martes, 7 de octubre de 2025

La noche de los aullidos

Tengo 28 años, un buen trabajo como periodista, vivo solo. Estudio Letras, veo seguido a Tati y Fanny, escribo sobre mi infancia en un blog. Mi grupo de amigas me invita a pasar unos días en Villa Gesell. Me llevan en auto, tomamos mate en una ruta soleada, cantamos. Me siento querido. Soy feliz.

La casa es de la familia de Melisa. La conocí hace tres años en un taller de teatro y es una humana fundamental para mí. Horas después, en micro, llega otra ex compañera de teatro (Luz) con una amiga suya a la que no conozco (Flor). Todavía no sé que ellas también serán inmensidad en mi vida.

A la tarde jugamos al Melómano. Hago equipo con Flor y ganamos. A la noche hace frío, me prestan una camperita, me queda bien. Vamos a un boliche, odio los boliches, pero esta vez no. Quiero chusmear con Meli, contarle quién soy a Luz, Flor resultó una dulce de leche un poco enroscada: imposible no quererla enseguida.

Casi nunca tomo pero hoy sí. Me divierto. Me siento seguro. Se acaba la noche pero no quiero que termine: las invito a ver el amanecer en la playa. Quiero seguir estando con ellas. Les digo que estaré allá. Me siento en una casillita de guardavidas y las espero.

Pasa el tiempo. No sé cuánto, no tengo el celular. Seguro más de una hora. Me siento un poco mareado. Me agarra frío. Descubro que el mar, de noche, me da miedo. Mucho. Lo miro de lejos. No pienso acercarme. Quiero que lleguen pronto.

Sigue pasando el tiempo. Horas. Me parece que no van a venir. ¿Habrán entendido la invitación? Estoy más mareado, estoy con más frío. Descubro que no sé volver a lo de Melisa.

Lo peor no es el frío ni el mareo. Lo peor es que me empiezo a sentir solo. No sé si es el mar, el miedo, el alcohol, la noche, o todo, pero necesito que vengan. Que me abracen. Me siento cada vez más solo.

A nada le tengo más miedo que a la soledad. A la soledad profunda: a que nadie me entienda, a que todos me dejen, a no tener con quién llorar. No me di cuenta en qué momento empezaron a caerme lágrimas.

Qué oscuro está todo. Qué frío hace. Ojalá venga alguna de las tres. No me siento bien. Me siento mal. Se me aparecen fuerte personas que ya no están: Tamara, Vanina, mi abuelo Víctor. Entiendo, solo, en la arena negra, que no los lloré lo suficiente. Que no me animé a mirar de cerca mi herida. Que seguí como pude para no hundirme. Entonces lloro más fuerte.

Lloro tanto que se me tapa la garganta. Se me cierra. Me cuesta respirar. Me asusto. Ahora todo es mi abuelo, mi Babu, mi Víctor. Toda la noche es su ausencia. Ahora es esa soledad la que me está ahorcando: la de la muerte.

Pierdo el control de mi cuerpo. Tiemblo. Me tiembla todo. Me chorrea la nariz. No me da asco. Esto soy yo. Hago pis tres veces seguidas. Mucho pis. No veo dónde. Intento hablar para aliviarme. Decirme algo tranquilizador. No puedo porque hablar mientras lloro me hace toser. No sé cuánto hace que estoy llorando. Me explota la cabeza de dolor. No solo la cabeza.

Ahora la angustia está en todo el cuerpo. En el pecho, en los dedos, en el cuello, en las rodillas que me froto sin parar. No sé qué pasa. Me da miedo. Te extraño, Babu.

El dolor silencioso se me hace insoportable. No lo puedo contener: se me sale de adentro para afuera. Empiezo a gemir un poco, después el gemido es más fuerte, como si estuvieran clavándome el universo.

Ahora empiezan a salírseme ruidos muy raros de adentro. Sonidos guturales. Aullidos. Eso: aullidos. Aúllo como un lobo, como un lobo lastimado, como jamás en la vida pensé que podía aullar. No creo en nada, pero lo que está pasando me parece sobrenatural. Nunca escuché un sonido así, y me está saliendo de no sé dónde. Todo me da más vueltas, tiemblo más de frío y escucho mis aullidos como si vinieran de otro mundo, pero vienen de mí. Soy yo.

Me da miedo desmayarme, me acuesto, me acurruco en la arena. Siento la cara hinchada, los aullidos se transforman en llanto más normal, me abrazo a mí mismo un rato largo. Me adormezco, no sé cuánto tiempo.

Tengo náuseas. Entreabro los ojos. Hay sol. Miro para todos lados, la playa sigue desierta. Ya no tiemblo. Ya no lloro. Siento el cuerpo raro.

Me levanto de a poco. Hago otro montón de pis. Empiezo a caminar tratando de recordar dónde está la casa de Melisa.

