lunes, 16 de noviembre de 2020

37


Por Martín Estévez

A ver cuándo mierda asumo la verdad y reconozco que no existe esa felicidad que nos explota en la cara y le da sentido al universo. A ver cuándo me escapo de mi propio encierro, de esa pretensión que no sé de dónde me crece, a ver cuándo me libro del deseo doloroso de que arriesgando y cambiando y amando y sufriendo a lo bestia se pueda llegar a felicidades más intensas que esas chiquitas que nos pasan todos los días. A ver cuándo aprendo, de una vez y para siempre, que no existe el maldito 37. 

Ah, por ahí ustedes no saben qué es el 37. Les cuento. Hace ya dos años, cuando me separé y sentí la tristeza más honda que supe sentir, inventé una escala de 0 a 37 para medir mi estado de ánimo. Tenía reglas: el 0 solo lo generaban tragedias terribles, 19 era mejor que 20, la felicidad empezaba en el 25. Hoy sé que inventé esa escala para entender que, aunque la felicidad estaba lejísimos (yo estaba 2 puntos), de a poquito podía acercarme. 

Pero, sin darme cuenta, también estaba creando una idea peligrosa: existía algo más allá de la alegría rutinaria, de la estabilidad emocional agradable, de la tardecita en el patio con seres queridos, de un 28 o un 32. 

Había en mi escala un 37, un momento imposible de sostener mucho tiempo, pero tangible y real, fugaz e inolvidable, magia científica del universo. Solo siete veces en la vida se podía llegar al 37, pero algunas personas no lo sentían jamás. Y si alguien aseguraba haber llegado más de siete veces era porque nunca había conocido al épico e inimitable 37, y lo confundía con torpes 35 o 36. 

Lo peor de toda esta mierda es que nunca pude salirme de ahí. Sé que inventé la escala para aliviarme, pero la internalicé tanto que me la creí. Corrijo: que me la creo. No puedo parar de sentir que existe la chance de que algún día llegue un 37 a mi vida. Martín: sos un imbécil. 

Estoy por conocer a Vanina, eso es lo que pasa, por eso pienso en esto. Hace cinco meses chateo con ella. Hace cinco meses la vida me parece mejor porque Vanina existe. Pero me doy cuenta de que exagero, como con todo. A Vanina nunca la vi, apenas hablamos un par de veces por teléfono, pero no puedo parar de sentir una cosa en el medio del mundo cada vez que ella desarrolla una idea que me cambia la forma de vivir. 

Estoy por conocer a Vanina, eso es lo que pasa. Estoy nervioso, parado en el Jardín Botánico de Palermo. Me escapé del trabajo y me hubiera escapado de mi piel si hubiera sido necesario para verla, para comprobar que sus ideas son también un ser humano con nariz. Le prometí a Vanina que no intentaría besarla, que no me portaría como un idiota, que solo quería escucharle los ojos contarme las magias que siempre me escribía. 

Soy un tipo de 24 años esperando a una chica de 18 como si la vida fuera un cuento de hadas, me detesto, detesto mi concepción romántica de la vida, me la quiero sacar de todos lados, pero hay tanto sol y hay tanto verde y Vanina está ahí, sentada en la fuente, escuchando música como si no se fuera a encontrar por primera vez con un tipo de 24 años con el que no para de conversar desde hace cinco meses. 

–Nunca tiraría una moneda en una fuente –dice Vanina–. ¿Cómo creen que por tirar una moneda se les va a cumplir un sueño?

La tarde es preciosa y confusa, intensa y de miel, y yo tengo que hacer fuerza para no enamorarme nunca de Vanina aunque me parece que hace mucho que estoy enamorado de ella, yo sé que enamorarse es un engaño psicológico pero Vanina me sonríe y habla de paradojas temporales, de árboles que opinan soltando frutos o de cómo trasladar los paréntesis a una conversación oral, y yo siento que me despierto por primera vez. 

–No tiran monedas a una fuente para que sus sueños se cumplan –le digo– , tiran monedas para recordar qué es lo que sueñan. 

Entonces, Vanina tira una moneda. 

–Las personas cambiamos –nos jura. 

Yo pensé que Vanina era un escritor de 80 años que se había burlado de mí durante meses pero está acá y habla como nunca pensé que nadie podía hablar, quiero dejar de pensar así pero no puedo, yo tendría que estar tipeando en una oficina pero estoy en un café acompañando una tristeza que me cuenta ahora, porque las horas pasan y yo me angustio porque sé que voy a terminar amándola y exponiéndome otra vez a la tristeza existencial del desamor. 

Y más angustiado estoy porque yo solo quería verla y charlar y saber si ella además de con las letras me quería con los ojos, y eso está pasando, pero no lo siento. No siento esa felicidad incontrolable, la explicación a cada dolor, resulta que no existe el 37. Es fantasía, como tantas otras cosas que me creí. No sé que esperás de la vida, Martín, pero mucho más que esto no creo que haya. Tal vez tenés que aprender a conformarte. Basta, Martín, por favor. 

Mientras la acompaño hasta su casa, en el subte, soy todo silencio. Siento que me voy apagando. Que mi día mágico se acaba y estuvo bien y no sé si estuvo bien, porque Vanina está acá y yo soy un cagón que promete cosas porque no se anima a asumir que por ahí nomás a veces no podemos prometer nada, que estoy queriendo vivir el amor, o el enamoramiento, o lo que mierda sea con el freno de mano, y que así no se viven las cosas. Que ya no sé por qué sufro, ni por quién sufro. 

Vanina me apoya la cabeza en el hombro mientras viajamos en la línea A y yo por fin, por fin me conformo. Por fin entiendo. Este 25 de marzo de 2009, lo sé, lo voy a recordar para siempre como el día en que asumí que no necesito treinta y sietes en mi vida, que la respiración de Vanina a centímetros de la mía, aunque ella nunca me ame, aunque siempre haya cosas sin resolver dentro mío, aunque a veces haya que renunciar a una verdad, es suficiente. Que sería terriblemente injusto no disfrutar de este 31 o 32 que tantos años me costó conseguir solo porque me queda algo atragantado en el mundo. 

Es de noche y la fiesta terminó. Llegamos a su vereda, y nos miramos un rato, y nos abrazamos, y la veo abriendo la puerta del edificio que es su casa. Intento dejar de pensar tanto de una vez, y de pronto Vanina se da media vuelta, corre rápido hacia mí y me da un beso larguísimo y hermoso, inesperado y real, un beso que me explota en la cara y le da sentido al universo. Descubro, en ese mismísimo momento, que el 37 existe.

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