Por Martín Estévez
Tengo una
enfermedad mental. No es un chiste; escribo
angustiado y triste, sobrepasado por la situación. Escribo porque contarlo
públicamente me obligará a hacerme cargo de algo que creía manejable, normal,
hasta simpático, y ahora tengo miedo de que me cague la vida. Están leyendo mi
mamá, mi prima, mis compañeros de trabajo: no me expondría tanto si no
estuviera desesperado. Es difícil de explicar, pero cuando terminen el texto van
a entender. Sólo repito que no es un chiste ni un recurso literario: estoy enfermo, y de verdad.
Las
enfermedades mentales tienen influencias genéticas y sociales. De lo genético
no sé, pero el motivo social de mi enfermedad se disparó el 7 de abril de 2004.
Ese miércoles, en la escuela terciaria a la que iba, tomaron un examen de
conocimientos básicos: respondí bien 5 preguntas sobre deportes, pero fallé 4
de 5 sobre información general. Recuerdo específicamente una:
“Raúl Castells y Luis D’elía… ¿cuál es el
piquetero opositor y cuál el oficialista?”
¡Cuánto me
dolió no saberlo! Pero no lo sabía; lo cuento ahora con la misma vergüenza que
sentí en ese momento. Estaba a meses de recibirme de periodista, pero no sabía
nada y no entendía por qué. En el viaje de vuelta empecé a preguntarme: ¿cómo
se aprende quién es el gobernador de Salta, la forma de extraer petróleo o qué
fue el Ku Klux Klan? Y yendo más al fondo: ¿cómo es posible conocer todo lo
posible?
Durante
tres días, desorientado, pensé en cómo terminar con mi ignorancia: “¿Qué hago? ¿Agarro libros al azar, hago
cursos, me anoto en otra carrera?”. La información era infinita. ¿Cómo ordenarla
para aprenderla de a poco? ¿De qué manera podía conocer cosas tan diferentes
como razas de perro, formas de cocinar, reyes de Europa, cantantes famosos y el
tamaño del Sol?
Llegué a
una conclusión: lo único que une a todas las cosas del mundo es el tiempo. Los
perros, los reyes, los cantantes, el Sol: todo nació, se originó o
se descubrió alguna vez, en algún momento. Todo comparte una línea cronológica.
Si repasaba con cuidado esa línea (la historia universal), tarde o temprano sumaría
los conocimientos generales que me faltaban.
El plan
era ambicioso, pero mi hambre me devoraba: el 11 de abril de
2004 empecé el proyecto “Historia de la humanidad”, luego renombrado “Historia
Universal para principiantes”. Y ese día, también, empecé a enfermarme.
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Al
principio, con cuatro o cinco libros alrededor, escribía en un cuaderno todos
los sucesos que encontraba, empezando por el Big Bang y en orden cronológico,
porque saltearse algo significaba abandonar la única forma posible de ordenar
tanta información. La cronología empezó a convertirse en obsesión: empecé a
llamar a ese problema “cronolitis”.
Poco a
poco, la obsesión cronológica invadió otros espacios de mi vida. Consideré que
no era posible comprender del todo un libro, una película o un disco sin haber conocido
los anteriores (al menos los más importantes), así que empecé otras
cronologías: sólo leía libros antiguos, sólo miraba películas mudas,
sólo escuchaba música clásica.
Claro que,
mientras una parte mía quería sumar conocimientos a cualquier precio, otra
parte quería leer a Dolina, mirar Batman y escuchar a Fito Páez. Quería
divertirse. Pero las cosas nuevas quitaban tiempo a lo viejo,
entonces no se podía: Fito Páez tenía que esperar, porque primero había que
escuchar a Vivaldi, luego a Glenn Miller, luego a los Beach Boys. Todo en
orden, todo cronológicamente, todo prolijo: si no, nunca iba a aprender nada.
En ese
momento pensaba que podía romper esa estructura cuando quisiera. Y tal vez
al principio fue así, pero después no. Se habrán sumado muchos factores:
inseguridad, soledad, mucho tiempo libre, no sé, pero la
estructura fue creciendo en mi cabeza y se mezcló en mis rutinas.
Cada vez
más, todo lo que hacía tenía que respetar un orden determinado. Tenía que: era una obligación. Me costaba empezar algo que no tuviera un
orden cronológico y no registrarlo. Porque se sumó eso: registrarlo
todo. En un cuaderno, en un Word, en un blog, donde fuera. Si veía una
película, la anotaba y la comentaba. Si leía una historieta de junio de 1988,
la agregaba a una lista y la acomodaba entre las de mayo y julio. Estrictamente,
prolijamente. Tenía que ser así.
Sé que
esto todavía no les parece una enfermedad con todas las letras, pero paciencia:
recién empiezo a contarles.
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Lo que me
pasa en los últimos años puede sonar gracioso, pero no lo es. Les juro que no. Por
ejemplo, si tengo ganas de ver a dos personas, le doy prioridad a la que nació
antes. Si hago una entrevista, siempre empiezo preguntando por la infancia. Si dono
ropa, lo hago según el año en que empecé a usarla. Leyeron bien: busco fotos
para saber cuándo “tengo” que dejar de usar una remera. Sufro por eso.
No es tan
sencillo como “bueno, dejá de hacerlo”: aunque done un buzo de 2012 antes que
uno de 2010, mi cerebro me dice “acordate de que este es más viejo”. Lo grave no
es la acción, sino lo que pasa dentro de mi cabeza.
