miércoles, 3 de marzo de 2021

Cita en un patrullero

Por Martín Estévez

Estoy en un patrullero, atravesando un barrio raro, con dos policías adelante y dos personas desconocidas al costado. Es de noche y nos llevan a una comisaría. No puedo creer que esto me esté pasando. En serio. Jamás, pero jamás de los jamases, hubiera pensado que iba a terminar así mi segunda cita con Vanina. 

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Vanina ya es una magia que me atraviesa la respiración. Si durante seis meses de chat me maravilló, después de verla y besarla, hace tres semanas, ya no sé cómo aguantarme tanto amor. Mi vida parece un pegajoso cuento romántico. 

Hoy nos veremos de nuevo. Quiero decir: me escaparé de nuevo del trabajo para pasear con ella por el Centro Cultural Recoleta. No tengo la menor idea de qué es el Centro Cultural Recoleta: solo quiero escucharla contarme de qué se trata el mundo. 

Vanina hace que todo sea curioso y nuevo, me empuja a su cosmos inquieto. De repente también parezco audaz y de colores, suspicaz y austeramente épico. ¡Ay, ni se entiende lo que escribo cuando pienso en ella! 

La cosa tiene ritmo de segunda cita: nos saludamos con un abracito, nos charlamos muchos minutos desde cerca y, sin darnos cuenta, nos estamos besando. Vanina es la tercera persona que beso en la vida pero cada beso con ella es como el primero. Siento en el cuerpo la certeza de estar siendo feliz. 

Nos sentamos en un banquito de Plaza Francia, empieza a anochecer, el universo está bien. Nos besamos con paciencia y dedicación, como si no existiera el tiempo, con los ojos cerrados durante larguísimos segundos. De pronto, siento un golpe en la cabeza. 

—¡Dame todo, guacho, dame todo, guacho, dale, dale, rápido! 

En la oscuridad, tres personas nos arrancan su bolso y mi mochila. Tienen una pistola. Cruzo el cuerpo adelante del de Vanina y, antes de que pueda decir algo heroico, me meten una piña en la frente que me sacude. 

Quince segundos después, ellos ya no están, pero tampoco mi buzo rojo y negro, mi celular ni mi plata. Peor: tampoco el celular, las llaves ni el documento de Vanina. 

Entra en shock, llora, trato de calmarla: cosas que pasan después de un robo. Vamos a la parte de seguridad del negocio más cercano (el Buenos Aires Design) para avisarle a su familia. Marca el número de su casa y, de pronto, me pasa el teléfono. 

—Emmm, hola, sí. Qué tal. Soy Martín, estoy con Vanina, por favor no se preocupe. Ella está bien, está al lado mío, ya le paso con ella. Está un poco asustada porque nos robaron, pero no le hicieron nada, ella está bien, ahora se la paso. Ella quería avisarle por las dudas, ahí le paso. 

Vanina habla como puede, corta y un rato después, cuando en vez de llorar se está riendo, aparecen en la oficina de seguridad su mamá y su hermano. Miro la escena con un silencio que jura inocencia. No sé dónde meterme. No sé cuanto pasa hasta que aparece la policía, llamada por la gente de seguridad, y sugiere denunciar el robo de documentos y llaves. 

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Estoy adentro de un patrullero, atravesando un barrio raro, con policías adelante y la mamá y el hermano de Vanina a mis costados. Somos cuatro atrás, apretados como hojitas de lechuga. Me pellizco para asegurarme de no estar soñando. 

Poco después estamos declarando frente a un policía y una máquina de escribir, con su mamá y su hermano atrás nuestro. “Siendo las 22:25 del miércoles 15 de abril de 2009…”, comienza a tipear el policía en voz alta, y nos hace preguntas sencillas hasta que… 

—¿Relación de los denunciantes?

—¡Amigos! —decimos a coro, sin tiempo a que termine la pregunta.

—¿Qué se encontraban haciendo al momento del robo?

Los ojos de la familia de Vanina se nos clavan en la nuca. 

—Charlando —dice ella. 

—Sí, sí, estábamos sentados charlando —confirmo con seguridad. 

—¿Por dónde vinieron los responsables del robo? 

—Emmm… No pudimos ver bien —dice Vanina. 

—Estábamos distraídos y aparecieron de golpe —digo, ya no tan seguro. 

El oficial nos mira raro. Toma otros datos y nos entrega una copia de la denuncia. Uff. Zafamos. 

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Ya estamos fuera de la comisaría. Caminamos a no sé dónde. Vanina y su hermano se ríen a un costado. La mamá de Vanina es un amor: me dice por dónde pasa un colectivo que me acerca a Lomas y me da monedas para tomarlo. Su hermano me dice “gracias, Vani me contó lo que hiciste”, y le creo su sonrisa. El universo vuelve a estar bien. 

Me despido en remerita, muerto de frío, pero feliz. Vanina me abraza fuerte. “Te quiero”, me dice despacito, al oído. Nunca hubiera imaginado lo que pasaría en mi segunda cita con ella. Y mucho, muchísimo menos, podía imaginar que ese 15 de abril de 2009, antes de que me golpearan la cabeza, la había besado por última vez.

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