Por Martín Estévez
Estoy en un coqueto lugar llamado Paseo La Plaza, nominado por cuarta vez para los premios de una escuela de periodismo. Espoiler: perderé por cuarta vez. El premio me interesa poco; vengo a abrazar a periodistas queridos, como Ariel Scher o Pablo Aro Geraldes. Ni por casualidad imagino que, dentro de una hora, mi vida cambiará para siempre.
Tengo 28 años y desde hace dos soy parte de una feria anarquista, marcho en defensa de los bachilleratos populares, cuestiono mis acciones cotidianas. Empecé débilmente a ser algo que no sé nombrar. Dejé de teorizar sobre las injusticias para al menos hacer el intento de modificarlas.
Claro que acá no hay mucho para hacer. No en esta cómoda butaca de felpa de la Sala Pablo Picasso, con Tati, Gaby, Chuna y Mati a mi alrededor. Cuatro familiares vinieron directo desde sus trabajos para acompañarme: no sería justo quejarme de mi vida.
Ya abracé a quienes quería abrazar y mi terna es de las primeras: pierdo enseguida. Deseo que el resto de la ceremonia pase rápido para que mi familia no se aburra. Todavía nos queda un largo viaje a zona sur en el tren Roca.
Anuncian una mención especial: a Radio Zona Libre. No tengo la menor idea de qué es. Suben al escenario ocho personas. La más baja de las ocho se acerca al micrófono y abre la boca, sin saber que está a punto de abrirme el corazón.
Una chica de 28 años (los mismos que tengo yo) me cuenta, nos cuenta, que desde hace 3 años y 9 meses está buscando a su hermano, Luciano Arruga, secuestrado, torturado y desaparecido por la policía en un barrio empobrecido de Lomas del Mirador cuando tenía apenas 16 años.
(Las busqué en internet, pero las palabras de Vanesa esa noche no quedaron grabadas en ninguna parte. Miento: quedaron grabadas muy adentro mío para no irse jamás).
En muy pocos minutos (que para mí siguen siendo eternos) denunció no solo a la policía y al Estado, sino también a la sociedad por haber mirado a su hermano con miedo y sospecha, como si hubiera sido culpable de haber cartoneado para sobrevivir, de haber sido negro y pobre. No solo yo estaba conmovido: al lado mío, mi prima Chuna lagrimeaba.
Desde ese 13 de noviembre de 2012, desde esa noche en la que nada iba a pasar, Vanesa Romina Orieta se convirtió en mi principal referente política, ideológica, emocional. Sé que no hay que idealizar, sé que los seres humanos nos equivocamos y cuando ella se equivoque sabré entenderlo, pero todavía no hizo falta: desde hace 13 años, cada vez que la escucho hablar, cada vez que la cruzo en alguna lucha y le agradezco por existir, ella me enseña algo más. Me muestra cuál es, si no la mejor forma de luchar contra las injusticias, la forma en la que más me gustaría hacerlo.
Desde aquella noche, también, una parte de su dolor quedó dentro mío, y el recuerdo de Luciano, aunque no llegué a conocerlo, me acompaña siempre. No cualquier recuerdo, sino el que Vanesa me enseñó a guardar orgullosamente: el de un negro villero de 16 años que se negó a robar para la policía.


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