viernes, 15 de junio de 2018

Choriplanero, tibio y globoludo

Por Martín Estévez 

Este texto será buen argumento para que los macristas me digan “choriplanero”, los revolucionarios me acusen de “tibio”, los kirchneristas me apoden “globoludo” y los apolíticos repitan que “gobierne quien gobierne, tengo que trabajar todos los días” (desconociendo que gracias a luchas sociales tienen uno o dos días de descanso por semana). Se los advierto desde el principio, como para que vayan frotándose las manos antes de destrozarme. 

Desarrollaré acá apenas dos ideas: inventaré el término “decisionista” y afirmaré que nada le hace peor a una ideología que sus propios fanáticos. O sea: que para el kirchnerismo no hay nada peor que un kirchnerista, y etcétera. Y después saldré corriendo para que no me fajen.


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El 15 de diciembre de 2005 a la mañana, yo era un vago de 21 años que estaba en el fondo de casa, metido en la pileta porque no tenía otra cosa que hacer. Mi tía Elvira, como siempre, había puesto Radio Mitre a todo lo que da. De pronto, ella, Gaby y yo escuchamos una conferencia en la que el presidente Néstor Kirchner decía: 

“En el día de la fecha hemos tomado las decisiones institucionales… que nos permitirán destinar nuestras reservas de libre disponibilidad… al pago de la deuda total con el Fondo Monetario Internacional…”. 

Oímos también aplausos y, de pronto, Elvi se puso a llorar. Fue la segunda vez que la vi lagrimear por una decisión gubernamental: la primera había sido cuando Menem terminó con el servicio militar obligatorio. 

–¿Por qué llorás? –le preguntó Gaby. 

–Porque por fin este país va a salir adelante… No sabés cuánto hace que venimos sufriendo para pagar esa deuda, un año, otro año, y no se terminaba nunca… Ay, qué alegría… 

Y siguió llorando. 

Trece años después, no conozco a nadie más antikirchnerista que Elvi. Es probable que si le pregunto por aquella mañana, la haya borrado de su memoria. Y si se la recuerdo, dirá: “No sé para qué pagaron la deuda, si después se robaron todo”. 

No es esto una crítica contra el gobierno de Kirchner ni contra mi tía, sino la historia (una de tantas) que da pie a una pregunta: reconocer que un gobierno que no nos gusta tomó una buena decisión, ¿es contradictorio con lo que pensamos? Y si lo hacemos, ¿estamos “beneficiando al enemigo”?

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Está difícil hablar de política sin generar enojos, sin que nos bloqueen de una red social, sin que un desconocido crea que somos amigos por apoyar una idea. Hay muchas personas olfateando, como perros de presa, si somos kirchneristas, macristas o cualquier-cosa-istas para saltarnos a la yugular y acusarnos de cosas horribles. 

Voy a aclarar rápidamente mi posición política para que no pierdan energías descubriendo un secreto que no existe. 

Por una parte, me parecen injustos y peligrosos los partidos políticos. Injustos, porque el poder en ellos no está distribuido: algunos mandan, otros obedecen. Peligrosos, por lo mismo: si las decisiones dependen de pocas personas (¡a veces de una sola!), las posibilidades de error aumentan. Y un error, a nivel gubernamental, puede generar sufrimiento, dolor, muertes. 

Prefiero (y formo parte de) organizaciones sociales que toman decisiones en asambleas donde las opiniones de todos valen por igual (esto disminuye la posibilidad de cometer errores) y que no apuestan a llegar a la presidencia, sino que trabajan por fuera del “sistema electoral” para generar modificaciones estructurales en barrios, localidades y provincias. 

Sin embargo (esta es la parte donde los revolucionarios me pueden considerar “tibio”) considero que no todos los partidos políticos son igual de malos; y que el voto es una importante herramienta que tenemos para luchar contra lo que creemos injusto. 

Por eso, en este texto haré dos propuestas: primero, a quienes gustan de los partidos políticos; y, luego, a los que no. Quédense: hay para todos.

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¿Por qué un kirchnerista es malo para el kirchnerismo? 

Porque los partidos políticos, por definición, necesitan crecer para sobrevivir. Crecer significa que personas que antes no apoyaban a ese partido comiencen a hacerlo. 

La mayoría de quienes se autodefinen “kirchneristas”, “macristas” o “lo-que-sea-istas” no son útiles para esa función por dos motivos: porque suelen estar más enfocados en demostrar su pertenencia que en convencer a los que piensan distinto; y porque al mostrar con vehemencia su afiliación hacia un partido pierden credibilidad. 

Les guste o no, que yo venga y diga: “Soy del Frente de Izquierda y quiero decirle que Nicolás del Caño es la mejor opción para presidente” da mucho menos resultado que decir “yo no estoy ni con uno ni con otro, pero la verdad que este chico Del Caño habla muy bien y, cuando dice algo, lo cumple”. 

¿Les estoy aconsejando a kirchneristas y macristas que si quieren favorecer a su partido deben ocultar su afiliación? ¡Sí, señoras y señores! ¡Exactamente! No se trata de avergonzarse de lo que son: se trata de estrategia para favorecer a su partido. Piensen ustedes mismos: ¿qué da más resultado? ¿Un kirchnerista criticando al macrismo; o alguien que dice “con el kirchnerismo tengo mis diferencias, pero lo que está haciendo el macrismo es mucho peor”? ¿Se entiende? 

