Por Martín Estévez
Esta historia, como todas las que escribo, es verdadera. Por
suerte existen varios testigos, porque un texto en el que converso personalmente
con Eduardo Duhalde invita a la sospecha de que les estoy mintiendo a todos.
Pero insisto: esta historia es verdadera.
Es el año 1996, tengo 12 años y, después de la clase de educación
física (de 8 a 9 de la mañana, en contraturno) con los pibes nos vamos a jugar
a la pelota al parque de Lomas. En esos años, en la pista de atletismo del
parque aterrizaba una vez por semana un helicóptero que transportaba a Duhalde.
(Duhalde, para los que no lo saben, fue gobernador de Buenos Aires
en los peores años de Buenos Aires, que son casi todos. Y presidente argentino
en 2002 y 2003. Duhalde era malo en serio: corrupción, narcotráfico, cosas
que casi todos sabemos pero no podemos denunciar por falta de pruebas).
Nosotros, más por aburrimiento que por convicción política, nos
colgábamos del alambrado que rodeaba a la pista y empezábamos a insultar a ese
señor cabezón. Sí: una vez por semana, cinco o seis pibes de 12 años cantábamos
canciones para faltarle el respeto al gobernador de la provincia.
Uno de esos miércoles, ya cerca del mediodía, mientras entonábamos “¡Duhalde, cagón, vos sos la corrupción!”, una persona se acercó por nuestro
costado ciego. “¿Hay algún problema?”, preguntó enojado. Era uno de los hombres
de seguridad del gobernador y tenía un bastón en la mano.
Lautaro, Claudio y el resto se quedaron mudos. Yo respondí lo
primero que se me ocurrió: “Es que estamos enojados, señor –le dije con cara de
nomepegue–, porque si en nuestra escuela no hacen aulas, todos nosotros vamos a
tener que separarnos”.
No se entendió mucho, pero el tipo nos miró interesado. Eso me
envalentonó: “El año que viene deberíamos ir a octavo grado, pero en nuestra
escuela nunca hicieron aulas y ya nos dijeron que nos busquemos otra porque
todos no entramos”.
El hombre guardó el bastón y nos dijo que escribiéramos una carta
para “el señor Duhalde” contándole el problema, y que él mismo se comprometía a
alcanzársela durante el miércoles siguiente para ver si “se podía hacer algo”.
Nosotros estábamos tan contentos por no haber terminado presos que
esa misma tarde le contamos la historia a la señorita Gladys (sin la parte en
que nos colgábamos a insultar, claro). Ella propuso que todo el grado
escribiera la carta. Una semana después, estábamos de nuevo en el parque, sin
insultos pero con un sobre en las manos. El guardia nos reconoció enseguida y
se acercó a buscar la carta. Lo vimos: luego fue caminando directo hacia
Duhalde y conversó con él.
-Dice el gobernador que vengan el miércoles que viene con la
directora de su escuela. Quiere hablar con ella –nos pidió.
Dos semanas después de putear desde el alambrado, la directora, la
vicedirectora y cinco de nosotros estábamos parados al lado del helicóptero,
frente a Duhalde. El tipo, lo juro, era más bajo que yo, que tenía 12 años. Un
enano con cara de hijo de puta que enseguida nos prometió que en los próximos
días iba a ordenar la construcción de aulas nuevas en la Escuela Nº29.
El día que llegó la confirmación a través de un comunicado del
Ministerio de Educación, juntaron a los estudiantes de la escuela y les
contaron que, gracias a nuestra “preocupación y esfuerzo”, todos podrían
terminar los nueve años de la primaria en la 29. El patio entero estalló en
aplausos. La secretaria, María Ángela, nos miraba emocionada, como diciendo:
“Con chicos así, el mundo tiene esperanzas”.
Empezamos octavo grado en la biblioteca, claro. Las obras se
demoraron y recién para mitad de 1997 terminó la construcción de las aulas. Al
final egresé de la Escuela 29 sin pena ni gloria, sin viaje de egresados ni
amigos para siempre.
La historia no parece tener moraleja, aunque podemos inventarle
tres. La primera es que muchos de los aplausos más efusivos que recibimos en la
vida no los merecemos. O los merecemos por otros motivos: fue injusto que nos
aplaudieran por una “preocupación” y un “esfuerzo” que nunca demostramos; pero
tal vez merecimos los aplausos por la creatividad en un momento complicado; y
por seguir la historia hasta el final, como siempre hay que seguir las
historias.
La segunda moraleja es que, aunque Duhalde puede ser confundido en
este relato como un político sensible y solidario, en realidad reafirma sus
peores cualidades: la 29 se salvó porque a un tipo de seguridad le caímos bien,
pero muchas escuelas terminaron sin aulas y devastadas por un sistema educativo
nefasto impulsado por él.
Y la última conclusión es que, desde los 12 a los 29 años, de
tanto cambiar no cambié más: este año, en otro parque, con otros pibes,
cantamos una canción mientras pedíamos justicia para Darío Santillán y Maxi
Kosteki, luchadores asesinados durante la presidencia de Duhalde en 2002:
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