Mientras
tanto, avancé con la historia universal en el cuadernito, pero la empecé de
nuevo para hacer un libro, y después de nuevo para hacer un blog, y después de
nuevo para dar un curso. Mientras tanto, sigo leyendo libros, viendo películas
y escuchando discos en orden. Mientras tanto, sumé más y más líneas
de tiempo. Subo canciones a Spotify cronológicamente, mis carpetas de la computadora
se dividen por año y este mismo blog está escrito en orden: arranqué con
historias de 1990 y fui avanzando hasta 2004.
Y mientras
tanto, también, dentro mío sigo sintiendo la vocecita, reprimida, que me pide
diversión: “Basta de años, de listas, hacé lo que se te canta,
leé textos de Casciari aunque te falten otros anteriores, subí una foto de hoy aunque no hayas subido las del año pasado, escribí sobre Leandro
aunque no hayas escrito sobre tu tía Elvira”.
Pero no
puedo, no puedo y no puedo.
Entonces
trato de apurarme, de avanzar con las cronologías, pero ya son infinitas, y no
sé cómo seguir, cuándo abandonar, qué hacer. Me empezó a faltar tiempo para
todo, porque cada minuto es la posibilidad de avanzar en una cronología: coser un par de medias lleva el mismo tiempo
que escribir un texto sobre Marco Polo; visitar a Fanny equivale a dos
películas de 1942.
Me animé a
pedir ayuda: Leandro puso papelitos con mis actividades en una bolsa para que las
hiciera al azar; Luz me armó dos, cuatro, diez listas diferentes sobre qué era
bueno y qué era malo hacer; Tati dejó de tener diarios en su casa así no
los leo todos juntos, a las apuradas, cada vez que la visito.
Pero igual
no paré. En el trabajo inventé una excusa para mirar las 4.481 ediciones de El
Gráfico publicadas desde 1919, en orden cronológico. Intenté, para
unificar cronologías, que los libros, el cine y las campañas de Racing se
acoplaran a El Gráfico. Pero El Gráfico avanzó y el resto no, y
entonces me quedo de madrugada viendo películas de Chaplin, leo desesperado
cuentos de Borges, pido ayuda para contar los partidos del Chueco
García en 1938. Pero no llego, nunca llego.
Ya no me
hace falta anotar las cronologías: me las sé de memoria. Esto repite mi cabeza
a cada rato: “En historia universal voy por el 1490, en cine, literatura y
Racing por 1941, en El Gráfico por 1959, en discos de rock por 1988, en videos
de Racing por 2003, en palabras enreveradas por 2004, en textos de Casciari por
2012, en recortes de Racing por 2015, en mi otro blog por 2016, en actividades
del Movimiento Etiopía por febrero de 2017”.
Eso está siempre
en mi cabeza, excepto cuando tengo relaciones sexuales, cuando ando en
bicicleta, cuando me río fuerte, cuando escribo barbaridades y cuando sé que me
quieren. Parecen muchas cosas, pero no lo son: la cronología me habla el 90%
del tiempo que estoy despierto.
Voy a
contar algo más, que me da mucha vergüenza. En los últimos
meses, varias veces, corrí desde la parada del colectivo hasta mi casa para
ganar tiempo y avanzar más rápido. Se los juro por mi mamá: corrí. No es nada
gracioso. Me acuesto cada noche pensando en levantarme temprano para
avanzar en alguna cronología.
La última
vez que intenté explicar con sinceridad por qué hago lo que hago, qué es lo que
pasa por mi cabeza, lloré. Lloré mucho. De hecho, tengo los ojos húmedos ahora.
Estoy harto. Y enfermo.
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En los
últimos días me pasaron dos cosas importantes. Primero, noté la frustración de los que me quieren: los vi preocupados,
pero también aburridos de mí, del mismo tema, de los mismos argumentos
pelotudos que uso para defender diarios viejos, fotos de 2007, historietas
infumables. Tengo mucho miedo de que ya nadie pueda (ni quiera) ayudarme.
Lo segundo fue que armé un listado de mis cronologías, cosas para hacer, obligaciones
y deseos para intentar ordenarme, para saber qué hacer primero y qué dejar
para después, antes de que todo me aplaste.
En la
lista no hay seis o siete cosas. Hay 135.
Ahí están. Algunas me llevarían 15 minutos, como arreglar una silla, pero otras son infinitas, como seguir escribiendo la historia universal. Intenté con todos los recursos matemáticos que me enseñó Paenza, pero llegué a un callejón sin salida: ya no hay forma de hacerlo todo. No llegaría aunque renunciara a mis trabajos, aunque no durmiera, aunque viviera hasta los 90 años.
Quiero creer, quiero creer con mucha fuerza, que mi cerebro hizo un clic. Ojalá que el miedo a volver a terapia, o a llegar a un psiquiatra, sea más fuerte. Ojalá que el deseo de hacerme bien sea más grande que esta estructura de mierda que me habla en la cabeza.
Seguro será difícil y habrá recaídas, pero hoy, 4 de mayo de 2017, doy el primer paso: aunque cronológicamente tenía que escribir otro texto, escribí este. Porque lo sentí, porque lo necesito, porque me quiero sanar: un texto desordenado, fuera de tiempo y de estructura, perfumado por el deseo de curarme. Después de 13 años de enfermedad, recién ahora puedo hacerme cargo. No sé por qué tardé tanto, pero no importa: aprendí, después de mucho sufrimiento, que no tenemos la obligación de saberlo todo.
2 comentarios:
Excelente neneeeeee!!!!!
Yo también estoy poniéndome al día, de adelante hacia atrás, con tus trastornos, digo, con tus tocs, digo, con tu escritura.
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