lunes, 6 de abril de 2020

Mis noches en el infierno

Por Martín Estévez

A principios de 2008 acumulaba un año sin besos, trabajaba 11 horas de lunes a viernes, Pablo era mi único amigo, Racing era siempre tormenta y extrañaba a mi ex novia. Mi vida era una lastimadura llena de sangre y de tierra, muy a punto de infectarse. Tenía 23 años y viernes y sábados, a la noche, no sabía qué mierda hacer. Entonces caía en mi droga de esos tiempos: las salas de chat. 

Intuyo que poc@s de ustedes han estado en ese infierno. Les cuento: entrabas a una página (en mi caso, tuchat.com) y había salas con distintos nombres, como “Argentina 1”, “Argentina 2”, “México 1”, “Menos de 20 años”, “Solo solteros”, “Infieles”, etcétera. El cupo era limitado: tenías que buscar una con poca gente o esperar a que alguien saliera para entrar. 

Solía meterme en alguna de Argentina. Sólo veía nombrecitos inventados y un diálogo entre 30 personas que avanzaba rapidísimo. Casi siempre eran varias conversaciones a la vez. La mayor parte, supuestos hombres intentando levantarse supuestas mujeres. “Levantarse” era pasar al chat privado. 

Había en esos chats algo que todavía me aterra. Personas (hoy les llamarían “trolls”) que, apenas entrabas, se ponían un nombre parecido al tuyo y, a lo que decías, lo transformaban en una grosería perversa. Si yo aparecía como “Martín” y respondía: “Acá, comiendo una pizza”, enseguida (muy muy enseguida) aparecía alguien con nombre Mar.tín y decía: “Acá, comiendo una pija”. Perdonen, pero así de grotesco era el asunto: una y otra y otra frase era replicada (muchas veces con sorprendente creatividad) con un detalle sexual o escatológico.

Era monstruoso: ¿por qué miles de personas hacían eso todas las noches en todas las salas? Sigo queriendo saberlo: es de las cosas más raras que viví. 

La lucha era feroz. Había que ignorar a los trolls durante una horita y empezaban a aflojar. Tipo 2 de la mañana, entonces, quedábamos l@s 6 o 7 que habíamos sobrevivido, cansad@s tras la batalla, y sin saber bien qué hacíamos ahí. Entonces aparecía mi magia: ponía sobre la mesa del chat una verdad. 

Empezaba contando mi fracaso y les decía a todes que, si estábamos en esa sala infernal un sábado a la madrugada, era porque nuestra vida era incluso peor. Pero que no tuvieran miedo, que había que tener paciencia y valentía para salir de ese pozo negro que nos hacía buscar cariño u olvido en nombrecitos desconocidos de tuchat.com

De a poco, todes admitían su dolor y cerca de las 4 de la mañana ya éramos casi familia, los cuatro que quedábamos nos jurábamos querernos para siempre y, a veces, nos pasábamos los mails para escribirnos si nos sentíamos tristes. Era un final épico y mentiroso, humillante y esperanzador. Casi nunca volvíamos a escribirnos, pero las horas habían pasado y era más fácil dormirnos llenos de confusión o mentira que vacíos. 

Llegué a conversar por MSN con algunas personas y las perdí en el camino: la bibliotecaria mendocina que quería conocerme, el pibe que agradecía mis palabras de aliento, la mexicana que nunca supe si me gustaba o si me gustaba conversar con alguien desconocido de otro país. 

Pero la historia que más recuerdo es la de “verdecita”: una chica que estaba siempre en la misma sala hasta que un día nos pasamos los MSN. Atravesaba una situación llena de violencia, y espero haberle dado cariño en medio de su dolor. 

Ella (me decía “viejito” porque mis 23 años le parecían muchos y no creo que recuerde casi nada de esto) fue la única que atravesó redes sociales: todavía la tengo en Facebook. Cada tanto entro a su cuenta para recordar esos infiernos, para adivinar su presente, para saber si es feliz. Siempre le deseo el bien: cómo no, si fuimos amigues en el infierno. 

Doce años después, intuyo que todes tenemos un infierno artificial que reemplaza al peor de los infiernos: a una soledad triste, a la angustia de no saber para qué vivimos, a las noches con gusto a nada. Imagino que los infiernos de mentira de hoy son las historias de Instagram, las biografías de Tinder, las charlas vacías de WhatsApp. 

¿Y yo qué hago sin mi chat infernal? Cuando me acechan fantasmas de mi vida, canciones del pasado, ausencias del futuro, prendo la computadora y en este chat gigante que son las redes sociales, hago mi magia: ahora enfrente de todes y rodeado de caras conocidas, empiezo a contar una verdad.

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