martes, 16 de diciembre de 2025

Mi primer viaje hippie

“Yo voy a donde sea, pero les aviso que no sé hacer fuego con palitos, ni escalar, ni nadar, y al menos una vez por semana necesito bañarme en un río o algo”.

Tengo 28 años y me proponen hacer un viaje “de mochilero”. No solamente jamás lo hice: pienso que ser mochilero es viajar a una ciudad lejana con solo una mochila, caminar a través de montañas durante todo el día, a la noche hacer un fuego, comer lo que haya y dormir en una carpa en medio de la nada. Despertarse cuando sale el sol y seguir caminando y caminando durante semanas hasta que la barba me llegue al pecho. Soy bruto: confundo mochilear con montañismo.

Melisa y Micaela me explican que no, que dormiremos en campings o patios con duchas, con electricidad, con seres humanos. Que no seremos deportistas extremos: seremos hippies. Entonces lanzo un grito histérico y se me llenan los ojos de emoción: por fin una aventura de verdad.

Es la primera vez en mi vida que veo a Micaela, pero Micaela es amiga de Melisa, y Melisa es una de las dos personas con las que más tiempo pasé en el último año. Queda chiquito decirla mi amiga: estamos en ese nivel en el que compartimos secretos aberrantes, en el que nos sonamos los mocos el uno al otro mientras lloramos. Con ella voy a cualquier lado y con quien sea.

Esto será el cierre perfecto a lo quiero ser. Hasta los 23 años había sido un cobarde prolijísimo, un pensador inofensivo. Gracias a que mi primera novia me dejó, empecé un proceso de búsqueda, exposición, ridiculez y riesgos que me llevó a felicidades y angustias más extremas de las que hubiera imaginado. Cinco años después tengo por delante semanas impredecibles, dos mujeres agradables que irán conmigo, ninguna tristeza enorme.

Viajamos en un micro ilegal. Nos avisan que, si nos detiene gendarmería, tenemos que decir que somos taekwondistas y viajamos a un torneo. Lo juro. El pasaje es hasta un pueblo llamado Rosario de la Frontera, pero quien sabe por qué nos dejan en la ciudad de Salta.

Como el viaje fue larguísimo, decidimos que la primera noche sea en un hostel barato que encontramos. Habitación compartida con desconocidos: ¡me siento en un reality show! Esto recién empieza y ya me corre electricidad por el cuerpo. ¡Qué orgulloso va a estar Leandro cuando le cuente!

Enseguida, Melisa y Micaela hacen amigos: unos europeos cancheros ante los que me siento poca cosa. Tan amigos se hacen que las pierdo de vista. Es la primera noche de mi gran viaje y en la habitación estoy solo y frustrado.

La primera en volver, pasada la medianoche, es Micaela. Aunque casi no la conozco, a los 30 minutos estoy llorando como un marrano frente a ella, tratando de explicarle cuánta vida hace que me siento solo, cuánta vida hace que deposito en una persona y en otra y en otra la esperanza de que me entiendan de verdad, de compartir casi todo, de no sentirme solo nunca más.

Al amanecer, el vendaval de angustia terminó y Micaela ya me está contando su historia. Cuando Melisa abre la puerta y me ve (con los ojos hinchados y sonándome los mocos solo) pone cara de horror. “¿Me perdí algo, no?”, pregunta.