sábado, 31 de diciembre de 2016

La revista más pobre del mundo

Por Martín Estévez

En 2003 ya existían internet, los programas de diseño, las impresoras láser, los archivos en PDF y los retoques digitales, pero a mí no me importaba. Yo había terminado el primer año de la carrera de periodismo deportivo y estaba desesperado por poner en práctica mis conocimientos. Así, con sólo una computadora viejita, comencé a producir la revista más pobre del mundo. El verdadero motivo por el que pudo publicarse lo contaré al final de este texto.

La revista se llamaba La Acadé y constó, en su primer número, de cuatro páginas que hablaban sobre Racing. Ahora lo pienso y me parece ridículo: la diseñaba en word, el programa que ustedes usan para escribir cualquier cosa. El problema es que, en cada página, yo quería poner fotos, títulos, columnas y recuadros. Hoy sé que no existe un programa más difícil para hacer una revista. Pero, en 2003, el word era todo lo que conocía.

El trabajo consistía en lo siguiente. Primero, elegía los temas sobre los que escribiría: un jugador, algún partido, el recuerdo de una fecha histórica. Después buscaba, entre mis recortes de diarios, las fotos que quería usar. Subía a la casa de mis tíos y pedía prestado el scanner para grabarlas en un diskette. Bajaba, abría un word y armaba, con una paciencia que hoy no tengo, cada página. El word hacía lo que quería conmigo: me mandaba de golpe a otra hoja, ponía las fotos donde se le cantaba o me obligaba a dejar espacios en blanco porque sí.

Para terminar, subía de nuevo a lo de mis tíos y le pedía a Mati algún detalle lindo para la tapa. Él, diseñador gráfico, hacía en quince minutos cosas para las que yo habría tardado dos vidas. Guardaba todo en el diskette, le daba una última mirada y ¡listo! los 30 ejemplares ya podían imprimirse.

Pese a ese precario sistema, La Acadé duró trece meses, en los que se publicaron once ediciones; y fue el lugar donde otros tres periodistas publicaron su primer texto. La revista pasó de sus 4 páginas iniciales a 16, prolijamente abrochadas. Del N°9 llegaron a imprimirse 250 copias: si alguien quiere una de regalo, avíseme, porque me quedan bastantes.

No quiero aburrirlos con anécdotas aburridas, así que sólo contaré tres cosas.

La primera vez que vendí una revista fue con mi hermana Gaby, en una pizzería de Villa Gesell. Vimos por tele el debut de Racing en la Libertadores (1-1 con Universitario) y, en el entretiempo, nos acercamos a las mesas a ofrecerlas. Me sentí feliz cuando ella apareció con 25 centavos y una familia, mientras terminaba su fugazzetta, pasaba las hojitas abrochadas de mano en mano.

El momento más dramático fue en el N°6. La computadora de mis tíos estaba en reparación y, cuando tenía que terminar la revista (sólo faltaba la tapa), mi teclado dejó de funcionar. Lo juro. Eran las 11 de la noche y tenía que entregar el diskette a las 7 de la mañana del día siguiente.

No sé si se les ocurre una solución mejor, pero yo hice algo que jamás voy a olvidar. Con el mouse, copié y pegué letra por letra hasta formar un texto de 1050 caracteres. Sí: 1050 veces busqué una letra en otra página, le puse "copy", fui a la tapa del N°6, me paré en el texto y clickeé "paste" con el botón derecho del mouse. 

Lo pienso y me desespero, porque no eran solamente las 26 letras del alfabeto: a veces las necesitaba en mayúscula, a veces con tilde, ¡y hasta tuve que copiar y pegar el espacio en blanco entre cada palabra!

