronto pasaban. Para bien o para mal, todo era posible, y eso era mejor que lo imposible, ¿no? ¿O estaría siendo muy optimista? O muy de Racing.
¿Por qué te cuento todo esto? Supongo que porque vos nos contás todo 'Palabras enreveradas'...
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