lunes, 20 de julio de 2020

Abrazame hasta que termine la pandemia

Por Martín Estévez 

Me rompe soberanamente los huevos andar ocultando por qué me preocupa tanto la pandemia. Estoy harto de caretearla todo el tiempo, de inventar que no quiero seguir encerrado o que tengo miedo de que muera la humanidad entera. A mí lo que me tiene angustiadísimo desde que empezó esta mierda del coronavirus, lo que realmente me mortifica, es recuperar un libro de Hernán Casciari. 

La clave del asunto es Florencia Leva. Pongo su nombre y apellido porque, si algo me pasa, ella será responsable. A mi (por ahora) adorada Florencia la vi por primera vez en 2012, no me acuerdo la fecha. El día en que conocí a Hernán Casciari, en cambio, no me lo olvido más: fue el 16 de julio de 2008. 

Meses antes, con Pablo fingíamos hacer periodismo para la revista Fox Sports pero nos la pasábamos boludeando. Una tarde señaló en su computadora un texto que se llama “Borges, desde el tablón” y me dijo: “Este tipo sería tu amigo”. Y desde que lo leí, ay, Hernán, te amo. 

Hernán Casciari vivía en España, acá lo conocía poca gente. Aquel 16 de julio de 2008 volvió a la Argentina después de ocho años para presentar un libro. Con Pablo dijimos que entrevistaríamos a un tenista y nos escapamos del trabajo para verlo. 

Gracias al (o por culpa del) gordo Casciari cambié para siempre mi forma de escribir: supe que si no arriesgo un poco la vida, si no hay violentas verdades escondidas cada dos líneas, ningún texto vale nada. Lo imité descaradamente y con orgullo. Con orgullo, también, recuerdo que en el primer número de su revista Orsai aparece mi nombre, porque compré 10 ejemplares para las personas que más quería. 

Comenté casi todos los 353 textos de su blog publicados hasta el 2013. Lo fui a ver hasta en la Universidad de La Matanza. En 12 años jamás pude evitar la amorosa envidia, o el envidioso amor, de decir “qué gordo hijo de puta” cada vez que escribe algo que yo hubiera amado escribir. Después siento culpa, porque “hijo de puta” es un insulto machista, pero igual no puedo evitarlo. 

Al principio, cuando se fue haciendo famoso, me sentí como alguien que sigue a una banda desde que toca para 10 personas y sufre cuando, de golpe, la escucha hasta su peor enemigo. Enseguida se me pasó y entendí que si sus textos escritos con las tripas llegan a más lugares, el mundo puede ser un lugar mejor. 

En 2011, el gordo abrió un bar en San Telmo, que como su blog y su revista se llamó Orsai. Todavía guardo una servilleta con el logo. Una noche estaba ahí y de pronto aparecieron Casciari (todavía vivía en España) y otras personas a recitar. Como siempre, el gordo me hizo hervir la pasión por lo que más me gusta en la vida después de la distribución de las riquezas: escribir. 

Hubo musiquita, paz. Hubo magia. Se hizo de madrugada y se me iba el último 74 a Lomas. Me acerqué a una mesita donde se reía con sus amigues. Lo interrumpí para contarle una pavada que había escrito sobre él en la revista El Gráfico

Cualquier reacción era esperable, menos la que tuvo: se alejó de la mesa, hizo fuerza para mantener la atención en lo que le contaba, agradeció con una sonrisa y me dedicó un libro suyo que, como siempre, yo llevaba en la mochila. 

¿Qué tienen que ver Florencia Leva y la pandemia con todo esto? Ya les explico. 

Hernán dice que la vida está grabada en surcos de un longplay, y que uno es la púa ciega que rasguña el vinilo. “Lo difícil –afirma– no es que suene la música (siempre suena), sino dar con el surco que a cada cual le corresponde. Una crisis es un salto antiestético en la canción. Encontrar otra vez la música correcta puede resultar muy complicado. A veces no ocurre nunca y enloquecemos. La locura es un disco rayado, es la desesperación que le hace repetir al desequilibrado la misma historia triste siempre”. 

