martes, 2 de noviembre de 2010

El peso de la langosta

Por Martín Estévez / Ilustración: Matías Arias

Gaby y Alberto están en su casa mirando un libro. Gaby es amiga de mi mamá y Alberto es su esposo. El libro está repleto de banderas. Yo tengo 7 años y los miro esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez. 

¿Ésta es de algún país árabe, no?”  dice ella. 
Puede ser. Siria o alguno de ésos dice él. 
Tailandia no es. ¿Y Pakistán? dice ella. 
¿Seguro no es de Europa?” dice mi mamá.
Mozambique digo yo. 

Y todos miran asombrados.

La situación se repite todo el tiempo. No el hecho de ir a lo de Gabriela, sino que me miren con asombro. Por exceso de tiempo libre, memorizo datos inútiles: diseños de banderas africanas, la programación de ATC, el plantel de Ferro, canciones de Los Rodríguez. El hecho, de tan cotidiano, me es indiferente.

Después, cuando llame tu mamá, pedile su número de documento me dice mi tía Elvi.
Dieciocho siete cuatro dos siete tres cinco le respondo sin quitar la mirada de la Croniquita.

Sin embargo, mis conocimientos no habían incomodado a nadie hasta esta tarde de domingo en la que Diego revisa las cartas de Lucha Fuerte con desdén. Diego tiene 14 años y es mi primo. Lucha Fuerte es un programa de catch barato que miro por televisión. Yo estoy en la mesa familiar esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez.

Si te toca la carta de Gibor cantás la edad y ganás siempre se queja Diego. ¡Tiene 125 años!
Kruel tiene 140 digo con voz casi imperceptible. Y Robox, 150.

Y todos miran asombrados.

Treinta y cuatro segundos después, Diego ya me apostó 5.000 australes a que no puedo decirle todos los datos de las cartas. Está seguro de que en alguna voy a fallar. Acepto sin darle demasiada importancia.

El ninja negro. ¿Peso? dispara Diego.
82 kilos respondo.

El Charro Santana. ¿Estatura?
1,70.

Enrique Orchessi. ¿Levantamiento de pesas?
150 kilos.

Papa Pacífico. ¿Edad?
48 años.

Diego empieza a transpirar y a pensar en cómo conseguir 5.000 australes. Los otros ocho integrantes de la familia me miran orgullosos, deseando mi victoria. Soy el más chico, y eso genera simpatía.

Iván Kowalski. ¿Estatura?
1,78.

Rasputín. ¿Levantamiento de pesas?
143 kilos. 

El tiburón del Caribe, ¿edad? 
43 años. 

El triunfo está asegurado y sonrío haciéndome el canchero. No hay chances de perder. Queda sólo una pregunta y Diego la hace con resignación.

La langosta. ¿Peso?

La sé. Claro que la sé. Sé que la langosta pesa 73 kilos, cinco más que Don Pepo, 47 menos que William Boo. Levanto la cabeza con soberbia y veo a Diego molesto, herido, derrotado. Si hasta este momento las cosas que recuerdo no han hecho daño, eso está por cambiar. Diego está sufriendo.

Me detengo. Se hace un silencio. Un silencio largo. “Me parece que no la sabe”, susurra Chuna. 

Entiendo de pronto que, si respondo correctamente, si gano esos 5.000 australes sin esfuerzo, seré siempre un burdo buscador de asombro, un recolector de datos inútiles, un desdichado que solo querrá llamar la atención. 

Si respondo correctamente seré un cobarde que le temerá a la ignorancia. Durante los interminables años que me queden de vida intentaré acumular conocimientos por temor a que no me quieran. 

Si digo el peso exacto de la langosta, hoy me regocijaré sintiéndome mejor que los demás, pero mañana mi bolso lleno de datos inútiles estará vacío, o peor: lleno de ausencias y de soledad.

Si no respondo, en cambio, si digo un número cualquiera, si simulo que los nervios me derrotaron, si me permito perder, elegiré otro camino. 

Diego no se sentirá humillado por un chico de 7 años, mi familia no esperará que yo siempre sepa todo, no nadaré durante décadas en una infundada soberbia. 

Si respondo mal pierdo 5.000 australes pero gano libertad: me quito de encima las miradas, las obligaciones, la desesperación por mostrarles a todos que no solo sé que Qatar y Ghana son países, sino que también sé que jugaron el último Mundial Sub 17.

Dejo la cucharita, dejo el bizcochuelo y los miro a ellos, a nueve personas que no saben que en este momento estoy definiendo buena parte de mi vida. Que, en el instante en que responda, estaré condenándome a acumular millones de datos inútiles para caer bien; o decidiendo una vida feliz donde no me importe la mirada de los demás, donde no me sienta avergonzado por mis defectos.

Respiro. El silencio ya es insoportable. Diego está por insultarme y siento calor en la cara. El momento llega. Alguien mueve una silla. Respiro de nuevo. Miro al vacío e intento que no me tiemble la voz.


73 kilos respondo.



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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

compañero... relatas muy bien, sos tan correcto.. pero tu cuento no me dice nada, si se puede llamar cuento.. ¿y el otro lado? ¿y la intuición? no entinedo como alguien tan inteligente y sensible y al parecer noble hasta la idiotez escriba así... tus poemas, muy buenos...

*GaBRiELiTa. dijo...

no puedo creer que aun hoy guardes esa carta..... me acuerdo de ese momento como si fuese ayer... yo fui una de esas personas que esperaba que digas el valor exacto.. porque yo mas que nadie sabia muy bien que lo conocias...

Nico dijo...

Que buen blog hermano....te adoro!!!!

Anónimo dijo...

Escribe el hombre atrapado en el lugar al que nunca pudo entrar. Escribe ese hombre. No lo hace desde adentro, claro. Tampoco desde afuera. Pero lo hace. No sabe cómo, no sabe por qué.
Quizás... Quizás... Siempre quizás...

N. H. dijo...

Lo disfruté de punta a punta.