La revista dejó de publicarse en 2004, a causa de dos factores. El primero fue que, durante dos semanas, recorrí negocios de mi barrio para ofrecerles publicidad. Yo era tímido, pero también pobre, y necesitaba plata para mis gastos. Pese al esfuerzo, sólo conseguí un sponsor: el dueño de Factor Ranch, local de venta de piletas, prometió pagarme 3 pesos cuando le llevara el N°12 impreso. Pero no hubo N°12, porque en abril de 2004 me ofrecieron una pasantía en Clarín y tuve que abandonar La Acadé.

Como en muchas historias que cuento, el héroe parezco yo, por mi dedicación para cumplir mis sueños y bla bla bla, pero no. Ni a palos. El único motivo por el que La Acadé existió fue otro.

Cuando yo terminaba la revista y la guardaba en un diskette, se la dejaba a una mujer sobre una mesa. Y ella, la verdadera heroína de esta historia, empezaba el trabajo en serio. Lo metía en su cartera, se tomaba un colectivo, se tomaba un tren, se tomaba otro colectivo y fingía trabajar en una concesionaria de autos.

Hacía todo lo necesario para no ser descubierta: atendía teléfonos, llevaba cheques al banco, registraba patentamientos y se teñía de rubia. Pero, en realidad, sólo esperaba el momento oportuno en el que no hubiera nadie para convertir la oficina en una imprenta clandestina.

¿Cuántas cosas que nunca supe habrá pasado mi mamá para traerme, siempre esa misma noche, siempre sin falta, siempre con una sonrisa orgullosa, todos los ejemplares que le pedía de La Acadé? Sin ella, no sólo esa revista, sino la mitad de las cosas buenas que hice en mi vida, serían mentira.

Mientras contaba esto, recordé cómo se terminó la tapa de aquel complicado N°6: dejé un espacio en blanco y Tati, en su trabajo, recortó fotos de dos futbolistas llamados Bastía y Arano, las pegó con cinta scotch sobre otra hoja en la que había escrito muchas veces "Racing Club", imprimió la tapa y pegó su collage en ese espacio con boligoma. Después, "solamente" sacó 100 fotocopias sin que nadie la viera, y listo.



Trato de no hablar mucho de Tati en mi blog para no ser pesado, pero en estos días, en estas semanas, en estos meses en que la vida le está siendo tan difícil, me parece justo contar que es la persona que me salvó de casi todo durante 25 años. Y que todavía, cada vez que escribo un texto, espero que ella lo lea y, aunque no entienda cómo puedo contar tantas intimidades de una manera tan bruta, esté de acuerdo conmigo. Que esté orgullosa de lo que soy.

Perdonen que me haya puesto sentimental, pero es 31 de diciembre, hace exactamente quince años empezaba a imaginar una revista llamada La Acadé, y Tati es la responsable de que haya existido.

Hoy, que me angustio pensando de qué manera ayudarla y cómo hacer que su vida sea menos terrible, al menos puedo animarme a que este texto sea demasiado cursi y agradecerle acá, enfrente de todos (ahora que sí sé usar internet), cada fotocopia, porque con cada página impresa me estaba queriendo un poco más. Y reconocer sin vergüenza que, cada vez que recuerdo eso, el que la quiere un poco más soy yo.

5 comentarios:

Lalula dijo...

Como escribe, por favor. Que texto!!!

Anónimo dijo...

Hermoso!

Martín Estévez dijo...

Gracias a amb@s :)

Vale dijo...

Largué la carcajada con lo de copiar y pegar letra por letra, porque una vez lo hice para poder googlear 'como reparar un teclado', porque se me había ocurrido limpiarlo y así fue que dejó de andar.
Se me caían las lágrimas de la emoción llegando al final y pensando en comentarte algo, porque hace mucho que no te leía y cada vez te quiero más...
Pero me topé con el título de la entrada anterior, así que la emoción se me frenó y estoy intrigada por ir a leer, jeje.
¿Te puedo dar un abrazo?
Si dijiste que sí, tomá.

Martín Estévez dijo...

La única Vale que conozco una vez me diseñó un cuento. ¿Serás vos, o sos una lectora escondida?