Por Martín Estévez
Ante una decisión difícil, algunas personas imaginan… ¿qué diría mi psicóloga? o ¿qué diría mi mamá? o ¿qué diría Dios? Yo siempre me pregunto: ¿qué diría Andrey?
Estamos en el 2012. Fiesta de la Escuela de arboricultura, jardinería y ecología aplicada de Lomas de Zamora. Es de noche. Vine por mi amiguísimo Leandro, que estudia acá. Me presenta a su amiguísimo Andrey, que también estudia acá y conoce a Leandro desde que miraban dibujitos.
Andrey me mira con ojos profundos, extiende sus manos, me ofrece una papa recién salida de la parrilla. Yo, sin darme cuenta, estiro las manos. Y le cambio esa papa por mi corazón.
Me habla suavecito, Andrey. Tiene paciencia. Descubre que pensamos y vivimos distinto. No le molesta. Lo disfruta. Tiene 8 años menos que yo y aprendo un montón. Con él me permito ser vulnerable, desnudar mis ignorancias, porque presiento que no me violentará.
No recuerdo si sé andar en bicicleta, pero Andrey necesita que me lleve la suya 40 cuadras y me animo. Meses después recorremos cientos de kilómetros en una ruta, con él, con Leandro, sin mis miedos.
No sé bien cómo hace. A veces pienso en algo genético: tal vez por ser ucraniano, como mi mamá, sus palabras se me acomodan en el cerebro como un gatito, hasta parecerme adorables. Es una de las pocas personas con las que, cuando converso, prefiero que tenga razón. No lo duden: lo amo.
Me animé a dar clases de ciencias naturales solo para hacer equipo con él. Una de las glorias de mi vida es haber corregido la tesis con la que se recibió de biólogo. Fui el primero que subió a un auto que él manejaba. Reflexionamos durante horas para perfeccionar los fundamentos que todavía hoy sostienen al Movimiento Etiopía.
En épocas en que ya existía WhatsApp acordábamos nuestros encuentros con un mes de anticipación. “El 23 del mes que viene, a las 11 en la placita de Banfield”, nos decíamos, y no existía ninguna otra comunicación hasta el abrazo mañanero de ese 23. En algo nos parecemos tanto: nos gusta recorrer el mundo a contramano.
Es el hombre con el que más veces dormí. Cambié hábitos, ideas, formas de decir después de charlarle. Supo entenderme cuando el corazón se me rompió demasiado fuerte. Ojalá yo haya sabido acariñarlo también.
Trece años después de aquella noche, de aquella papa, de aquel corazón, él vive en Formosa, yo vivo en Jujuy y escribo esto para quererlo de alguna manera nueva mientras espero la próxima videollamada. Necesito contarle muchas cosas. Quiero saber qué dirá.
Esta historia no tiene trucos ni finales sorpresa. Siento que no le hacen falta. Habla del amor profundo sin posesión, sin exigencias, sin tiempos. Habla de las amistades que nos mejoran, nos salvan, nos ponen los ojos llorisqueros cuando las recordamos.
Si todavía no encontraste una amistad que atraviese lo que sos, que te obligue a ser mejor, que te enorgullezca con solo nombrarla, ojalá tengas la valentía de abrazarla honradamente cuando se te cruce. Y si mientras leías estas palabritas melosas tu corazón latió más fuerte recordando a alguien, mandale esta publicación para que se entere, para que sonría, para que no se lo olvide. Porque la vida es tramposa y no sabemos cuándo será el día en que ya no podamos preguntarle: Andrey, ¿qué pensás?
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