Una de esas crisis, el gordo la resolvió en un viaje. Por eso, desde que empecé mi segunda gran crisis, en 2018, planeé un viaje desquiciado: presentí que en una placita de Ucrania volvería a sonar la música correcta. (Si alguien pensó que se trataba de un sensato viaje para conocer mis raíces, acaba de descubrir que gasté mis ahorros en una corazonada inspirada por Casciari). 

–¿¡ Pero qué tiene que ver esa tal Florencia Leva, hombre?! –ya escucho los gritos de ustedes. 

Para explicarlo, cito otra idea del gordo, la Teoría de los Guiños: “Funciona cuando la vida nos brinda una posibilidad, o nos ofrece un riesgo. En esos momentos, el mundo que nos rodea comienza a emitir gestos de complicidad”. 

Ojo: no está diciendo esa pavada de “cuando queremos algo el mundo conspira a nuestro favor”, sino que hay que descubrir 'cuándo' conspira a nuestro favor, porque una mala lectura nos puede cagar la existencia. “Las pequeñas desgracias cotidianas son productos de una mala decisión muy anterior, tan anterior que nos resulta imposible relacionar una cosa con la otra”, agrega el gordito lindo. 

La cuestión es que Florencia vive en España y la última vez que vino a Argentina me pidió algo para leer. En ese momento sentí el guiño, oí a Casciari susurrándome en los oídos, intuí que para que sonara la música correcta, mi viaje necesitaba algo más que la placita ucraniana. Le di a Florencia un libro del gordo y le dije que de regreso de Ucrania pasaría a buscarlo por España, donde ella vive, donde Hernán vivió, donde el libro había sido escrito. 

Enseguida saqué los pasajes. La placita ucraniana, el reencuentro con Florencia y con el libro de Casciari, el fin de mi crisis y el advenimiento de mi felicidad tenían fecha: 14 de abril de 2020. 

¿Entienden ahora? Estoy desesperado. Volver a tener ese libro en mis manos significaba que Ucrania, la placita, España, la música sonando en el surco que le corresponde, mi felicidad: todo había sido un presentimiento correcto. Significaba que la Teoría de los Guiños de mi gordo precioso no me iba a fallar. 

El viaje se canceló indefinidamente y nadie sabe qué pasará con el mundo. Cada noche le mando a Florencia audios como este:

–Che, vi que en España hay un rebrote del virus y otra vez vas a pasar semanas encerrada, qué bajón. Ah, otra cosita: ¿el libro está bien? 

Hasta que hace poco, entre medio de muchas otras cosas, Florencia deslizó: 

–A esta altura ni siquiera sé si voy a estar en España para cuando viajes, jajaja. 

Yo no me reí. 

Ahora resulta que el instante en que recupero el libro y suena la música correcta, el momento exacto de mi felicidad, no depende solamente de la pandemia, de la reprogramación del viaje, de que las aerolíneas no quiebren, de que en la placita ucraniana un rayo cósmico me sane el corazón. Ahora mi felicidad depende también de que Florencia no se mude a Francia, a Australia o a Corea del Norte. Ay, Florencia. 

Igual me parece que ustedes siguen sin entender. ¡No es la pandemia, la crisis ni mi felicidad lo que me tiene repleto de angustia, imposibilitado de dormir, vacío de hambre! Lo realmente terrible, doloroso, devastador si todo sale mal, ¿saben qué sería? Sería no haber sabido aplicar la Teoría de los Guiños, no haber reconocido las señales del destino. 

Lo fatalmente imperdonable, para mí, sería fallarle al gordo hermoso que me enseñó que si en ningún momento de un texto (atrás de los chistes, Florencia, Ucrania y la felicidad, atrás de los guiños, las teorías, el amor y respirar, atrás de mis palabras, tus ojos, los virus y el infinito) desnudamos que necesitamos un abrazo para soportar la angustia de existir sin saber por qué, entonces hay que borrar todo. Y, claro, empezar a escribir de nuevo.

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