Y ni hablar de aquellos que presentan “argumentos” en favor de su partido acompañados de términos como “la década ganada”, “el mejor equipo de los últimos cincuenta años”, “gobierno nacional y popular”, “sinceramiento y transparencia” o, en los peores casos, “globoludo”, “choriplanero”, “facho” o “negro de mierda”. 

Al leer esas cosas, yo (y muchísimas personas) lo que más deseamos en el mundo es estar lo más lejos posible del partido que esa persona defiende. A mí me gustó la reestatización de YPF, pero si alguien la explica diciendo “para vos, globoludo, gato”, me dan ganas de oponerme sólo para no darle la razón. 

“Gorila”, “dinosaurio”, “feminazi”, “kuka”, “fascista”… Todas esas palabras anulan la posibilidad de cambiar el pensamiento de alguien. Y así, el kirchnerista o macrista fanático de sí mismo termina perjudicando a su partido. 

Si te gusta un espacio político por sus ideas, no se las repitas a los que se las saben de memoria: llevalas a territorio ajeno, robale fuerzas al que se opone. ¡Sé estratégico, escondé un rato tu bandera y convencé con argumentos, carajo!

Ay, me calenté para la mierda.


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Y los que no estamos de acuerdo con la política partidaria, ¿qué hacemos respecto a las acciones de los gobiernos?

Si no somos “kirchneristas”, “macristas” ni nada vinculado a un partido político, propongo que seamos “decisionistas”. Aprovechando nuestra libertad de opinión y cierta “neutralidad”, debatamos cada decisión gubernamental con total franqueza. No hace falta oponerse a todo, de ninguna manera. 

Seamos honestos por conveniencia: conseguiremos la confianza del otro y luego podremos comentarle por qué creemos en las organizaciones independientes y autogestivas. Por qué, aunque algunas decisiones de los partidos nos parezcan buenas o malas, consideramos que uno de los problemas es justamente el sistema partidario. 

Para poner un ejemplo práctico, arranco yo. Personas del mundo, aquí va toda mi tibieza: 

• me parece justo que el gobierno de Macri haya permitido el debate sobre el aborto, y me parece injusto que ordene golpear a personas que reclaman por sus derechos; 

• me parece justo que el gobierno de Cristina Fernández haya impulsado la Asignación Universal por Hijo, y me parece injusto que haya impulsado la Ley Antiterrorista; 

• me parece justo que las organizaciones sociales autogestivas decidan todo en asamblea, y me parece injusto que no le den al voto la importancia que merece; 

• me parece justo que los apolíticos desconfíen de la clase política, y me parece injusto que con su apatía sean cómplices de aberraciones criminales. 

¿Qué soy si digo todo esto? ¿Tibio, panqueque, choriplanero, globoludo, desclasado, anarquista, piquetero, imbécil? No: soy decisionista. Y también estratégico. Para cambiar de sociedad (y no sólo de gobierno) tenemos que ser muchas y muchos; y para llegar a serlo, tenemos que mostrar inteligencia, apertura mental y, sobre todo, honestidad. 

Si los que gustan de los partidos políticos tienen que mentir un poco más para sobrevivir, nosotros podemos permitirnos un camino más agradable: tenemos que decir más la verdad. 

Discutamos la suba de tarifas, la legalidad del aborto, la distribución de la riqueza, visibilicemos el hambre y el frío que pasan las personas que duermen en la calle sin sentirnos cancheros ni graciosos repartiendo insultos o chistes que minimicen las tragedias. 

“Macri gato” no es una realidad, una información ni un argumento convincente para nadie. “El gobierno de Macri ordena golpear y lanzar gases lacrimógenos a jubiladas que reclaman que no les aumenten más el gas”: esa es la realidad, esa es la información, ese es el argumento convincente. No seamos torpes: no reemplacemos la realidad por un apodo.

No tenemos derecho a aliviar el dolor que generan las injusticias compartiendo un meme en una red social; tenemos la obligación de aliviarlo informándonos y accionando para cambiar la realidad. Discutiendo y debatiendo, enfrentando o apoyando cada decisión que cada gobierno tome, sin prejuicios que nos aten y aceptando las contradicciones de los espacios a los que deseamos pertenecer. 

Un ejemplo de que este método funciona lo dieron en 2017 las 500.000 personas informadas (sin insultos ni fanatismos, con argumentos) que consiguieron anular la ley que liberaba a genocidas de la última dictadura. 

Otro ejemplo fueron las 700.000 mujeres informadas que consiguieron impulsar anteayer una ley que intenta finalizar con los abortos clandestinos. 

Sus ideas no incluían las consignas “Macri gato”, “no vuelven más” ni “son todos gorilas”: surgieron a partir de información recolectada, analizada y reconstruida por mujeres que se unieron bajo una consigna común. Mujeres orgullosamente feministas y, si se me permite a partir de ahora, mujeres “decisionistas”. Si queremos un mundo más justo, aprendamos de ellas.