No sale bien. Estoy perdido. Camino un poco mareado y débil durante, no sé, por ahí dos horas. De pronto reconozco una esquina, el auto, la casa. 

Entro. Las tres están despiertas, son como las diez. No me animo a contar nada. Ellas tampoco me dicen por qué no fueron anoche. Les parece divertido que me haya perdido.

No hay nada más. El mundo vuelve a ser normal. El resto del viaje será agradable. Pronto vuelvo a sentirme feliz. Pero años después seguiré recordando esa madrugada, esa oscuridad, esos aullidos. Ese portal hacia rincones por ahí ancestrales, por ahí animales, por ahí instintivos, por ahí borrachos.

Solamente años después podré sospechar al menos uno de los rayos que esa noche me atravesó: la conciencia absoluta de que toda alegría, toda compañía, toda felicidad puede extinguirse de pronto, deshacerse en segundos, abandonarnos en nuestra más profunda soledad. En nuestros más profundos miedos.

Mientras me aferro a quienes hoy me abrazan de madrugada, mientras deseo con fuerza que nunca sean silencio, sigo aprendiendo a vivir con esos aullidos dolidos e intravenosos que, aunque hoy no los escuche, sé que también son parte de mí.

viernes, 3 de octubre de 2025

¿Qué diría Andrey?

Por Martín Estévez

Ante una decisión difícil, algunas personas imaginan… ¿qué diría mi psicóloga? o ¿qué diría mi mamá? o ¿qué diría Dios? Yo siempre me pregunto: ¿qué diría Andrey?

Estamos en el 2012. Fiesta de la Escuela de arboricultura, jardinería y ecología aplicada de Lomas de Zamora. Es de noche. Vine por mi amiguísimo Leandro, que estudia acá. Me presenta a su amiguísimo Andrey, que también estudia acá y conoce a Leandro desde que miraban dibujitos.

Andrey me mira con ojos profundos, extiende sus manos, me ofrece una papa recién salida de la parrilla. Yo, sin darme cuenta, estiro las manos. Y le cambio esa papa por mi corazón.

Me habla suavecito, Andrey. Tiene paciencia. Descubre que pensamos y vivimos distinto. No le molesta. Lo disfruta. Tiene 8 años menos que yo y aprendo un montón. Con él me permito ser vulnerable, desnudar mis ignorancias, porque presiento que no me violentará.

No recuerdo si sé andar en bicicleta, pero Andrey necesita que me lleve la suya 40 cuadras y me animo. Meses después recorremos cientos de kilómetros en una ruta, con él, con Leandro, sin mis miedos.

No sé bien cómo hace. A veces pienso en algo genético: tal vez por ser ucraniano, como mi mamá, sus palabras se me acomodan en el cerebro como un gatito, hasta parecerme adorables. Es una de las pocas personas con las que, cuando converso, prefiero que tenga razón. No lo duden: lo amo.

Me animé a dar clases de ciencias naturales solo para hacer equipo con él. Una de las glorias de mi vida es haber corregido la tesis con la que se recibió de biólogo. Fui el primero que subió a un auto que él manejaba. Reflexionamos durante horas para perfeccionar los fundamentos que todavía hoy sostienen al Movimiento Etiopía.

En épocas en que ya existía WhatsApp acordábamos nuestros encuentros con un mes de anticipación. “El 23 del mes que viene, a las 11 en la placita de Banfield”, nos decíamos, y no existía ninguna otra comunicación hasta el abrazo mañanero de ese 23. En algo nos parecemos tanto: nos gusta recorrer el mundo a contramano.

Es el hombre con el que más veces dormí. Cambié hábitos, ideas, formas de decir después de charlarle. Supo entenderme cuando el corazón se me rompió demasiado fuerte. Ojalá yo haya sabido acariñarlo también.

Trece años después de aquella noche, de aquella papa, de aquel corazón, él vive en Formosa, yo vivo en Jujuy y escribo esto para quererlo de alguna manera nueva mientras espero la próxima videollamada. Necesito contarle muchas cosas. Quiero saber qué dirá.

Esta historia no tiene trucos ni finales sorpresa. Siento que no le hacen falta. Habla del amor profundo sin posesión, sin exigencias, sin tiempos. Habla de las amistades que nos mejoran, nos salvan, nos ponen los ojos llorisqueros cuando las recordamos.

Si todavía no encontraste una amistad que atraviese lo que sos, que te obligue a ser mejor, que te enorgullezca con solo nombrarla, ojalá tengas la valentía de abrazarla honradamente cuando se te cruce. Y si mientras leías estas palabritas melosas tu corazón latió más fuerte recordando a alguien, mandale esta publicación para que se entere, para que sonría, para que no se lo olvide. Porque la vida es tramposa y no sabemos cuándo será el día en que ya no podamos preguntarle: Andrey, ¿qué pensás?