domingo, 2 de agosto de 2020

Cuarentenas eran las de antes

Por Martín Estévez

Ustedes, que creen que esto es aislamiento social, no entienden nada. ¿De qué cuarentena me hablan? Videollamadas, historias de Instagram, convivir con parientes, dar una vuelta manzana para comprar… ¡Esto no es aislamiento, señoras y señores! Aislamiento, lo juro por les donantes de plasma, es lo que viví hace exactamente 12 años. 

Todo arrancó a fines de julio de 2008. Tres manchitas en el cuerpo, llamada y rapidísimo diagnóstico: varicela. ¡Varicela a los 24 años! Me había contagiado de mi abuelo Víctor (tuvo culebrilla) y el médico fue terminante: 

–La carga del virus es grande. Si no lo aíslan, van a terminar todos enfermos. Y para personas adultas, contagiarse puede ser muy peligroso. 

No hubo anuncio presidencial ni tiempo para comprar víveres: diez minutos después cerraron la puerta de mi pieza durante tres semanas. No recuerdo si era todo tan distinto, si éramos medio pobres o si yo era anti-tecnología, pero no tenía teléfono celular ni computadora. Ni siquiera televisión. 

Pensalo en serio: que te encierren 21 días con un equipo de música, libros que ya leíste y Caladryl para ponerte cada ocho horas. Nada más. Te pica el cuerpo, mucho, todo. Si te rascás, la mancha queda para siempre. ¿Empezás a sentir lo que es aislamiento social en serio? 

Ni avisé al trabajo: no podía tocar el teléfono. Tati llamó a la revista Fox Sports y explicó que cualquier pregunta tenían que hacérsela a ella, y yo gritaría a través de la puerta si la fiebre lo permitía. 

La puerta se abría cuatro veces al día, en las cuales me dejaban, a distancia, agua y comida. En realidad, cinco veces: a las cuatro de la tarde la entornaba un poquito, ilegalmente, para escuchar a Fanny y Víctor hablar sobre los precios del supermercado Norte. Me emocionaba oír voces humanas tan cerca. Llegué a llorar mientras discutían si convenía comprar fideos moñitos o tapas de empanada para una cena. 

Encontré una malísima colección de rock nacional de la revista Noticias y la escuché completa: ni las canciones de Los Ratones Paranoicos me salteaba. El resto del día sonaba radio Metro como cortina de una vida en la que no pasaba nada. Solo mis pensamientos. A las 12 de la noche, cuando empezaba Dolina, las drogas ya me hacían delirar. 

Después, otro día igual. Y otro. Y otro. 21 veces. Sin historias para contar. Agosto de 2008: mi verdadero aislamiento. El primer mano a mano con mi cabeza, sin nada alrededor. 

Lo que más recuerdo es que no tenía vida social pero sí un plan: ser para siempre periodista deportivo, no perder a mis únicos dos amigos, que mi ex pareja volviera a amarme, vivir con ella y escribirnos cartas de amor en cada aniversario. Intuía que en 2009 o 2010, a más tardar, mi vida iba a tener rumbo definido. 

Jamás hubiera creído que llegaría otro virus, otro aislamiento, otra habitación solitaria. Pero mucho menos hubiera creído que a mi vida, 12 años después, solo le quedarían el cariño de Tati y el vegetarianismo. Que no habría ninguna otra coincidencia. ¿Qué pensarías si te dijeran que, dentro de 12 años, en tu vida no habrá nada de lo que existe hoy? 

Yo hubiera enloquecido, literalmente, si en 2008 me contaban que Rosana dejaría de doler, que el periodismo deportivo me sería indiferente, que mi abuelo moriría tan cerca de mis manos y mi abuela, tan lejos. Que Vanina me rompería el corazón, que yo se lo rompería a Tamara, que me iría a vivir solo a un departamento sin pasto ni balcón. 

Que practicaría esa locura del “amor libre”. Que Milito y Lisandro volverían y serían campeones, pero que en ese momento Racing me importaría menos que cambiar el mundo. Que estudiaría Letras durante 11 años, que todos mis amigues serían más jóvenes que yo, que mi familia se disolvería, que aprendería a vivir con ese vacío. Que en Argentina volvería a gobernar la ultraderecha, que la revolución feminista me haría repensar el mundo, que sería feliz durante años en ese departamento sin pasto ni balcón. 

Que por fin aprendería qué hacer cuando viera a alguien durmiendo en la calle. Que empezaría a escribir verdades en un blog, después en Facebook, después en un libro y después en todos lados. Que le rompería el corazón a Luz, que después ella me lo rompería a mí, que al final descubriría que nadie le rompe el corazón a nadie, que al final descubriría que nunca se sabe cuándo es el final. 

Que me dispararía la policía, que amaría las plazas y las confesiones bajo la lluvia, que sería un desocupado durante años, que una noche de 2020 lloraría agarrado a un teléfono y diría, lleno de honestidad: “Siento mucha vergüenza de esto que soy”. 

Que aprendería que darlo todo en cada ratito me permitiría dormir bien. Que a los 36 años no sería nada de lo que esperaba ser a los 36 años, pero que a los 36 años me querría más fuerte que nunca. Que aprendería que no es posible saber cuándo vamos a estar obligadamente solos durante muchos días. Y que nunca, pero nunca, podemos saber ni planificar ni suponer, ni advertir ni anticipar ni adivinar, cómo diablos será nuestra vida 12 años después. Ah, eso sí: estoy seguro que en 2032…

2 comentarios:

L dijo...

Ame cada texto. Soy tu fun? Debo serlo. Siempre me fascinan las personas que pueden poner en palabras su sentir, sus historias, reales o inventadas. Me encanta encontrar escritores como vos que hacen que resuenen en mis propias historias y recuerdos aquellas que escriben pero a la vez me da un poco de tristeza reconocer mi mediocridad en la materia. No podría escribir asi nunca. Algo mas para tachar en mi lista de "quisera ser". Resumiendo: amo leerte. Me alegro infinitamente haberte descubierto. Y seguiré tus huellas

Martín Estévez dijo...

Si después de leerme pensás que existe la "mediocridad natural" para algo y que con constancia no vas a poder escribir como te guste, fallé por todos lados. No me hagas esto. Ponete a escribir, dale.