Por Martín Estévez
A las personas que me quieren me gusta decirles que, si muero joven, no sufran tanto: tuve una buena vida, hice montones de cosas que quise, viví con intensidad, amé, me amaron, sufrí, fui feliz. Que no me quedan cosas pendientes, que no me iría con el alma atragantada por algo que no pudo ser.
Me gusta decirles eso porque es casi-casi verdad. Casi. Porque, a veces, recuerdo a Vanina.
Si me las cruzara en la calle, creo que podría abrazar con cariño y paz a todas las mujeres a las que amé. Incluso a todas a las que besé alguna vez. Excepto a ella.
La relación con Vanina no fue noviazgo ni nada parecido. Durante cuatro años, entre el 2008 y el 2012, mutamos de amigos a cómplices a compañeros a piezas del mismo rompecabezas. Planeamos viajar a Europa, compartimos nuestros infiernos íntimos, prometimos querernos para siempre. Fuimos un poco pastito al sol, y un poco ardor y desastre.
No cuento detalles porque no sé si ella estaría de acuerdo: mis recuerdos son también suyos. Tampoco sé si los detalles hacen falta. “Sos una especie de ángel mitad ucraniano, la primera persona que conozco en la que existen infinitos universos. Te quiero con cada músculo del cuerpo”. Cosas así me escribió mil veces. Cosas así le escribía yo.
Lo último que hicimos fue abrazarnos una madrugada, bajo la lluvia, en la puerta de su casa. Después de eso, ella decidió que no nos viéramos nunca más. Todavía no sé por qué. O tal vez sí: sospecho que algo le molestó, o que sentía que ya no era un amor parejo, o que simplemente fue dejando de quererme. Que verme no le generaba la misma emoción que antes. Y fin. Cosas que pasan.
No quise entender enseguida que había decidido no responder mis mensajes, así que un día la llamé (usando un truco para que le apareciera “número desconocido”) y me atendió. Fue una conversación corta y gris en la que entendí que ella estaba bien, que simplemente ya no quería verme.
Hoy tengo muy incorporado que insistir es violencia, pero en ese momento no, porque intenté comunicarme con ella dos veces más. La primera fue un mensaje de texto el 31 de diciembre del 2012. La otra, un mensaje de Facebook, el 22 de octubre del 2013. Cuando no respondió ese último intento virtual, me resigné. Eso fue hace 12 años.
Ya “debería haber soltado”, claro que sí. Pero hay cosas que no se eligen. Mi deseo, tal vez mi capricho, es caminar sin miedo a cruzarme con alguien y no saber qué hacer. Sé exactamente a qué personas ignorar, sé exactamente a qué personas abrazar. Pero no tengo la menor idea de qué haría si un día me cruzó con Vanina.
Sé que es casi imposible que eso pase, porque estoy viviendo en Humahuaca y ella quién sabe dónde, pero ese no es el punto: lo difícil es aceptar que la calma interna nunca será completa. Que cada noche en la que me acueste y repase mi vida, o cada tarde en la que comparta mi pasado con alguien, habrá un agujero, un enigma, un no sé, un pedido de disculpas que tal vez estoy debiendo.
Algunas personas sufren tragedias enormes, lo tengo clarísimo. Y yo, hasta ahora, tuve suerte en las cuestiones hondas de la vida. Por favor, que quede claro: no me estoy quejando. Solamente estoy cerrando, 12 años después, una puerta que (tal vez insanamente) dejé entreabierta demasiado tiempo.
No quiero hacerlo con tristeza, por eso hice un truco vulgar: no les conté que la primera de mis insistencias, el mensaje de fin de año del 2012, sí tuvo respuesta. Me guardé esa última gota de oxígeno para poder terminar bien este texto, pero también para poder terminar bien esta historia.
“Que sonrías mucho, India. De verdad”, le escribí esa medianoche. Le digo adiós a Vanina, dentro mío, escribiendo estas palabras que son, también, las últimas que ella me escribió:
“Que haya magia esta noche, Matt. Que venga en la forma que quiera”.
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