Abandoné el periodismo deportivo el 18 de marzo de 2002. Tenía 17 años y hasta ese momento había cumplido brillantemente mi labor: leía diez diarios por semana, miraba veinte partidos por mes y no hacía más que escribir sobre fútbol, básquet o saltos ornamentales. Esa mañana me sucedió algo horrible: empecé a estudiar en DeporTEA.
En realidad, yo quería ser guionista de comics. Mi objetivo no era cubrir los Juegos Olímpicos, sino ser el primer argentino en escribir la Liga de la Justicia. Apenas terminé el secundario averigüé en la Escuela Argentina de Historieta, pero no otorgaba título oficial y era un poco cara.
—Eso lo podés estudiar después, como un hobbie —escuché una y otra vez de mis conocidos—. Hacé lo que quieras —me decían— pero para mí tendrías que estudiar periodismo deportivo.
Me tomé en serio lo de "hacé lo que quieras" y resistí. Supe que la carrera de periodismo deportivo no existía en universidades públicas y que también había que pagar, así que los comics seguían con ventaja.
A Tati alguien le dijo que DeporTEA era un buen lugar. Llamé y supe que la cuota era de $220 por mes. Imposible para nosotros: la crisis del 2001 nos había cacheteado y Tati hacía malabares para que todos pudiéramos comer. Pero ella investigó más.
—Me enteré de que dan becas —me explicó—. Vos venís de una escuela casi pública y tenés buen promedio en el boletín. Si te dan la beca y tu papá puede pagar una parte, llegamos.
Hablé con Juanca y él redobló la apuesta:
—No te preocupes, yo te pago la mitad. Y no hace falta que hagas los trámites para la beca, te doy 110 y listo.
Igual era una fortuna, así que hice los trámites por mi cuenta y conseguí un 20% de descuento, que me mantendrían si faltaba poco y tenía buenas notas. Juanca ponía 110, Tati 66 y yo tenía que arreglármelas para pagar los viajes y el resto de los gastos. Todo cerraba.
¿Todo cerraba? No. Mientras eso sucedía, seguía pensando en ser guionista. Lo único que me interesaba del periodismo era completar las campañas de Racing entre 1990 y 1997. Que esos partidos que recordaba tuvieran su comprobante físico: las hermosas síntesis de El Gráfico. El resto (entrevistar a un jugador de voley, comentar una semifinal o armar una tabla de posiciones) me parecía bien, pero no me obsesionaba.
A mediados de febrero, Tati me dijo:
—Te acompaño a DeporTEA y terminamos de averiguar todo. Y, si te convence, te anotás ese mismo día. Ya te queda poco tiempo.
—Tampoco hay tanto apuro —respondí haciéndome el canchero.
Cuando llegamos, me explicaron que la carrera duraba tres años y que el título era oficial. Que algunos periodistas conocidos habían estudiado ahí. Que la cuota sería más barata en los dos años siguientes. Que los profesores trabajaban en varios medios de comunicación y que había pasantías. Pero nada de eso me conmovía. No estaba convencido.
Ya en la planta baja, justo antes de irnos, me invitaron a pasar al archivo.
—Tenemos miles de revistas, libros y diarios —me contó un señor simpático llamado Enrique Stroppiana—. Los alumnos pueden verlos y fotocopiarlos.
—¿Y de la revista El Gráfico tienen algo? —pregunté.
—Desde 1959 hasta este año, la colección completa, con las ediciones especiales incluidas.
La miré a Tati.
—Subamos así me anoto —le dije—. Ya me queda poco tiempo.
••••••••••••••••••••
Enseguida supe que la carrera era muy pobre: apenas seis horas de clase por semana, centradas en ejercitar "qué hacer cuando nos toque trabajar en algún medio". Además, los lunes de 9 a 12 había conferencias de prensa de deportistas. Sólo eso.
Es triste: en DeporTEA podés recibirte sin saber quiénes fueron los presidentes argentinos, qué significa monopolio o qué fue la Segunda Guerra Mundial. Estoy seguro de que buena parte de mis compañeros no sabían esas cosas. En el aula escuché nombrar muchas veces las palabras Palermo, Batistuta y Ginóbili. Pocas veces, ortografía, gramática y sintaxis. Y casi ninguna vez, Marx, capitalismo o explotación.
En DeporTEA no se estudia historia, filosofía ni sociología. Sólo se trata de escribir y aprender un poco sobre cada deporte. Muy poco: el examen final de la materia "automovilismo", por ejemplo, constó de una pregunta a cada estudiante. Un compañero, Amós, tuvo que responder cómo se escribía "Schumacher". Lo hizo mal: lo deletreó dos veces con G. Dijo Schumager. Igual aprobó.
Si aprendí algo en DeporTEA fue porque tipos como Daniel Vilá o Ariel Scher estropeaban los planes de mantenernos ignorantes. Vilá nos hablaba de la dictadura militar, de la suciedad del Grupo Clarín, de los periodistas corruptos. Ariel nos decía que no cuestionarse el mundo es ser pelotudo, que no leer es ser pelotudo y que el mundo ya tenía suficientes pelotudos para que nosotros ampliáramos el número.
A mí nada me importaba: después de cada clase, corría al archivo y me quedaba hasta el anochecer mirando revistas El Gráfico. Una por una, empezando por 1990. Hasta completar mis partidos, mi colección, mis memorias.
¡Cuántos vacíos oculté en ese archivo! Durante todo el 2002 no tuve amigos; ni una sola vez me junté con alguien a conversar, a tomar algo, a mirar televisión. No había con quién. Sólo tenía una novia a la que veía, con suerte, dos ratitos a la semana. Casi todas las noches me quedaba en mi casa recortando diarios, mirando televisión o leyendo historietas.
Entonces no era raro que los lunes entrara al archivo a las 12 y me fuera a las 19. Lo recuerdo ahora y me sorprendo: Enrique me esperaba con las cinco revistas siguientes a la última que había leído. Me convertí en parte del decorado del archivo: era el chico que siempre estaba ahí, mirando revistas.
Al menos empecé a verme con mis compañeros fuera de DeporTEA: los viernes, cuando iba al kiosco de la vuelta a fotocopiar los partidos de Racing, cuatro o cinco estaban ahí comiéndose un pancho y conversando. Yo pasaba y les decía "hola" muy bajito. Ellos no entendían por qué yo me hacía tanto daño.
En aquellas solitarias tardes de 2002, todavía no sabía que El Gráfico también tenía una historia sucia, ni que leer aquellas 416 revistas sería lo más periodístico de mi formación. Y mucho, pero mucho menos, imaginaba que algún día me pagarían por hacer exactamente ese trabajo.
Aunque no soy ni me siento periodista deportivo, empecé a trabajar en El Gráfico en 2010. Y en 2015 propuse una idea: leer toda la colección para construir un enorme resumen que finalizará cuando la revista cumpla cien años. En 2019, cuando llegue ese aniversario, habré leído los 4.805 números de El Gráfico.
Así que termino este texto un poco apurado, porque estoy en la redacción y tengo que seguir pasando páginas. Leo las revistas sorprendido de que me paguen por hacerlo, pero también con mucho cuidado y mucho detenimiento. No porque tenga miedo de que se me escape algún dato, sino porque quiero estar seguro, muy seguro, de que esta vez no las leo para ocultar mis problemas, mis vacíos ni mi soledad, sino solamente para honrar a ese gran periodista que supe ser hasta aquel 18 de marzo de 2002.
A mí nada me importaba: después de cada clase, corría al archivo y me quedaba hasta el anochecer mirando revistas El Gráfico. Una por una, empezando por 1990. Hasta completar mis partidos, mi colección, mis memorias.
¡Cuántos vacíos oculté en ese archivo! Durante todo el 2002 no tuve amigos; ni una sola vez me junté con alguien a conversar, a tomar algo, a mirar televisión. No había con quién. Sólo tenía una novia a la que veía, con suerte, dos ratitos a la semana. Casi todas las noches me quedaba en mi casa recortando diarios, mirando televisión o leyendo historietas.
Entonces no era raro que los lunes entrara al archivo a las 12 y me fuera a las 19. Lo recuerdo ahora y me sorprendo: Enrique me esperaba con las cinco revistas siguientes a la última que había leído. Me convertí en parte del decorado del archivo: era el chico que siempre estaba ahí, mirando revistas.
Al menos empecé a verme con mis compañeros fuera de DeporTEA: los viernes, cuando iba al kiosco de la vuelta a fotocopiar los partidos de Racing, cuatro o cinco estaban ahí comiéndose un pancho y conversando. Yo pasaba y les decía "hola" muy bajito. Ellos no entendían por qué yo me hacía tanto daño.
En aquellas solitarias tardes de 2002, todavía no sabía que El Gráfico también tenía una historia sucia, ni que leer aquellas 416 revistas sería lo más periodístico de mi formación. Y mucho, pero mucho menos, imaginaba que algún día me pagarían por hacer exactamente ese trabajo.
Aunque no soy ni me siento periodista deportivo, empecé a trabajar en El Gráfico en 2010. Y en 2015 propuse una idea: leer toda la colección para construir un enorme resumen que finalizará cuando la revista cumpla cien años. En 2019, cuando llegue ese aniversario, habré leído los 4.805 números de El Gráfico.
Así que termino este texto un poco apurado, porque estoy en la redacción y tengo que seguir pasando páginas. Leo las revistas sorprendido de que me paguen por hacerlo, pero también con mucho cuidado y mucho detenimiento. No porque tenga miedo de que se me escape algún dato, sino porque quiero estar seguro, muy seguro, de que esta vez no las leo para ocultar mis problemas, mis vacíos ni mi soledad, sino solamente para honrar a ese gran periodista que supe ser hasta aquel 18 de marzo de 2002.
2 comentarios:
Muy bueno, Pipa.
Hace un tiempo te mandé un mail pero no recibí respuesta. Será porque ya no lees ni los mails, jajaja. O lo mandé a cualquier dirección?
Abrazo
Oscar
¡Hola, Oscar! Muchas gracias. Casi no reviso el mail, pero acabo de entrar para buscar tu mensaje y lo encontré. ¡En cuanto tenga un rato busco la información y te la mando! Un abrazo.
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